¿Cómo leen los algoritmos nuestra mente?

Tomo el autobús y me encuentro que mi asiento estaba ya reservado. ¡Bien! Me bajo en la cuarta parada y entro a un gran hipermercado. Justo a la entrada, en una cesta cuidadosamente colocados, están los aguacates y los tomates que compro cada semana, los zumos que más me gustan y mi pasta de dientes habitual, que se estaba gastando.
Cuando me dirijo a caja, en la cinta aparecen, sin pedirlas, unas cuantas bolsas de aperitivos. ¿Por qué no? Es viernes y es probable que luego vengan amigos a casa a cenar y puede ser divertido. Así vemos juntos el próximo capítulo de mi serie personalizada, generada por un sistema de inteligencia artificial que ha creado justo los personajes e historias que me gustan… ¿Cómo terminará?
Aunque esta escena es, de momento una fantasía, podría hacerse realidad en un futuro próximo gracias a tres elementos que ya existen: un mundo conectado mediante los móviles –que usa más un 75 % de la población mundial–, un registro completo sobre nuestras preferencias, ubicación y actividades que dejamos que las empresas usen y la inteligencia de los algoritmos actuales, que trabajan detrás del escenario, a nuestras espaldas.
El servidor complaciente
Algoritmo es un término de origen árabe que equivale a una “receta”: un conjunto de pasos sencillos que pueden llevarnos a resolver un problema, si se siguen rigurosamente. Un ejemplo sería el “algoritmo” para maquillarse: implica una serie de tareas más o menos mecánicas, con un cierto orden entre ellas. Y el resultado final es que lucimos estupendos para salir o para que nos entrevisten para un trabajo.
Sin embargo, en sus inicios, esta idea de receta matemática o informática era muy rígida. La mujer pionera a la que debemos el primer algoritmo que se hubiera podido ejecutar en un ordenador fue Ada Lovelace, y su papel es clave para entender la historia de los algoritmos. Trabajó en la primera mitad del siglo XIX, cuando no existía realmente ninguna computadora. Y lo hizo asumiendo que un ordenador o computadora sería una “máquina”, algo capaz de ejecutar solamente tareas mecánicas.
Hoy sabemos que los algoritmos van mucho más allá. Además de las tareas mecánicas, se emplean como tomadores de decisiones y herramientas predictivas, como los programas que controlan los robots que montan los automóviles en las factorías o los programas que regulan los semáforos para que el tránsito sea fluido.
Algoritmos en tu vida
En la pequeña experiencia con la que arrancamos el artículo, hay un algoritmo que nos ayuda a encontrar un sitio reservado en un autobús, y también otro que consulta los datos acumulados a partir de las compras realizadas previamente en el súper y ayuda a que no se nos olvide nada. No solo repite nuestros hábitos: al estar basado en la idea de “aprendizaje” tiene en cuenta datos como el tiempo que hace (si es caluroso es probable que nos apetezca un zumo) o qué día de la semana es. Por eso es capaz de predecir qué artículos quiero llevarme a casa justamente yo y justamente hoy.
Para lograrlo necesitan incorporar algo denominado aprendizaje automático: ningún programador humano les dice cuál es la relación entre los datos y el resultado. Hoy la lista de la compra es una y mañana será otra.
Dentro de este tipo están los algoritmos recomendadores. Empezaron precisamente en las páginas web de compras, sobre todo de música y libros, y sugerían nuevas compras a partir de las ya realizadas. Además de eso, como son sitios con muchos usuarios registrados, incorporan información de otros clientes: todos conocemos la frase “otras personas también compraron…”.
De servidores a amos
Mientras, sin haberlo pensado, otro algoritmo ha analizado mis últimas conversaciones y ha visto que mostraba interés por jugar unas partidas en casa con mis amistades, en torno a una mesa, compartiendo esos refrescos. En este caso, el algoritmo ha hecho algo que quizá no esperábamos: me ha servido el “contenido” que cree que voy a comprar, aunque no tenga relación directa con mis hábitos.
Como conoce mis conversaciones además de mis gustos, porque puede examinar mis perfiles en redes, está en condiciones de ponerme a tiro este producto. Y quizá luego otro. Y luego otro. Ya sabemos cómo funciona TikTok o cualquier canal de noticias: nos sirven lo que queremos antes de que sepamos que lo queremos.
Afortunadamente, he conseguido salir de la tienda a tiempo, y me dará tiempo a ver la serie. Ya desde 2010 empezaron a difundirse otro tipo de algoritmos: los que llamamos generativos. Estos permiten crear nuevas realidades a partir de la experiencia de muchísimos usuarios de redes y otras fuentes de información.
Es muy conocido que libros, películas y hasta bulos y mentiras se pueden crear de esta manera.
En estas cuatro posibilidades hemos visto tipos distintos de algoritmos. Pero ahora es cuando deberíamos contestar a la pregunta: ¿para qué sirven?
Está claro que al final del día he tenido satisfacciones: he llegado más rápido a mi destino y el autobús sabía el sitio que necesitaba. El supermercado me ha atendido al momento y he visto mi serie. Pero ¿cuál es el precio?
Renunciar a decidir
Algunos estudios han realizado experimentos que demuestran que una de las funciones de los algoritmos es decidir por nosotros. Decidir nos estresa, por eso, muchas veces preferimos delegar esa tarea. Esto tiene su peligro porque las herramientas que parecen gratuitas tienen en realidad la finalidad de hacer ganar dinero a las empresas que están detrás. Así que son una manera de publicidad sin anuncios, y el algoritmo sirve justo para eso, para que compremos más.
Además, hay otra zona de oscuridad: si obtenemos satisfacción con poco esfuerzo, seguro que caemos en bucle. Cuando más nos dan, más queremos. Pero esto ya no es tan utópico, porque causa adicción. Un famoso experimento con ratas comprobó la fuerza que puede tener un estímulo placentero.
Por tanto, cuando queramos saber para qué sirven los algoritmos, preguntémonos también: ¿cuáles me sirven a mí y cuáles a otros? Tal vez convenga pensar quién es la rata del experimento antes de deslizar el dedo.
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