El espectáculo del poder
Un fiscal general del Estado se sienta estos días en el banquillo de los acusados. Ni la dramatización de la pareja de Ayuso lamentándose de su linchamiento público, ni las comparecencias altisonantes de periodistas, ni los testimonios pintorescos de jefes de gabinete reconvertidos en cronistas del poder y en maestros de la intoxicación deberían distraernos de lo esencial. Sin embargo, en esta España del espectáculo permanente el hecho gravísimo se diluye en el ruido de las tertulias y un guion que parece escrito por el peor dramaturgo costumbrista.
[–>[–>[–>El escenario político se ha convertido en una tragicomedia de enredos donde todos representan su papel con desparpajo y un olvido preocupante de la trama principal. Incluso por parte de los espectadores que eligen naufragar en el relato partidista antes de sopesar el momento trascendente. La naturalidad con que hemos llegado a asumir que el poder y el espectáculo son lo mismo nos permite ver en la corrupción algo entretenido mientras se represente con pasión arbitraria y sesgada. Un alto servidor de la Ley se halla procesado por supuestamente desviarse de ella. En cualquier democracia madura se hubiera detenido el reloj; en la nuestra, en cambio, el asunto únicamente sirve de fondo para la función diaria. Sospecho que no son mayoría los que se preguntan qué significa para el Estado de derecho que su máximo representante judicial esté encausado.
[–> [–>[–>La vida pública ha sido sustituida por una sucesión de episodios esperpénticos. Y lo más grave no es siquiera la trama, sino la indiferencia con la que aplaudimos o silbamos. Valle-Inclán ya advirtió que España solo se comprende en los espejos cóncavos del Callejón del Gato. Esos espejos son hoy las pantallas de los móviles en las que, de acuerdo a sus preferencias, los ciudadanos dictan sentencia con sus «like» en señal de aprobación. Poco más.
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