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Italia: La ruta de los volcanes por el sur de Italia: el Vesubio, el Stromboli y el Etna | Lonely | El Viajero

Italia: La ruta de los volcanes por el sur de Italia: el Vesubio, el Stromboli y el Etna | Lonely | El Viajero
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  • Publishedabril 17, 2025



Los volcanes son la seña de identidad de la costa más bella de Italia: en el sur, al borde del mar Tirreno, están las tres grandes montañas de fuego del país que continúan activas: el Vesubio, el Stromboli y el Etna. En el remoto sur también está Vulcano, en el archipiélago de las islas Eolias. Hay quienes prefieren moverse en libertad por las retorcidas carreteras italianas en coche o en una Vespa, al más puro estilo italiano (hay empresas que las alquilan in situ), pero la mayor parte de los viajeros prefieren ver esta costa desde el mar. Hay cruceros que la recorren en barcos pequeños, como los de CroisiEurope, casi familiares, de menos de 140 pasajeros, que partiendo de Nápoles navegan hasta las Eolias, y van parando cerca de volcanes en islas como Stromboli, Lípari o Vulcano, para después cruzar el estrecho de Mesina y acercarse al Etna, en Sicilia. De vuelta hacia el norte se contempla desde el mar la costa Amalfitana desde su mejor perspectiva, con parada en Capri antes de sumergirse en el maravilloso caos de Nápoles.

El denominador común del viaje es la lava, como la que desprende el Vesubio, junto a Nápoles; o como la de Stromboli, que ilumina el archipiélago volcánico de las Eolias (declarado patrimonio mundial por la Unesco), un volcán activo cuyo resplandor permanente se puede contemplar a muy corta distancia navegando en la oscuridad. Y también desde el mar se pueden contemplar las constantes fumarolas del Etna.

A la sombra del Vesubio

La ruta de los volcanes arranca en Nápoles, a la sombra de un volcán majestuoso como es el Vesubio. La capital italiana del sur está al borde de una bahía inolvidable que abraza el caos permanente de sus calles y un montón de maravillas artísticas, sobre todo en la popular zona Quartieri Spagnoli, en la que sigue ondeando la ropa tendida entre las casas. Es imprescindible callejear si se quiere descubrir sus palacios de aire decadente, sus museos repletos de tesoros, las avenidas espléndidas o un teatro absolutamente barroco como el San Carlo. En lo alto, vigila el Castell Dell’Ovo (Castillo del Huevo), y bajo tierra se esconden sus misteriosas catacumbas y pasadizos subterráneos. Al fondo, vigilándolo todo, el majestuoso Vesubio.

La ciudad de Nápoles con el Vesubio al fondo.

Enfrente del San Carlo, el teatro de ópera continuamente activo más antiguo del mundo, inaugurado en noviembre de 1737 —décadas antes que La Scala de Milán y el teatro La Fenice de Venecia—, está la imprescindible Galleria Umberto I. Y entre los museos napolitanos es de visita obligada el espectacular Museo Arqueológico Nacional, uno de los más importantes del mundo —y, como el teatro, creación de los Borbones— que custodia en su interior parte de los mosaicos, frescos y estatuas de las cercanas ciudades de Herculano y Pompeya, destruidas por el Vesubio en el año 79. Y hay más imprescindibles napolitanos, como la Biblioteca Nazionale Vittorio Emanuele III, en la gigantesca plaza del Plebiscito, o el paseo Spaccanapoli, en el corazón del casco histórico, jalonado por algunos de los mejores monumentos e iglesias de la ciudad que lo convirtieron en patrimonio mundial de la Unesco en 1995.

Entre tantas obras de arte y edificios decadentes, siempre hay que dejar tiempo para descubrir las famosas trattorias y osterias y probar los platos más típicamente napolitanos en su versión más auténtica: la pizza margherita, creada en honor de la reina de Italia, Margarita de Saboya, o los spaghetti alla puttanesca (que se preparaban rápidamente en los burdeles, entre un cliente y otro). Aquí, hasta el vino tiene sabor a volcán: es el famoso y rarísimo Lacryma Christi, que utiliza una variedad de uva de origen volcánico que solamente se encuentra en las laderas del Vesubio.

Si hay tiempo, merece la pena ir más allá del centro histórico y acercarse a lugares como Capodimonte o al barrio de Rione Sanità. A menudo considerado demasiado peligroso para los turistas (y a veces para los residentes) debido a la Camorra, Rione Sanità se ha reinventado en los últimos años gracias a las iniciativas de la organización La Paranza, un grupo de jóvenes decididos a desarrollar su querido barrio.

Dos personas observan una obra de José de Ribera en el Museo y Palacio Real de Capodimonte, en Nápoles.

Con sus espectaculares hipogeos helenísticos y algunas de las criptas más antiguas e impresionantes del sur de Italia, Rione Sanità y Capodimonte tienen un gran peso histórico y esconden una vasta colección de arte medieval y renacentista en el Museo y Palacio Real de Capodimonte, creado en 1738 por orden de Carlos de Borbón (Carlos III), que alberga obras maestras de Tiziano, Botticelli, Rafael, Brueghel el Viejo, Andrea del Sarto, Ribera, Goya, Vasari o la extraordinaria Flagelación de Cristo de Caravaggio.

El Orto Botanico, en Via Foria, o el Real Bosco son el contrapunto ideal a las calles de piedra y el ruido del tráfico. Y también hay que pasear por Rione Sanità, salpicada de palacios del siglo XVIII y murales vanguardistas, además de visitar la basilica di Santa Maria della Sanità y asomarse a sus criptas. Los impresionantes palazzi de Via Vergine, el palazzo dello Spagnuolo y el Sanfelice son ejemplos del estilo barroco napolitano, con llamativas escaleras en forma de X en los cortili (patios). Son de propiedad privada, pero se puede pasar por los enormes portales de madera y contemplar las escaleras.

Descubrir la historia entre ruinas

El Vesubio preside esta parte de la costa italiana y es el inicio lógico de la ruta de los volcanes. Hay pocos desastres naturales tan conocidos en la historia como la erupción de este volcán en agosto del año 79. Durante 24 horas, la lluvia de cenizas cubrió edificios, letales corrientes piroclásticas acabaron con la ciudad de Pompeya y aludes de barro sepultaron el cercano pueblo costero de Herculano.

Pompeya fue descubierta en 1594, pero Herculano no salió a la luz hasta 1709. Poco después comenzaron las excavaciones en los dos yacimientos, que revelaron casas, palacios, baños, templos y comercios decorados con frescos y mosaicos, que hoy se conservan en su mayor parte en el museo arqueológico de Nápoles. In situ, tanto Pompeya como Herculano (que sufrió menos al ser sepultada por barro), son como un laboratorio de la historia que permite conocer cómo era la vida cotidiana de una típica ciudad romana de provincias. Pompeya permanece detenida en el tiempo, con sus frescos, e incluso sus grafitis: carteles electorales, anuncios de contactos o quejas por un mal servicio en la posada de turno. Las dos visitas hay que tomárselas con calma para disfrutar de su foro, su anfiteatro, sus termas o sus villas, como la famosa Villa dei Misteri (Villa de los Misterios), espectacular, con 90 habitaciones y situada junto al mar.

Visitantes en el anfiteatro de las ruinas de Pompeya.

Si hay tiempo, tras visitar las ruinas se puede regresar a Nápoles, pero merece la pena disfrutar de otras fabulosas experiencias en la zona. La Cantina del Vesubio, un viñedo de larga tradición en las laderas del volcán, es conocida por su Lacryma Christi (Lágrimas de Cristo), un antiguo vino que solo se produce en las inmediaciones del volcán y que, por lo visto, se parece al de los antiguos romanos. Otra opción es visitar Castellammare di Stabia, almorzar en alguno de sus chalés junto al mar, y luego subir al monte Faito en teleférico para disfrutar de las vistas.

Otra excursión volcánica: Campi Flegrei

Para los interesados en los fenómenos volcánicos, la zona está llena de curiosidades que merecen una excursión. Al oeste de Posillipo, en Nápoles, se encuentran los Campi Flegrei (Campos Flégreos), una zona en una ladera que alberga impresionantes lagos, ruinas griegas y un volcán submarino activo, uno de los más peligrosos del mundo. Aquí está también Cumas, el primer asentamiento griego en la península itálica.

Los Campi Flegrei fueron también una parada del Grand Tour; Goethe llegó a decir que era “la región más maravillosa del mundo bajo el cielo más puro y el terreno más traicionero”. La ciudad principal es Pozzuoli, con un anfiteatro Flavio del siglo I.

Especialmente interesante es el Parco Sommerso di Baia, con sus ruinas romanas sumergidas: en 1538, una catástrofe volcánica hundió las costas de Baia, Pozzuoli y Lucrino, engullendo enteras las ruinas romanas que contenía y dando lugar a un mágico mundo submarino, un parque arqueológico sumergido a solo 10 metros de profundidad. El centro de submarinismo de Lucrino organiza excursiones en barco e inmersiones de buceo para contemplar las ruinas en un resplandor turquesa repleto de peces.

El cráter volcánico Solfatara, a las afueras de Pozzuoli, en 2009. No puede visitarse desde 2017 tras la muerte de tres turistas, pero se puede pasar en coche cerca de él.

Otra parada volcánica curiosa es Solfatara. Es un volcán a las afueras de Pozzuoli que lleva inactivo desde 1198, aunque su cráter aún emite chorros de vapor sulfuroso. Los romanos lo llamaron Forum Vulcani (hogar de Vulcano). Según se cuenta, también fue aquí donde, en el 305, San Genaro fue decapitado por su fe; alguien recogió su sangre y así nació el mártir más popular de Nápoles. El volcán no se puede visitar desde 2017, tras la trágica caída de tres turistas al cráter, pero se puede pasar en automóvil cerca de él y ver el humo.

Una parada en la voluptuosa Capri

Antes de seguir contemplando volcanes merece la pena relajarse en Capri, a menos de una hora en barco de Nápoles. Su belleza envuelta en buganvillas ha atraído a celebridades y artistas desde época romana. En las callejuelas laterales de su plaza principal, como Via Le Botteghe, hay eclécticas boutiques, restaurantes y algún vendedor de frutas y verduras. Una bocanada de aire dulce flota en el ambiente e invita a ir a Via Vittorio Emanuele, donde una larga cola conduce a la famosa Gelateria Buonocore. En temporada alta hay que esquivar hordas de turistas y carritos de equipaje que circulan por las estrechas callejuelas, pero a pesar de esto, sigue siendo uno de los lugares más fabulosos de la Tierra.

Los edificios más famosos de la ciudad son sus dos villas históricas en lo alto de las colinas: Villa Jovis y Villa Lysis. La primera es una inmensa villa romana que el emperador Tiberio ordenó construir en el año 25. Pueden visitar las extensas ruinas, sus jardines y el cercano Salto di Tiberio, donde, según la leyenda, los sirvientes insubordinados y los huéspedes indeseables eran lanzados al mar cuando molestaban al emperador.

Pero el espectáculo natural más emblemático de Capri son los Faraglioni: tres peñascos frente a la costa de la isla: el Saetta, de 109 metros de alto; el Stella, cuya cavidad central mide 60 metros; y el Scopolo, que alberga el lagarto azul, autóctono de la isla. Veremos inevitablemente a mucha gente tomando fotos, a bañistas divirtiéndose y a enamorados que navegan por la cavidad del Stella para que la suerte les sonría.

Vista de la isla de Capri desde los Jardines de Augusto.

Son pocos los que se animan a subir a Anacapri, en la zona más elevada de la isla, y comprobar por qué este lugar cautivó a emperadores romanos, magnates, escritores y poetas. Uno de los más destacados fue el médico y escritor sueco Axel Munthe, que creó la Villa San Michele (sobre la que escribió su obra principal), que conserva una fantástica colección de estatuas y reliquias de la época romana. Además, Munthe creó un maravilloso jardín con muchas de las más de 850 especies botánicas que hay en la isla.

El centro de Anacapri no tiene nada que ver con Capri: paseando por sus calles se descubren calles tranquilas con restaurantes, iglesias y preciosas plazas, y no hordas de turistas ni precios disparatados.

Navegando frente a la costa más bella de Europa

Frente a Capri, el mar azul acaricia interminables extensiones de playa y casas de color pastel tapizadas de buganvillas que se aferran a los acantilados. Es la costa Amalfitana, para muchos la más bella de Europa. Cada vez que se levanta la vista aparece otra colorida cupola de azule­jos, y cada vez que se mira ha­cia abajo surgen más escaleras de piedra. Este tramo litoral, que abarca desde Positano has­ta Vietri sul Mare y abraza el golfo de Salerno, ya era apreciado por los antiguos romanos, que lo con­virtieron en su lugar preferido de ocio, y desde entonces muchos artistas se han inspirado en él. En temporada alta hay que hacer frente a hordas de turistas para ver los lugares más destacados, el termómetro se dispa­ra y los precios aún más. Y, sin embargo, nadie se resiste a acercarse a los lugares más famosos, Posi­tano, Ravello y Amalfi, detenerse en los pinto­rescos pueblos pesque­ros o ir hacia el oeste para explorar la penín­sula de Sorrento, y la ciudad del mismo nombre, con su maravi­lloso casco antiguo y sus hoteles históricos. Pero lo mejor es dejarse sorprender por los pequeños pueblos de la penín­sula, sus ruinas romanas y su agreste be­lleza natural, hogar de las legendarias si­renas de Ulises.

La villa de Positano, en la costa Amalfitana, Italia.

La costa Amalfitana es, desde 1997, patrimonio mundial de la Unesco. Una sinuosa carretera recorre toda la línea de costa. Es la Nastro Azzurro (la Cinta Azul), que los locales llaman el Sentiero degli Dei (Camino de los Dioses). Apenas ofrece miradores abiertos a espléndidas vistas y los pocos que hay siempre están lleno de coches y turistas más madrugadores. Así que habrá que tomárselo con calma y, si se puede, contemplar también la costa desde el mar, sin dejar de deambular por las estrechas y empinadas callejas de cada pueblo y sentarse a disfrutar de las vistas en alguna pequeña terraza mientras se toma un capuchino, una birra o un limoncello.

Salerno, la mayor población de la Costa, a escasos 30 kilómetros de las ruinas de Pompeya, fue retiro de intelectuales y artistas, con un delicioso paseo marítimo, un castillo medieval con vistas sobre la ciudad y su bahía y un parque con atractivos senderos naturales entre la vegetación mediterránea. Está a medio camino entre un pueblo y una ciudad y entre sus edificios medievales se descubren trattorias y cafés auténticamente italianos, aunque llenos de turistas. Este es un buen sitio para contratar uno de los barcos que zarpan a distintos enclaves de la costa Amalfitana o permiten contemplarla desde el mar.

Refugio de artistas: Ravello

Pero para aislarse de los visitantes, lo mejor es acercarse, bordeando el litoral, al encantador pueblo de pescadores de Cetara, cuyo nombre en latín viene de almadraba, un lugar perfecto para probar el atún que se pesca en esta costa, elaborado en preparaciones diversas, acompañado por la colatura di alici, una salsa de anchoa en salazón, que es la especialidad gastronómica de Cetara. Llegan gourmets de todas partes para saborear platos de pasta aderezados con este condimento. También podremos disfrutar de una generosa ración de spaghetti con colatura di alici en La Cianciola, en la piazza Cantone, ideal para asistir a los conciertos de verano que Cetara organiza junto al mar.

Estatua en la localidad de Ravello, residencia temporal de artistas como Virginia Woolf o Rafael Alberti.

La cercana Ravello, en la cima de unos acantilados, tiene un espectacular centro medieval y es perfecta para una escapada romántica. Su principal atractivo son dos villas, impresionantes por su arquitectura, que abarca desde el esplendor gótico hasta la ostentación del siglo XIX, por sus vistas de ensueño y los magníficos jardines con miradores. Por aquí pasaron, y se quedaron un tiempo, Virginia Woolf, Paul Valéry, Graham Greene, Joan Miró, André Gide, Tennessee Williams, Rafael Alberti y Gore Vidal. Y por supuesto, compositores como Richard Wagner, uno de sus incondicionales, que aquí ambientó su ópera Parsifal.

El Stromboli, el faro del Tirreno

La costa Amalfitana es realmente un paréntesis en una ruta marcada por los volcanes: un triángulo formado por los más activos de Europa: el Vesubio por el norte, el Etna en el sur, en Sicilia, y casi enfrente, el Stromboli, tal vez el más bello de contemplar en el corazón de las islas Eolias. Allí estaban, según la mitología griega, la morada del dios de los vientos Eolo (de ahí el nombre del archipiélago) y la fragua de Vulcano.

Como un faro, el Stromboli aparece de forma casi amenazadora y humeante, en medio del mar, sobre todo al atardecer o por la noche, cuando en su cumbre —en realidad, sus tres cumbres— se asoma el brillo rojo de lava: cada 20 minutos produce una explosión y la lava discurre por la conocida como Sciara del Fuoco hasta el mar. Es un espectáculo único ver desde un barco uno de los volcanes más activos del mundo (la última alarma fue en julio de 2024), pero por lo general sus llamaradas solo producen cenizas que cubren las mesas de las terrazas mientras los pocos turistas que se acercan continúan bebiendo. Muy cerca, está la pequeña isla de Strombolicchio, que inspiró a Julio Verne para su Viaje al centro de la tierra. Strombolicchio es parte de la chimenea de un volcán, destrozada por el embate de las olas y del viento, un farallón vertical rematado por un pequeño faro blanco, ya sin farero, al que se accede subiendo 200 escalones.

El volcán de Stromboli, uno de los más activos del mundo, visto desde un helicóptero.

También en las Eolias está nada menos que la isla del dios Vulcano, dominada por el gran cráter de la Fossa, el amenazador volcán humeante que se alza frente a las costas de Lípari, la isla del archipiélago más cercana a Sicilia, que suscita tanta fascinación como temor. Aquí hay playas de arena negra, aguas de color turquesa, un plácido pueblo, Gelso y unas laderas del cráter que animan a ascenderlo. Y todo ello en medio de una naturaleza impresionante y antiguas leyendas sobre dioses milenarios. Todo de lo más fotogénico.

El Etna, punto y aparte… y final

El tercero de los grandes volcanes de esta ruta es el del monte Etna, imprescindible, aunque haya que cruzar el estrecho de Messina para llegar a Sicilia. Es el mayor volcán activo de Europa, incluido en la lista de la Unesco desde 2013 y se alza entre desiertos de rocas volcánicas y bosques como un símbolo de Sicilia. Aparte de su majestuosidad, merece la pena por el paisaje que lo rodea, desde la costa jónica hasta la campiña, con huertos de cítricos y viñedos, pasando por densos bosques de castaños y robles hasta la naturaleza árida cerca de la cumbre. Lo más llamativo son sus cráteres, cuevas y flujos de lava, que con la depresión del valle del Bove lo convierten en un importante paisaje cultural. La Reserva Natural del Parque del Etna y el volcán se pueden explorar a lo largo de numerosos senderos.

Al fondo, el monte Etna visto desde Taormina.

Una vista muy especial del volcán es desde Taormina. Su símbolo es Isola Bella, un pintoresco islote, reserva natural y arqueológica, con una villa rodeada por diminutas calas bañadas por el vaivén de las olas. Lo suyo es tomarse un helado de pistacho, la especialidad local, en su plaza principal, con el monte Etna en la distancia. Pero la joya absoluta de la ciudad es el teatro griego de Taormina, edificado sobre una ladera que mira a poniente. En verano un festival de teatro permite disfrutar del mejor telón de Italia: la cumbre del Etna, nevada incluso en verano y siempre humeante.



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