El Portalín y aquellas navidades
Representaciones de la Natividad del Señor aparecen en los frescos de algunas paredes y sarcófagos de catacumbas en los primeros tiempos del cristianismo, entre los siglos II y IV. Imágenes del Nacimiento y adoración de los Reyes y pastores en la ornamentación de iglesias durante el Románico. En los relieves de sillerías, púlpitos y retablos del Gótico. En la sencillez de las representaciones renacentista y las exuberantes del barroco también se han escenificando el contenido y simbolismo de Nacimiento de Jesús.
Por estar prohibidas por el Concilio de Treviri las representaciones teatrales de la Natividad que se venían realizando desde el siglo VIII en iglesias y conventos, también las que se desarrollaban en calles y plazas de ciudades y pueblos -parece ser que fueron degenerando en representaciones profanas, cuando no paganas, y en ocasiones terminaban como el rosario de la aurora-, el monje santo Francisco de Asís, a la vuelta de un viaje de peregrinación a Tierra Santa, tuvo que pedir dispensa al Papa para poder hacerlo en una cueva, al lado de una cabaña de pastores en los montes de la localidad de Greccio. Allí realizó un Portalín viviente con algunos de sus compañeros religiosos, pastores y vecinos, colocó en un pesebre con paja una figura de terracota representando al recién nacido, a su lado una mula y un buey y celebró la Misa del Gallo, en la que según la hagiografía y los que lo vieron, durante la misa la figura del niño de terracota se tornó por unos momentos en un ñeñín de carne sonrosada y brillante resplandor que San Francisco cogió en brazos. De aquella función y prodigio nace nuestra tradición de realizar el Portalín, que los franciscanos y clarisas difundieron por Italia primero, España, Francia y toda Europa después. Otro concilio, el de Trento, devolvería a las iglesias y plazas las representaciones de la Navidad como medio didáctico a unas gentes que muy pocas sabían leer.
Asimismo aquel rey de Nápoles que vino a gobernar España con el nombre de Carlos III -rey que trajo de Nápoles junto a toda su familia Gutierre Guido de Hevia y Valdés Bustamante Alonso de Caso, servicio por el que recibió el título de Marqués del Real Transporte y Vizconde del Buen Viaje, marino maliayo de la diáspora nacido en Tortona, Italia, siendo su padre teniente de la plaza-, impulsó la representación de belenes en España como lo había hecho anteriormente en el país napolitano.
La tradición de poner el Portalín en Villaviciosa, sin duda viene de manos de los franciscanos y clarisas, lo traen junto con la Virgen del Portal de Belén, nuestra patrona, en el siglo XVII, y lo hacen con figuras de barro cocido policromado que colocan en las iglesias de los dos conventos, posteriormente pasarían a las casas principales y se generaliza en los hogares a mediados del siglo XIX. La costumbre de montar el Portalín se fue transmitiendo de generación en generación hasta llegar a Nicolás Rodríguez, la Fundación Cardín y la Ruta de los Belenes, itinerario de portalinos abiertos al público en la Iglesia de Arriba, Museo de Semana Santa, Convento de las Clarisas, Casa de los Hevia y Fundación Cardín, a los que hay que añadir el Portalín de Tazones y el que pone Paco Mieres en el escaparate de Casa Venecia, para convertirse en una peregrinación durante la Navidad villaviciosina con más de quince mil visitantes las pasadas navidades. Este año se han caído, por obras en la Plaza Cubierta los que allí instalaban la Asociación Belenista de Oviedo y Carmen González.
Poner o montar el Portalín desde niño en las familias es algo que marca la Navidad para toda la vida, un derroche de imaginación, creatividad y belleza que se aprende desde ñeñu, que nos suscita asombro y nos conmueve. Cuanta emoción en su colocación.
Debe de ser, o debió de ser, en todas partes más o menos igual, pero los ñeños de la generación posguerra en la Villa, cuando ya nos dejaban poner el Portalín bajo mirada juzgadora, consejo crítico y ayuda de padres y abuelos, continuando con la tradición, instrucción y saber que a su vez habían recibido de sus mayores, lo primero que hacíamos era sacar la caja que guardaba las piezas y elementos supervivientes de años anteriores, comprobar el nivel de daños y ver si se podían solucionar con engrudo o necesitaba pegamín, si el percance era de pérdida de toda o parte de alguna de las extremidades, lo podíamos reparar con un poco de barro modelando el brazo, pierna o pata de la figurina, que una vez seco pintábamos con tinta o pegando papel pinocho del color deseado, si el daño era irreparable el paso siguiente era ir a Casa Mero o a la librería Ángel para hacer una prospección del precios de la figurina en cuestión y a continuación dar el turre en casa para que nos la compraran con promesas de comportamientos cercanos a la santidad y notas nivel cuadro de honor. Si no colaba, cosa que incompresiblemente solía ocurrir con harta frecuencia en mi opinión, acudíamos al mercado de segunda mano: siempre había alguno que sabías deseaba algo que tu tenías a cambio de la figura que él poseía, un cromo escasísimo, el cuento que le faltaba para la colección o el bolichu mejicano de cristal imbatible jugando al güa. Si la negociación no se consumaba, no quedaba otra solución que colocar lo que había, no pasaba nada, pues aunque los Libros Sagrados no dice nada de gochinos con solo tres patas o que el caballo del rey Melchor tuviera una de alambre –por entonces los Reyes llegaban a caballo, medio de transporte de la gente noble-, sí nos habla de tullidos, con lo cual no quedaban mal; recuerdo un Herodes que se rompió por la mitad y no aparecía la parte de la cintura para abajo, le pegué un corcho y lo puse asomado a una ventana del castillo, quedó genial y duró muchos años.
Con cartones y piedras hacíamos el fondo y las montañas que pintábamos y cubríamos con mofu, fácil de encontrar en la zona sombría de cualquier sucu que daba al norte, aprovechábamos las cortezas de los negrillos que adornaban todas las carreteras que llegaban a la Villa, utilizábamos tierra, arena de playa o arena blanca de la que se usaba para fregar en función del color que quisiéramos conseguir en el paisaje, palos para cierres y portillas, tres sierras y varias carpinterías nos proveían de serrín, forgaxes o tacos de madera, y el papel de plata – todavía no conocíamos el papel de aluminio-, lo guardábamos de un año para otro; las cajetillas de tabaco rubio americano y envoltorio de chocolates y chocolatinas eran otro medio de suministro para recrear el agua del río. Con un trozo de espejo hacíamos el lago, y con una lata de anchoas vacía un lago con agua de verdad. No necesitábamos comprar casi nada, es cierto que tampoco teníamos con qué, pero eso lo hacía más imaginativo y hermoso a nuestros ojos y nos dejaba contentos y satisfechos. Una vez hecho el paisaje colocábamos los puentes, casas, castillo, portal y figuras. Todas en el Portalín es simbólico, el hombrín defecando también -todavía no se llamaba caganer, lo conocíamos simplemente como el hombrín cagando, no llevaba barretina ni camiseta del barsa, y no le dábamos ningún significado escatológico, soez, de fertilidad ni de buena suerte que ahora se le adjudica a esta simpática figurina, sencillamente representaba su papel, la vida misma, un hombre que sufrió un apretón y se aliviaba realizando esa necesidad fisiológica, igual que las otras hacían el suyo-, eso sí, se colocaba lejos del portal y en un lugar escondido y discreto.
El Portalín de referencia era el que ponían Pepe el Sacristán y los monaguillos en la iglesia parroquial, nos parecía grandísimo, con luces, día y noche y agua que corría.
Los días de catecismo, delante del Portalín se recitaban poesías populares, se hacían representaciones navideñas y se cantaban villancicos, y el día de Reyes, los Magos nos traían media libra de turrón duro de El Gaitero, un paquete de peladillas y una entrada para la película de la función infantil en el Teatro Riera.
No había cabalgata, poner y disfrutar del Portalín en aquellas Navidades de los años 40 y 50 era todo un acontecimiento en el que, tal como se venía haciendo, subyacía un compromiso no escrito de transmitirlo a la siguiente generación.
La Cabalgata de Reyes como tal no comenzaría a desfilar por las calles de la Villa hasta los años 58 o 59 del pasado siglo y a nuestra generación ya nos pillaba para hacer de figurantes y colaboradores de pajes y Reyes Magos, yo mismo fui varios años asistente personal del Príncipe Aliatar cuando todavía no había carrozas y Príncipe y Reyes hacían el desfile a caballo. Cuando salía la Cabalgata se apagaban las luces de las calles y los defectos quedaban diluidos por la oscuridad de la noche, que solo alumbra las antorchas de los pajes. Las parroquias más cercanas, Amandi y alguna otra, solían colaborar con carrozas, carros, o grupos de pastores con ovejas, etc. El desfile comenzaba en Les Escueles, en el Ateneo y en alguna ocasión lo hizo desde La Granja. En el año 1963, con la llegada de Nestlé a Villaviciosa, la empresa se involucró y colaboró activamente en las cabalgatas de Reyes aumentando y mejorando el número de carrozas participantes.
Tuvo la Cabalgata un antecedente en la Villa en los siglos XIX principios del XX, era lo que se llamaba el Carriquín de los Reyes, consta que un carro del país tirado por bueyes que llevaban antorchas encendidas en los cuernos, según pasaba la gente echaba al carro cosas, principalmente de la cosecha: maíz, trigo, patatas, etcétera, que luego la parroquia utilizaba para su mantenimiento y distribuía entre los más necesitados. Probablemente fuera una forma de recoger los diezmos de la parroquia, pero debía de ser una cosa preciosa en todos los sentidos, como espectáculo y como ayuda y solidaridad social. ¿Por qué no recuperarlo ahora, recogiendo regalos y juguetes para los que nos los reciben?
Recuerdo una cabalgata, sin duda una de las más espectaculares que se hicieron en la Villa, que llegó por la Ría. La gente iba a ver aquel desfile de barcos a la carretera de El Puntal, al Gaiteru y las orillas de la Ría. Era impresionante. Los Reyes, en lanchas muy iluminadas y adornadas, llegaban hasta el embarcadero del Porreu, donde desembarcaban, se subían a una carroza y comenzaba el desfile por les calles. Solo se hizo un año por coincidencia con la marea, pero fue algo para recordar siempre.
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Aún hoy, viviendo la Navidad la mente se nos va a nuestra infancia -¡ay, esa misa pastorela!-, pero sobretodo contemplando el Portalín nos hace sentir felices por haber cumplido con el deber de transmitir a nuestros hijos y nietos la tradición y experiencia que sentimos, la misma que experimentaron nuestros mayores.
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