473 millones
Se dice pronto, un número y una palabra en una hoja de papel de periódico: 473 millones. Este es el número de niños y niñas sometidos a los horrores de la guerra en este momento. Horrores de todos los colores y formas.
¿Podemos imaginar el efecto de las bombas en los niños? No es necesaria una descripción detallada. Lo hemos visto, y solo hace falta ponerse en la piel de esos niños y de sus progenitores. Muchos mueren, otros sobreviven con amputaciones terribles, y sin acceso a atención médica para curar sus heridas en demasiadas ocasiones. Aterrorizados para siempre si no reciben atención psicosocial o especializada a tiempo. Viendo horrorizados cómo familiares, amigos y maestros también caen bajo las bombas y demás maneras de liquidar seres humanos.
Sin necesidad de munición, bebés mueren de frío. Los desplazamientos forzados los condenaron a un espacio en la Tierra en el que su único refugio de invierno era una lona, unas chapas o cartones, o los restos de lo que alguna vez fue su casa, una escuela o un hospital.
Bebés muriendo de frío por guerra en el siglo XXI. Inconcebible.
La desnutrición no se queda corta, practicada en silencio en rincones del mundo que a nadie importan, o a plena luz y con total impunidad para los comandantes del hambre en otros lugares. Madres desnutridas no tienen leche para sus bebés, los hijos que pueden caminar y los adultos salen a buscar mendrugos en largas colas, el acceso de la ayuda humanitaria es denegada o solo permitido a cuentagotas y de vez en cuando.
Niños muriendo de hambre en el siglo XXI. O sobreviviendo con sus oportunidades de desarrollo seriamente limitadas. Los supervivientes de desnutrición crecen con carencias, a veces graves para ellos y para sus países, porque una población desnutrida será una población sometida a déficits de desarrollo durante décadas.
Siempre hay que celebrar el silencio de las bombas y empeñarse en que sea permanente y global para todos los niños
Es la ley del más fuerte, que impera desde tiempos primitivos, solo que hoy el más fuerte es el que tiene poder –generalmente económico o financiero– sobre otros poderosos.
Este país de 473 millones de niñas y niños, que representa una dimensión poblacional diez veces mayor que toda Oceanía, se multiplica al traspasar fronteras. ¿Qué hacemos cuando las bombas fulminan nuestra casa, edificios, escuelas, hospitales, vecindario o país? Huir, como hemos hecho a lo largo de toda la historia. Cuestión de supervivencia. Queremos mantener a salvo a nuestros hijos, así que huimos a donde haya refugio, agua y comida.
Primero solemos huir dentro de nuestro propio país, a campos de desplazados o cualquier esquina donde haya unos mínimos de seguridad y supervivencia. Cuando esos campos y esquinas también son bombardeados, volvemos a huir en busca de un lugar seguro para nuestra familia. A veces no se puede huir más, porque el jefe de la guerra cierra las fronteras y también gobierna la entrada de ayuda humanitaria. ¿Qué le espera a la población que no puede huir más allá y que no tiene acceso a suficiente ayuda humanitaria? Hambre, falta de agua y condiciones sanitarias salubres, miedo, frío, calor extremo, mayor exposición a violencia y abusos varios y, por supuesto, interrupción de la educación.
La huida a otros países tampoco es fácil. El camino está lleno de peligros mortales y estafadores y traficantes de todo pelo. Miles de niños mueren en el intento –en pateras, atravesando desiertos y junglas imposibles o a manos de quién sabe qué desalmados y en qué condiciones. Otros son recluidos y tratados como delincuentes en los países de destino, sin opciones de futuro, y los más afortunados son oficialmente reconocidos como refugiados, recibirán apoyo para su integración y establecimiento en el país.
Así que siempre hay que celebrar el silencio de las bombas y empeñarse en que sea permanente y global para todos los niños. A fecha de hoy, mueren o tratan de sobrevivir en esta época de la historia de la humanidad con el mayor número de conflictos armados desde la Segunda Guerra Mundial: una hemorragia de más de 50.
La historia grita con fuerza que matar niños y familias enteras no sirve, como tampoco parecen muy eficientes las políticas migratorias. Siempre está complicado cambiar políticas y que todo el mundo esté contento, pero lo que está claro es que la violencia no funciona. Valga el imperio romano como ejemplo: ¿de qué sirvió su lucha contra el cristianismo? Ahí está Roma, con la mayor concentración de iglesias católicas en el mundo.
¿Cómo terminar con las guerras? Es cuestión de querer hacerlo, solo hace falta voluntad política –solo.
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