El tercer tiempo de los Premios
Retrocede la marea y llega la resaca de los Premios Princesa de Asturias. Se apagan los focos y el sonido de las gaitas, se enrollan alfombras y vuelven a sus armarios los tapices. Es hora de recoger los bártulos, de recrearse en imágenes y recuerdos que quedarán para la historia y felicitarse sinceramente por el éxito repetido una vez más. Todo parece recobrar su pulso cotidiano. Hasta la próxima edición.
¿Hasta la próxima edición? Ahora que llega el sosiego (y un merecido descanso para la organización) no comienza un tiempo vacío ni un paréntesis hasta la siguiente ocasión, sino un período para el balance tranquilo y para la reflexión. Estoy seguro de que, casi sin tregua, en la Fundación no se deja nunca de pensar en la permanente necesidad de adaptación, de adecuación de los Premios a los nuevos tiempos y generaciones que simboliza la princesa Leonor. Una tarea en la que no debemos dejar sola a la Fundación.
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Conozco en la cercanía la historia y evolución de los Premios Princesa de Asturias, de cuyo patronato y jurados tuve el honor de formar parte y a los que acudí hasta recientemente casi desde su misma creación. Creo que puedo, por eso, contemplarlos en perspectiva y, desde la cierta distancia de no mantener actualmente ninguna vinculación, no me cabe duda de que se trata de una extraordinaria obra que no ha cesado de crecer y ha alcanzado cotas por encima de lo que se habría podido imaginar.
Hubo un tiempo en que los Premios se circunscribían a un momento puntual, el acto de entrega de los galardones en el Campoamor, y tenían un exclusivo carácter institucional con acceso restringido a unas reducidas élites locales y nacionales. Desde luego que por ahí había que empezar y que fue ejemplar el modo en que se hizo, en que peldaño a peldaño se fue ganando en hondura y solemnidad, en repercusión en la vida social y los medios de comunicación, en la confección de una excepcional lista de premiados, en generación de mensajes e imágenes icónicas que juntas explican una fantástica historia y componen un documento de incalculable valor cívico y sentimental. Una labor que requirió tino y habilidad, que fue creciendo en complejidad, que se realizó con unos menguados recursos y que, nunca habrá que dejar de repetirlo, fue posible gracias al empuje y la ensoñación de Graciano García, al eficaz trabajo de su equipo y al apoyo de generosos aliados y compañeros de aventura.
Ése fue, a mi modo de ver, el «primer tiempo» de los Premios y luego, sumándose a todo lo anterior, hemos visto emerger progresivamente un «segundo tiempo» que empezó por el «Aula Príncipe de Asturias», con una inicial colaboración entre la Fundación y la Universidad en la que tuve el privilegio personal de participar, que se ha convertido felizmente en la «Semana (no sé si ya la quincena) de los Premios», y que tuvo desde el principio la fundamental pretensión de romper cercos, acercarlos a nuevos colectivos y hacer partícipes de ellos al conjunto de la sociedad.
Todo un acierto, un hallazgo y una iniciativa ejemplar que se ha desarrollado de tal modo estos pasados años (y el mérito indudable es de Teresa Sanjurjo y su equipo y los recientes presidentes/presidenta de la Fundación) que ha conseguido una entidad propia y una significación verdaderamente extraordinaria, que hemos de saber apreciar en toda su dimensión.
Hay, al menos, tres motivos por los que considero admirable esta iniciativa. Por un lado, porque el programa de actividades ha alcanzado unas proporciones, un interés, una cantidad, calidad y variedad, refrendada por el numerosísimo público que participa de ellas (y el todavía más amplio que desearía participar), que me hacen pensar que se trata seguramente del evento cultural de mayor entidad de los que se celebran en la región y quizá uno de los más destacados en el conjunto nacional.
Por otro lado, porque tiene la rara y excepcional cualidad de constituir una de las celebraciones más transversales e interclasistas que conozco, donde se reúnen (al igual que en la «Fiesta» de Serrat) «gentes de cien mil raleas», como se aprecia en la pluralidad de los transeúntes de las recuperadas calles de La Vega, en la diversidad de sus edades, procedencias, estilos de vida, ideologías o posición social, sin la segmentación que caracteriza a otras singulares manifestaciones culturales.
Y, finalmente, porque ése es uno de los modos más inteligentes y eficaces de responder a los cometidos de una Fundación que debe contribuir, especialmente en momentos como los actuales, a reforzar la legitimación, el acercamiento y la proximidad de la monarquía con la ciudadanía. A ello contribuyen, además de las actividades de la «Semana de los Premios», otros programas concebidos con aguda visión y acertada orientación como los dirigidos a jóvenes escolares y al sistema educativo.
Si el «antes» y el «durante» de los Premios se encuentran plenamente consolidados, me parece que el reto se plantea ahora en el «después», en abrir paso a un «tercer tiempo» que permita que el esfuerzo realizado no se malgaste, que los logros no se diluyan y que tras la fiesta no quede solo la resaca. Una tarea que considero fundamental y que requiere un decidido impulso, pero que no ha de ser cosa solo de la Fundación Princesa de Asturias, sino que ha de implicar al conjunto de la sociedad asturiana y contar con iniciativas y recursos de un amplio número de entidades e instituciones de la región.
Tengo la impresión de que las cosas están moviéndose ya en esa dirección. La Fundación ha empezado a incluir en los jurados y a recuperar en cada edición a premiados de otras anteriores y mantiene actividades con centros educativos a lo largo de todo el año. La Universidad cuenta en su nómina de Doctores «Honoris Causa» con varios de los premiados. ¿Pero no podría ser eso algo más amplio y habitual? ¿No cabría pensar en que algunos de los premiados pudiesen, por ejemplo, dirigir tesis, implicarse en proyectos o impartir cursos en las aulas universitarias? ¿Sería tan descabellado intentar vincularlos más estrechamente con instituciones, grupos de investigación o empresas de la región?
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En fin, reivindico el derecho a la ensoñación que ha caracterizado desde sus orígenes a la Fundación, para elevarse del ras del suelo y mirar alto, para imaginar iniciativas que permitan prolongar el espíritu y propósito de los Premios todo el año y aprovechar su principal intangible, la magia en que se sienten envueltos y seducidos los premiados, para que el encantamiento se mantenga y no sea efímero su paso. Y para que, colorín colorado, éste no sea un cuento que, pasados los fastos, se termine sin remisión.
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