La tragedia de decenas de miles de desplazados internos en el Líbano: «Claro que queremos volver, Israel nos ha echado»
Con un solo cruce de miradas, a Khairiya Ayad se le llenan los ojos de lágrimas. «¿Puedes ayudarme?», implora. A continuación se destapa el pecho para mostrar una gran cicatriz. «¿No me podrías dar algo de dinero?», exige de primeras. Con ella, lleva las pocas medicinas que ha podido recoger. «Es el corazón, el colesterol, el azúcar…», enumera esta libanesa de unos 50 años. A su lado, su hija Salma, de 21 años, la consuela. «Tranquila, mamá, ya está todo bien», le dice con ternura en la voz. «Ayer tuvimos que abandonar nuestro pueblo, Israel empezó a atacarnos», explica Salma a EL PERIÓDICO, mientras lleva cuatro valiosas bolsas con comida y productos higiénicos al interior de su nuevo refugio.
Aún siguen llegando personas desde el sur del Líbano, transformado en una zona de guerra. Coches abarrotados de gente que, tras horas en la carretera, respiran tranquilas. El destino no es nada lujoso. Es simplemente una escuela de hostelería que ha reconvertido sus aulas en habitaciones para familias enteras. «No tienen camas, pero sí un colchón en el suelo, así que nos vale», dice Salma risueña. Forofa del F. C. Barcelona, se toma su éxodo como una oportunidad para conocer gente y ver más allá de su aldea en el sur del Líbano. Su madre, en cambio, no encuentra nada fascinante en su huída. A cada palabra que dice, la mayoría pidiendo dinero, se le rompe la voz y empieza a llorar. «Mis hermanas viven en Beirut», explica Khairiya, pero, pese a su vínculo familiar con la capital libanesa, duerme desde el lunes en este refugio habilitado por el gobierno libanés a las afueras, en la localidad adyacente de Dekuane.
La desesperación se nota en su mirada. Igual que a las docenas de personas que pasean desorientadas y tristes por el recinto. De repente, de un día para otro, de una hora para otra casi, las bombas israelíes las han condenado a quedarse viendo la vida pasar lejos de casa. Mientras, sus hogares sufren un destino que sus propias propietarias desconocen. En una sola jornada, perdieron a casi 600 vecinos. «Aquí habrá unas 500 familias, alrededor de 1.000 personas«, reconoce a este diario un soldado del Ejército libanés que custodia el acceso a las instalaciones de los desplazados y también de la prensa. Está prohibido hacer fotografías, vídeos o, incluso, registrar la voz de las entrevistadas. El aire de suspicacia domina el ambiente, sobre todo con cualquiera que parezca extranjero. A diferencia de otros centros de desplazados, en este, incluso, se le ha negado la entrada a la población siria que, de nuevo, ha tenido que huir de las bombas.
15 horas en la carretera
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El Gobierno libanés, completamente desbordado, ha puesto un plan de emergencia nacional para hacer frente al impresionante éxodo de la última jornada. A la espera de cifras oficiales, son, sin duda, decenas de miles de personass. Todas ellas han pasado o, incluso, están pasando largas horas en las carreteras libanesas. «Mi familia y yo tardamos 15 horas», reconoce Haji, de Maroun El Ras, a 125 kilómetros de la capital y a apenas metros de territorio israelí. En circunstancias normales, hubieran tardado dos horas y cuarto en alcanzar Beirut. «Mi casa ha quedado completamente destrozada«, explica este chico de 12 años, abriendo con intención sus penetrantes ojos azules. Una de sus cuatro hermanas vivía en el edificio bombardeado el viernes por Israel en Beirut. El ataque provocó el derrumbe de dos bloques residenciales y la muerte de 51 personas. «Gracias a Dios, ella está bien», celebra Haji.
«Si nos tenemos que quedar aquí, Hizbulá nos dará dinero para hacerlo», explica a sus primos recién llegados. A ellos, ambos con el típico nombre chií de Husein, les cuesta creerlo. «No tenemos miedo, hemos visto los bombardeos desde nuestra casa, pero no tenemos miedo», reconoce uno de ellos, el más locuaz. La imagen de las bombas frente a sus ojos no les hace cambiar de opinión. «Claro que queremos volver, ha sido Israel quién nos ha echado«, denuncia Husein. El largo trayecto para llegar hasta la seguridad no les ha agotado. Caminan aburridos por el pequeño jardín a las puertas de su nuevo refugio. Sin escuela –el ministerio de Educación las ha cerrado esta semana– ni apenas pertenencias, miran el pasar de las horas con tedio.
«Nuestros shababs nos protegerán»
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Alrededor del recinto, se pasean jóvenes vestidos de negro en motocicleta. No llevan ningún distintivo que lo indique, pero son gente del partido, seguidores de Hizbulá. A las puertas de la escuela-refugio, hay un grupo de shababs, de jóvenes, custodiando la entrada. Después de los ataques de la semana anterior, con miles de buscapersonas y walkie talkies explotando en los cuerpos de miembros de Hizbulá y otros civiles, hay mucha sospecha sobre cualquier desconocido. Algunas mujeres aprovechan el patio exterior para fumar narguile. Tampoco tienen nada más que hacer. «No nos conocíamos de antes pero aquí todos nos ayudamos entre todos«, reconoce Mariam, que prefiere no revelar de qué pueblo del sur del Líbano ha venido. En el secreto también está escondido su orgullo y su protección. Mientras habla, llega un remolque con docenas de garrafas de agua y un coche particular con colchones atados en la baca.
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«De momento, en la escuela, hay una habitación por familia pero, si se acaban, no hay ningún problema; todo el mundo es bienvenido a la nuestra», reconoce esta madre de 10 hijos. «Tengo 10 niños porque esto es lo que hacemos; traer niños al mundo para hacer a nuestro Ejército más fuerte, por eso, nuestro país es tan bello», afirma Mariam, vestida con una larga túnica negra y un pañuelo del mismo color. Su vestimenta, junto al optimismo que desprenden sus palabras, y el respeto que inspira en los demás desplazados, indican que son gente del partido. «Estamos contentos de que destrocen nuestras casas, esto es una oportunidad para salir del pueblo y conocer a gente», reconoce Marianne, con el mismo vestido. «No estamos preocupados, nuestros chicos, nuestros shababs, nos protegerán», explica con una sonrisa enorme en el rostro. Detrás de ella, en silencio, Khairiya deja caer unos lagrimones.
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