El boato
Decía el pintor Henri Matisse que «la creatividad requiere valentía». Eso intento aplicármelo cuando escribo poesía. De las cosas que más me ha costado escribir –por eso de armarme de valentía– es un poema que en su día titulé «Una silla de formica». En mi texto describo a cuatro mujeres sentadas delante de un televisor hace 50 años. Dos mujeres mayores, una de mediana edad y una niña. Contemplan un entierro desde una cocina en un pueblo del Norte. Nadie dice nada. Solo una de las mayores, en un momento dado, murmura: «Unos con tanto boato, y otros, solo con una pala de cal». Entonces sus ojos se vuelven manantiales y varias lágrimas comienzan a rodar hacia un pañuelo.
[–>[–>[–>Esa escena, que en ese texto describo así, fue real. Me acuerdo todavía. Recuerdo bien cuando murió Franco. Tal vez fuese por los tres días de vacaciones que nos dieron en el cole. Y recuerdo estar viendo su funeral en la tele, una de cuernos que teníamos y que a veces trasladábamos a la cocina, una cocina espartana, de aquellas tantas veces replicadas en los pisos de principios de los 70: azulejos blancos, fogones alimentados con una bombona de butano, mesa y sillas de formica y la chapa de la cocina de carbón. Recuerdo nuestra disposición en la estancia. Aún puedo ver a mi abuela, con su mandil que tan bien olía y sobre el que a veces yo me tendía: aquella tela era capaz de mantener esencias de sopa de ajo, de castañas asadas y de rosquillas de anís. A mi madre la recuerdo menos. Como aún está, he perdido un poco la imagen de cómo era entonces. Pero en aquella escena, en aquella precisa, la imagen que más se me ha fijado es la de mi tía-abuela Mercedes, a la que llamábamos Yaya. Fue Mercedes la que masculló eso, lo del boato. Cierro los ojos y aún la puedo ver allí sentada frente al aparato, con la espalda recta en la silla, pero con un rostro serio y abatido.
[–> [–>[–>Tuve suerte. Hay gente que nunca ha tenido abuela. Yo tuve tres. Mi abuela paterna, Pepa, la de la casería, la campesina, la de Granda-Colloto. Y tuve a Adela, mi abuela materna y a Mercedes, la hermana de Adela. Mercedes no tenía más familia que nosotros. Por aquel entonces yo desconocía aún sus circunstancias vitales. Sabía que era viuda –una viuda de guerra– como se decía; y que no tenía hijos, porque se le habían muerto de muy pequeños, la última, la que más sobrevivió, en Francia, de tifus. En su piso se podía ver a Mercedes en una foto, sosteniendo a una niña pequeña con lacitos. Había sido su hija «Bibi». Por detrás figuraba su nombre verdadero: Libertad García Mortera. Eso ponía la foto. También tenía un retrato en la que posaba con el que había sido su marido. Era una instantánea de «otros tiempos», como ellas aseguraban. En esos otros tiempos mis chicas eran todavía jóvenes y los ojos les brillaban.
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Cuando yo era pequeña, Mercedes vivía en La Felguera, en un piso de alquiler. Después se vino a Noreña. A partir de entonces, a veces me iba a buscar al colegio. Hubo un verano que me estuvo llevando también al hórreo de Herminia, una señora que nos enseñaba en esa particular ubicación las tablas de multiplicar. Debía haber sido una antigua maestra, de las de antes de la famosa guerra. La verdad es que era buena dando clase. Aprendí a operar con un antiguo pizarrín y pronto estuve lista para las monjas. A Mercedes se le notaba que me quería mucho, pero yo no la entendía bien. Siempre estaba triste, apesadumbrada, un poco encorvada en su delgadez y tosía mucho. Alguna vez la llevaban a «Silicosis» y permanecía allí unos días. Mi madre decía que era por haber tragado mucho polvo mientras trabajaba y que éste se le había quedado en los pulmones, pero que, en sus tiempos, había sido una morena muy guapa y elegante. Y sí, sí que era elegante, pero nunca se permitía un ápice de coquetería. Todo lo contrario. Todo en ella era sobrio. Todo como gris. Todo firme.
[–>[–>[–>En aquella mi infancia hubo un gap, un hueco. Yo iba a tener un hermano, pero parece ser murió al nacer. Así que con mis hermanas me llevaba algunos años. Ellas eran más bebés. Necesitan más cuidados maternos y por ello yo permanecía mucho tiempo con mi abuela y con Yaya (con Mercedes). A veces las dos me llevaban de visita a casa de señoras con las que mantenían conversaciones a media voz. Todo era raro. Las historias se contaban a trompicones. Era difícil seguirles el hilo. Supongo que, por ello, desde entonces, me contagié de esa deformación: la de preservar y la de guardar en los relatos, y también la de interiorizar que las cosas importantes nunca se desvelan por completo. Aprendí eso y la lapidaria frase de «a buen entendedor, pocas palabras bastan». Me críe de ese modo, con «cuentos» de adultos que giraban en torno a un gran enigma. Tardé mucho tiempo en interpretar lo del boato y lo de la pala de cal. Como también tardé en interpretar lo de las «viudas de guerra»; interpretar lo del estraperlo, lo de los consumeros, lo de ir a Oviedo cada 1 de noviembre para dejar unas flores en un prau, en fosa; interpretar lo que Güelita y Yaya hablaban en sus conversaciones con las amigas, algo de había pasado en Carbayín, algo que había pasado San Miguel, algo de todos los que habían muerto de la CNT, algo de un tal Carrocera, algo sobre evacuar, algo de unos barcos, algo de Cataluña, algo de Francia, algo de la cárcel de Güelito, algo de ser un topo del otro y también algo sobre porque las conversación bruscamente se giradas tras la consigna de «hay ropa tendida» y sobre todo, interpretar porque muchas veces mi madre le decía a mi abuela «¡Calla, Madre, calla! Eso que cuentas no le interesa a nadie». Pero jolín, sí que interesaba, por lo menos a mí ya de cría me interesaba y es que eran comentarios fuera de común. Recuerdo a mi abuela replicar: «Pasamos mucho. Mucho pasamos. ¿Por qué voy a callar?».
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En cualquier caso, aquel día, aquel 23 de noviembre de 1975 fue Mercedes la que dijo lo del boato. Ese fue un punto de inflexión, tal vez coincidente con mi particular edad para comenzar a comprender. Desde entonces, creo que las conversaciones se hicieron menos sutiles o tal vez quizás era que yo que comenzaba a hacerme con las claves. 50 años han pasado. Justo ayer.
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[–>Hace dos semanas me llegó el último certificado emitido por el Ministerio, de los seis que solicité. Era el de mi abuela Adela. En ella el Gobierno de España expresaba su compromiso de considerarla víctima al haberse tenido que exiliar para salvaguardar su vida. Un poco demasiado tarde. Si no fuera por aquellas mujeres que me dejaron el relato, ¿qué sería ahora de mi memoria?, ¿qué sería de mí si me hubieran cortado parte de mis raíces omitiéndome esa trágica historia?, ¿cómo comprender incluso mis propios procesos psicológicos?, ¿cómo sin todo ese poso? Pero lo extraordinario es que yo, como media España, aún continúo interpretando, asimilando y ensamblando las piezas. Todavía me es difícil ver la imagen completa porque las danzas de ocultación y soterramiento es lo que tienen.
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(A Adela y a Mercedes Mortera, in memoriam).
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