¿Quiénes fueron los primeros viajeros de la Antigüedad?
La curiosidad nos ha hecho humanos. Gracias a ella, desarrollamos la ciencia y la imaginación; gracias a ella, seguimos vivos y prosperamos como especie. Durante milenios, reunidos en grupos nómadas de cazadores y recolectores, vagamos por el mundo explotando lo que nos daba la naturaleza hasta que aprendimos a cultivar y pastorear y nos hicimos sedentarios.
Pero el interés por conocer otras tierras nunca se sació por completo y, cuando logramos construir embarcaciones sólidas y fuertes, el horizonte se abrió ante nosotros. Con todos sus peligros, el mar se convirtió en una inmensa autopista por la que era posible recorrer cómodamente grandes distancias que hubieran sido insalvables por tierra.
Las ideas de los primitivos pensadores –los caldeos, los egipcios, los indios– sobre el mundo y el cosmos resultaban bastante parecidas. A sus ojos, el mundo era un disco de tierra y agua sobre el que se eleva una campana o una burbuja en la que están encastrados el Sol y la Luna. Esa burbuja tiene una multitud de poros (las estrellas) por las que se filtra la luz del exterior.
Pero, además, la pompa gira constantemente sobre sí misma en torno a un punto fijo del cielo (el norte, que hoy está ocupado por la última estrella de la Osa Menor, la Polar), y ese hecho resulta crucial para orientarse en la Tierra ya que, si podemos reconocer el norte, dispondremos de una referencia constante para movernos en cualquier dirección.
Aquella fue una conquista decisiva para nuestra expansión. En medio del mar, el punto fijo del cielo –que no es más que la proyección en el espacio del eje de giro de nuestro planeta– nos brindó la posibilidad de dirigir el rumbo de las naves, lo cual abrió a su vez la posibilidad de cubrir largas distancias marinas, superando la navegación de cabotaje que se realizaba sin perder de vista la costa.
En el Mediterráneo, la superioridad en la construcción naval y la pericia de los pilotos puso en pie a las primeras talasocracias, una expresión griega para referirse al dominio de los mares. Por supuesto, esa capacidad de navegación produjo una gran prosperidad en aquellas sociedades, que descubrieron mercados vírgenes sobre los que montar una red de establecimientos mercantiles más o menos fijos.
Los helenos, prósperos navegantes
Los primeros en aprovechar su capacidad de navegación fueron los cretenses minoicos, que convirtieron su isla en un foco de bonanza económica y desarrollo artístico y cultural. Establecieron su primer alfabeto a finales del tercer milenio, y aún hoy maravillan la belleza y sutil elegancia de sus frescos y sus joyas.
Desde aquel enclave equidistante de África, Asia Menor y Europa, los cretenses mantuvieron en pie su emporio marítimo durante un milenio, compartiéndolo y disputándolo en los siglos finales con el poder naval de Micenas, otro asentamiento heleno, este en tierra firme. Desafortunadamente, no tenemos informes acerca de los límites que alcanzaron sus viajes, pero es muy posible que llegasen a conocer con precisión las costas mediterráneas y que tuvieran una idea detallada de sus accidentes geográficos.
Tal vez los recuerdos de aquellos viajes arcaicos fueran conservados y convertidos en mitos con el paso del tiempo, porque lo cierto es que tanto la primera literatura griega –la Odisea de Homero– como sus mitos se nutren de relatos de viajes. Y de ellos se deduce, entre otras muchas cosas, que cuando forjaron sus mitos ya sabían que su mar lindaba por el oeste con el océano, a quien incluso convirtieron en uno de sus dioses haciéndolo hijo de Gaia (la Tierra) y Urano (el Cielo).
Perseo, el más antiguo de los héroes míticos griegos, viajó hasta las fuentes del océano para cortarle la cabeza a la gorgona Medusa y después se acercó a la tierra de Atlas, donde le mostró al gigante la cabeza de su víctima, que petrificaba a quien la veía. Los datos son correctos si pensamos que el océano, para los mediterráneos, nace en el estrecho de Gibraltar, frente a la cordillera del Atlas.
Entre la historia y el mito
Desde su país insular, los griegos primitivos consideraban que el mundo era un mar sembrado de islas y rodeado de tierra firme por todas partes, por lo que cualquier navegante que mantuviera un rumbo fijo terminaría por hallar algún territorio. Con una excepción: en el extremo occidental, por donde se pone el Sol, las masas de tierra estaban rotas y el mar se conectaba con el océano, que entendían como un río inmenso cuya corriente circundaba el conjunto de las tierras.
El gran viajero mítico griego fue Hércules. Los doce trabajos que le encargó Euristeo, soberano de la Argólide, supusieron otros tantos viajes a puntos remotos. En concreto, los tres últimos –el robo de los toros rojos de Gerión, rey de Tartessos, el robo de las manzanas de las Hespérides y el secuestro del can Cerbero, perro que guardaba la puerta del Más Allá– se desarrollaron en el fin del mundo, del que el héroe se apropió señalando su posesión con dos columnas cuando pisó las playas de Tartessos.
Esas Columnas de Hércules serían las que, confundidas luego con los montes que enmarcan la embocadura del Estrecho –Muza en África y Gibraltar en España–, darían nombre al Estrecho en la Antigüedad y marcarían de ese modo el fin del mundo conocido hasta que, más de un milenio después, cuando volvieron a puerto las carabelas de Cristóbal Colón, el Non Plus Ultra se convirtió en Plus Ultra.
Además de los mitos, los griegos disponían de geográfos y literatos para que les hablaran del mundo. El primer mapamundi fue obra de Hecateo de Mileto en el siglo VI a.C., y el siglo siguiente estuvo dominado por la figura de Heródoto de Halicarnaso, un viajero impenitente, geógrafo, historiador y antropólogo que en sus textos revela conocimientos asombrosos y describe con soltura y detalle el mundo conocido hasta entonces. Y no es de extrañar, pues hoy hay consenso en la historiografía en que el autor de la Historia visitó Egipto, Mesopotamia y Babilonia, las colonias griegas del mar Negro, la estepa ucraniana y el sur de Italia. Ahí es nada.
Pero también hay otros autores de menos crédito que refieren viajes fabulosos, como Escílax de Carianda, en cuyo Periplo se hablaba de un viaje de treinta meses desde el Indo hasta Arabia por encargo del rey persa Darío I. Por su parte, el focense marsellés Piteas afirmaba en el siglo IV a.C. haber realizado un viaje hasta el extremo norte del planeta, Tule, donde según sus palabras no había ni tierra ni mar ni aire, sino una confusa mezcla de los tres elementos a la que llamó “pulmón marino”, que ligaba todas las partes del mundo y a la que no era posible llegar de ninguna manera.
Estas noticias increíbles lo desprestigiaron a los ojos de sus contemporáneos, incluido Estrabón. Sin embargo, otros muchos de sus informes acerca del norte, como las distancias y las proporciones de la costa sur de Inglaterra, son bastante correctos, de modo que hoy en día no faltan los analistas que conceden crédito a su viaje, a pesar de que lo que sabemos acerca de él no son sino fragmentos citados por otros autores griegos.
La magnífica Odisea de Homero inaugura el género de viajes y aventuras, con su ingenioso héroe errante capaz de hallar solución para todo. Ulises recorre una geografía imaginaria encontrando en su vagar seres monstruosos y maléficos, pero también personajes maravillosos. Otro gran relato de viajes y aventuras es la epopeya de los Argonautas, que narra un viaje mítico al extremo oriental del mar, el país de los colcos, en busca de un fabuloso vellocino de oro –una piel de cordero de oro puro– que parece haber sido una clave hermética.
Los amos del mar
En el primer milenio a.C. surgió una nueva talasocracia en Oriente. Los pueblos semitas del actual Líbano con base en Tiro, Sidón y Biblos, a quienes los griegos llamaban fenicios, desarrollaron una tecnología naval que les permitió adentrarse hasta el extremo opuesto del Mediterráneo, donde encontraron un rico mercado de metales al que la Biblia llama Tarsish.
Las poderosas naves necesarias para realizar el viaje eran el orgullo de Tiro, y a ellas se refieren las amenazantes profecías bíblicas sobre la destrucción de aquel emporio: “¡Aullad, naves de Tarshish…!”. Cuando Jonás decide escapar del mandato divino que lo encaminaba a Nínive, busca una de esas soberbias naves para alejarse lo más posible de su Creador.
Los fenicios, que tenían su propio Hércules al que llamaban Melkart y representaban sobre un caballito de mar, se establecieron en Cádiz y en Túnez hacia el siglo X a.C., y cerraron el paso al oeste del mar. Parece ser que perseguían un propósito estratégico: hacerse con el monopolio del estaño, un metal imprescindible para conseguir el bronce con el que forjar armas y herramientas.
El estaño, que no existe en el Mediterráneo, abunda en la fachada atlántica y solamente podía obtenerse más allá del Estrecho, en aquella Tarshish cercana a Gadir que los griegos llamaron Tartessos. En todo caso, tuvo que haber una causa importante para que se establecieran en un lugar tan remoto: hay que tener en cuenta que el viaje de ida y vuelta entre Tiro y Cádiz es de unos 9.000 kilómetros, lo que implica que se necesitarían tres meses para completarlo; más tiempo de lo que duró el primer viaje de Colón a América veinticinco siglos más tarde.
De los fenicios a los romanos
Pero los fenicios no tenían que hacerlo de un tirón: disponían de un rosario de puertos propios con “templos” en los que se ejercía la prostitución sagrada. Esos templos-burdeles, donde los marineros de cualquier nación podían desfogar gratuitamente su ardor sexual, constituían una fuente de información preciosa para conocer los movimientos de naves en todo el Mediterráneo y fueron una de las claves de la talasocracia fenicia.
Pero los fenicios también exploraron el océano, tanto hacia el sur, por las costas atlánticas de África, cuanto hacia el norte. Un piloto llamado Himilcón dijo haber seguido la ruta hacia el norte partiendo de Gadir, en busca de unas islas –las Oestrymnidas– ricas en estaño que debieron de ser las ínsulas bretonas de Ouessant y de Molène, próximas a los yacimientos de estaño del Finistère bretón. Otro piloto fenicio llamado Hannon exploró las costas atlánticas africanas hasta llegar, probablemente, al golfo de Guinea.
A continuación llegó Roma y, tras vencer en las llamadas guerras púnicas, desbarató por completo la talasocracia semita. Los romanos adoraban las historias de viajes inverosímiles, de las que han quedado las obras de Luciano de Samosata y Antonio Diógenes.
Luciano fue un escritor satírico extraordinario entre cuyos numerosos libros se encuentra Historia verdadera, un título irónico para una obra en la que se burla de los relatos de viajes y que está considerada la primera novela de ciencia ficción. Desde el principio, Luciano deja claro que su narración es una pura invención y que sus lectores deben entenderla como un entretenimiento.
Su protagonista se embarca en una nave que es arrebatada por los vientos, sale volando y acaba en la Luna, donde emprende una descripción cómica de los selenitas. Luego regresa a la Tierra y la nave es tragada por una enorme ballena en cuyo interior hay otro mundo habitado por una horda de hombres-crustáceo, del que logra escapar para navegar luego hasta la Isla de los Bienaventurados. Más allá, encuentra toda clase de seres monstruosos, entre los cuales están los hombres-barco, que flotan de espaldas en el mar y utilizan su propio falo para remar. viajes
Con rumbo norte
Por su parte, Antonio Diógenes fue autor de Las maravillas más allá de Tule, escrito en primera persona, donde exhibe una disparatada imaginación para describir sus aventuras en el fabuloso norte y los relatos que allí le hacen otros viajeros acerca de sus países de origen.
En el Atlántico también se navegaba desde fechas extremadamente antiguas, aunque no dispongamos de datos escritos sobre aquellas aventuras marítimas. La capacidad marinera de los pueblos norteños antiguos queda bien demostrada por las posteriores hazañas náuticas de los vikingos, y la arqueología revela una continuidad de contactos a lo largo de las costas oceánicas de Europa desde los tiempos de la construcción de los grandes túmulos megalíticos.
Una comunidad cultural
Así, sorprende que la forma y las dataciones por radiocarbono de los dólmenes del norte de Francia coincidan con las de los dólmenes más sureños del continente, los gaditanos, ambos del inicio del cuarto milenio. Y además está el fenómeno de la difusión del vaso campaniforme, que no se entiende sin la existencia de unas rutas de navegación de altura que permitieran dicha difusión.
Esos contactos siguieron existiendo durante mucho tiempo y debieron generar una cierta comunidad cultural, a juzgar por las notables semejanzas que se detectan, por ejemplo, entre las piezas arqueológicas gallegas e irlandesas de la Edad de Bronce. Una última curiosidad: según el mito de los orígenes de Irlanda, tanto los primeros pobladores de la isla, la gente de Partholon, como los que llegaron después, los de Nemed, procedían de España.
Puedes consultar la fuente de este artículo aquí