Enfermos de política
«En España estamos enfermos de política». La frase corresponde al escritor Luis Landero. La pronunció en una entrevista a propósito de la publicación de su muy recomendable novela «La última función» (Tusquets, 2024). No conozco a Luis Landero, más que como apasionado lector de cuanto publica y como seguidor fiel de sus declaraciones públicas, normalmente sobre literatura y sobre sus temas favoritos: las segundas oportunidades, la cultura como tabla de salvación de los fracasos humanos o el amor como absolución de vidas vulgares y monótonas. Rara vez habla de política.
[–>[–>[–>[–>Por eso, me extrañaron esas palabras suyas tan contundentes sobre la vida pública en nuestro país. El autor de «Juegos de la edad tardía» explicaba su afirmación citando a Ortega y Gasset, quien «ya dijo que las enfermedades de un cuerpo nacional son políticas». Lo que preocupa al escritor extremeño no es la política profesional, la que practican nuestros políticos a diario, sino cómo su forma de ejercerla afecta a los ciudadanos corrientes, muy parecidos a los personajes sencillos de su narrativa, con los que resulta tan fácil identificarnos. En su opinión, «la política es una herramienta para convivir y no podemos vivirla así día a día y hora a hora».
[–>No deberíamos vivirla con esa proximidad, con esa urgencia, con esa crispación, con eso que llamamos polarización, que se aprecia, sobre todo, en las luchas entre los propios políticos y, no tanto, en las vidas cotidianas de los ciudadanos. Es como si la vida se desarrollara en dos planos muy distintos y muy distantes entre sí: en un lado, los ciudadanos y, en otro, los políticos profesionales. «Esa bronca, por fortuna, no se da entre la gente», sostiene Landero, quien, a la vez, nos advierte de que «puede contaminarnos, generar desencuentros, enemistades y sospechas».
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Leí varias veces las palabras del escritor. «En España estamos enfermos de política». Me sorprendieron por su simpleza –propia del literato– y por la carga de profundidad que pueden llevar los mensajes sencillos, mucho mayor que la de los discursos engolados, autosuficientes, carentes de humildad, propios de quienes tratan de imponer su punto de vista y son incapaces de escuchar a quien no piensa igual.
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No pude evitar acordarme de la vicepresidenta María Jesús Montero encendida y manoteando; de Miguel Ángel Rodríguez, o de la propia Isabel Díaz Ayuso, amenazando con el «va p’alante» o el «me gusta la fruta»; del ministro Óscar Puente y sus macarradas de tuitero; de Irene Montero fuera de sí alentando a las masas a luchar contra las hordas fascistas; o de muchos políticos de Vox, afectados por la fe y la fiebre del converso, advirtiendo del peligro comunista. Cualquiera diría que tratan de imitar a los más toscos y virulentos líderes de otros países como Maduro, Milei o Trump, cargados de odio y de ensañamiento verbal.
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No se les cae de la boca la amenaza del populismo cuando ellos mismos parecen imitarlo. Al populismo se llega precisamente por esas actitudes tan poco edificantes, que alejan al ciudadano de la política destructiva y le llevan a buscar soluciones extremas, a creer las falsas promesas de los gurús, de los vendedores de humo.
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No sé si las democracias se están muriendo, como se asegura por doquier, o si están gravemente enfermas. Lo que sí es seguro es que el peligro, además del avance de la ultraderecha y el populismo, viene de ciertas medidas y actitudes que están haciendo un flaco favor a la débil democracia. Denostando y maltratando las instituciones en que se fundamenta, dinamitando la división de poderes, recurriendo a conductas corruptas, desautorizando el trabajo de los jueces y acusándolos de intereses espurios, o proponiendo leyes «ad hoc» con el único fin de mantenerse en el poder, cuando no de beneficiarse personalmente.
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El ciudadano asiste resignado a estos comportamientos. No es de extrañar que incluso huya de las informaciones que los denuncian. No debemos dejar, como dice Landero, que la vida pública «nos contamine, nos genere desencuentros, enemistades y sospechas», o, incluso, nos enferme de política.
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