A las personas se las recuerda por las palabras que han dicho
Unos meses después de haber empezado Medicina, decidí abandonar esa carrera para emprender el camino profesional más parecido al literario, el más próximo, el del Periodismo. Pero no llegué a tiempo. No pude conocer a la escritora que había hecho que yo quisiera serlo. Carmen Martín Gaite murió el 23 de julio del año 2000, seis antes de que yo me licenciara. Me quedé sin esa conversación que, con el tiempo, trabajando en la redacción de un periódico, supe que es toda buena entrevista. Le debía esa charla a ella. Nos la debía a las dos.
[–>[–>[–>En el centenario de su nacimiento, que celebraremos en unos días, el 8 de diciembre, he encontrado la ocasión para hacerla posible. Aquí está, pero ficcionada, pues si la palabra es ese «juguete que siempre gusta y nunca se estropea», la literatura es diversión. Esta suerte de diálogo intergeneracional, donde las respuestas de Martín Gaite están sacadas de sus libros, reflexiones, artículos, conferencias, cuadernos, busca demostrar que nuestros muertos están con nosotros, los mantenemos vivos, a nuestro lado, gracias a esa narración interminable que es la vida.
[–> [–>[–>No sé a usted, pero a mí el ruido y la prisa de esta época me perturban mucho, demasiado. Hay días en los que ni siquiera puedo disfrutar de la incomparable sensación de leer para seguir viviendo, una vez la vida cotidiana se ha detenido.
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Actualmente se vive tan deprisa, se vive con una aglomeración de experiencias, entre las cuales no queda nunca esa pequeña pausa para coser una con otra. Entonces yo creo que cuando escribo, por eso también escribo a mano, por eso también huyo mucho de… delegar en aparatos porque el recordarlo yo, el escribirlo yo y el verlo con mi letra, me da la sensación de que esa letra es la única cosa que en mi vida no ha cambiado. Es que yo soy una ‘artifista’ de mi letra.
[–>[–>[–>¿Y qué piensa de la juventud? Porque yo leo a autoras jóvenes, de las generaciones que vienen detrás de la mía, y siento orgullo, pero también algo de envidia, porque se expresan con una libertad que yo no tuve, y mucho menos ustedes.
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Me gusta saber qué piensa la juventud de ahora, no tiene nada que ver con lo que éramos antes, tiene más libertad, las esperanzas que acaricia son distintas, los tabúes con los que se enfrenta han cambiado. Ha desaparecido la sensación de no ser capaces, en la mujer más que en el hombre, de proyectar sus opiniones y decir lo que sienten.
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[–>La necesidad de amparo es una condición humana, y no hay que asociarla con la debilidad. Yo intento ser consciente del gozoso presente, no desperdiciarlo, disfrutar de la sensación de estar viva de milagro. ¿Usted lo consiguió?
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No hay ninguna innovación posible en el campo del pensamiento que no se lleve a cabo desde dentro y enfrentándose a palo seco con la soledad. Este aserto por supuesto es igualmente válido para un escritor que para una escritora, la diferencia puede estar en que muchas veces un hombre, cuando se recoge a pensar y a escribir, está de vuelta del bullicio mundanal y de otras actividades y, en cambio, una escritora puede seguir pensando toda la vida que el mundo ese que bulle fuera se le ofrece como una tentadora propuesta de liberación, precisamente porque ha tenido menos acceso a la vida pública.
[–>[–>[–>Carmen Martín Gaite, en una presentación en Barcelona, a finales de mayo de 1996. / EP
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La aventura de inventar ha sido históricamente distinta para las mujeres, hemos contado con más trabas. Es así, lo fue y de nosotras depende que no lo siga siendo.
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Ya hacía mucho que me venía dando que pensar, casi desde que empecé a padecerlo, el hecho de que la mayoría de las mujeres, tanto las de carne y hueso como las de ficción, modeladoras muchas veces de las de carne y hueso, necesiten con una tan peculiar vehemencia ajustar su comportamiento a patrones refrendados por la opinión vigente, bien sea esta mayoritaria o minoritaria. Crear mundos que no existen y poblarlos de visiones hijas de la propia fantasía, ahí está, en resumidas cuentas, el designio de cualquier empeño literario, y la espoleta de este empeño la dispara el deseo de escapar de la realidad y desobedecer sus leyes rigurosas atreviéndose a sustituirlas por otras de cuño propio. Esta aventura siempre ha tentado tanto a los hombres como a las mujeres, aunque ellas se hayan visto más entorpecidas para llevarlas a cabo.
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En ese sentido, es fundamental nombrar realidades para que puedan existir. Es una de las funciones del arte, de la creación, ¿no cree?
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Ese logos es el único instrumento con que podemos contar: no tenemos otro bisturí, ni lo hay, capaz de penetrar, separar y atravesar – conviene recordar que ‘día’ es «a través»– el bosque enmarañado de realidades por el que andamos desorientados, indagando, olfateando, tratando de avanzar y que se nos ofrece en miles de sugerencias como perenne objeto de diálogo.
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Ahora que menciona la etimología de ‘día’, la del verbo ‘recordar’ es «volver a pasar por el corazón», un significado precioso que descubrí hace bien poco. A mí ese tema, el de la memoria, me trae a maltraer, en lo personal y en lo literario, no crea.
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A las personas se las recuerda por las palabras que han dicho y las historias que han contado, y sobre todo por cómo y a través de qué humor las han contado, mucho más que por su estatura o el color de su pelo, lo cual se comprueba con una nitidez desgarradora siempre que un ser querido muere o deja de querernos, ocasiones ambas en que el único expediente válido para revivir su presencia es acudir a nuestra memoria en busca de las cosas que ese ser nos contaba o nos decía, como si solo su palabra, al resucitar los gestos que la acompañaron, nos refrendara aquel añorado existir y lo hiciera perdurar de alguna manera.
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«Cuando vivimos, las cosas nos pasan; pero cuando contamos, las hacemos pasar»
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Por eso conviene que hagamos memoria, ¿no cree?, que compartamos nuestros recuerdos y escuchemos a otros evocar los suyos.
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Yo digo contar, en lugar de recordar o revivir, como habitualmente se acostumbra, y si lo digo así es porque, de hecho, en nuestras evocaciones solitarias existe un primer esbozo narrativo donde se contiene ya el germen esencial y común a toda invención literaria: la facultad de escoger. No es recordar, sino seleccionar los recuerdos de una determinada manera, lo que convierte al protagonista de cualquier situación, cuya mera repetición fotográfica no le puede contentar, en narrador, o sea sujeto y artífice, de ella. Cuando vivimos, las cosas nos pasan; pero cuando contamos, las hacemos pasar: y es precisamente en ese llevar las riendas el propio sujeto donde radica la esencia de toda narración, su atractivo y también su naturaleza heterogénea de los acontecimientos o emociones a que alude.
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Cada vez que leo, que veo o escucho el discurso que dio al recibir el Premio Príncipe de Asturias de las Letras me emociono. ¿Por qué escribir?, ¿para qué?, ¿con qué propósito?, ¿de qué sirve?, ¿son mis palabras útiles? Son preguntas que me hago prácticamente cada mañana y que ahora vuelvo a plantearme para trasladárselas a usted.
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¿Para qué se escribe? Nos lo preguntan mucho. No creo que ninguna actividad humana se vea tan continuamente obligada a justificarse a sí misma como la del escritor. Se escribe para lanzar al aire nuevas preguntas, para interrumpir los asertos ajenos, para tratar de entender mejor lo que no está tan claro como dicen. Para poner en tela de juicio incluso lo que uno mismo cree saber. Para distanciarse, mirar la realidad como un espectador y convencerse de que nada es lo que parece. Poca cosa, y al mismo tiempo ¡cuánta! Quien tiene pasión por la palabra y está abierto a ella recibe, tanto de los libros que ha leído como de las conversaciones que ha escuchado, un continuo acicate que le puede tentar a escribir, una especie de savia que le entra por todos los poros y lo encarrila hacia una expresión más eficaz y cuidadosa. Un escritor, aunque haya vislumbrado la inconsistencia de su aportación personal e incluso el aumento del caos que puede suponer, escribe a pesar de todo. ¿Por qué? Porque cree que lo que él va a decir no lo ha dicho nadie todavía desde ese punto de vista.
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Martín Gaite, recibiendo el Premio Príncipe de Asturias de las Letras de manos del entonces Príncipe Felipe. / EP
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‘Lo raro es vivir’, que es una de mis novelas favoritas, me ha acompañado en todas mis mudanzas, es un título maravilloso. Pero es que, además, tiene toda la razón: la vida es una rareza extraordinaria.
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Desde que el mundo es mundo, vivir y morir vienen siendo la cara y la cruz de la misma moneda echada al aire, pero si sale cara es todavía más absurdo. Para mí, si quiere que le diga la verdad, lo raro es vivir.
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La maternidad y la paternidad son de las decisiones más difíciles a las que nos enfrentamos en la vida, y de las que más a la ligera se toman. Crean un vínculo indisoluble y al mismo tiempo sensible al abandono y la dejadez, al egoísmo y la irresponsabilidad. Ser madre o padre no te convierte en mejor persona ni te salva de nada, pero la orfandad te quiebra, te parte en dos la espina dorsal que te mantenía erguida, te sientes desamparada, indefensa, sola, da igual la edad que tengas.
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Yo en la muerte de mi padre pensaba algunas veces, lo primero porque era más viejo y estaba enfermo del corazón, y luego porque tenía mucho miedo a morirse, pero la idea de que mi madre se muriera me resultaba casi inconcebible; alguna de aquellas tardes en que iba a ver a mis padres y los miraba a la luz de la lámpara roja sentados allí con el periódico, la baraja y el cesto de la labor, trataba de imaginarme lo que sería oír el tictac y las campanadas del reloj cuando ya no estuvieran ellos en el mundo y notaba como un pinchazo raro en el costado, pero recuerdo que una vez que estaba mirando la esfera del reloj y pensando esto, desvié los ojos hacia la camilla porque noté que ella, que siempre parecía que adivinaba los malos pensamientos y era maestra en disiparlos, me estaba mirando y me sonreía con aquella sonrisa incomparable y sabia: «¿Qué piensas, vidiña?», y yo le sonreía también y le contesté que nada, porque de verdad sentí que no era nada, que era absurdo pensar que ella iba a dejar algún día de estar donde estaba ni de proteger mis pensamientos como un dique que les impidiera desbocarse hacia la negrura.
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La escritora, con su madre. / José Ramón Ladra
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Yo siempre he pensado más en la muerte de mi madre que en la mía propia. De hecho, su ausencia, tan dolorosamente presente, ha marcado buena parte de mi vida. Hace unos meses cumplí 42 años, uno más que los que ella tenía cuando murió. Su hija Marta falleció con 28… Quienes nos quedamos sin padres somos huérfanos, pero en castellano no hay un término que defina a los padres que, como usted, sufren la pérdida de un hijo, carecen de existencia en el lenguaje, la herramienta que sirve para volver corpórea la realidad, aunque siga siendo incomprensible.
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Me he instalado en su cuarto, en su mesa. No puedo hacer otra cosa que estar aquí, donde me pilló la cornada, aguantando a pie quieto, mientras ordeno el caos poquito a poco, qué verano tan largo, qué avanzar tan penoso el de las horas arrastrándose por las habitaciones de esta casa donde nunca volverá a oírse la llavecita en la puerta ni su voz llamándome por el pasillo. Se repartía entre todos, desaparecía, reaparecía, era el centro de todos. Pero el suyo era este, su cuartel general y yo protestaba a veces de tantos recados ajenos que se mezclaban con los míos, de tanta ropa desordenada, de tantos objetos y papeles por el medio, de aquella invasión de vida, protestaba, ya ves tú. Nunca ordenaba nada, nunca tiraba nada, nunca acababa nada. Se confunden en un abrazo convulso sus papeles con los míos, los busco, los huyo, me derriban de bruces, ya no sé lo que busco ni lo que quiero, pero sigue implacable la masa de papeles, llovidos desde el 8 de abril, cartas de pésame, facturas del hospital, liquidaciones de Lumen y Destino… No sé para qué escribo, si odio los papeles, si lo que más querría es prenderle fuego a todos, caos proliferando sobre caos, pretensión de escapar de los escombros de la letra muerta por un puente precario de palabras igualmente abocadas a morir, a clamar en desierto. Es como resistir en el remolino de una tempestad, condenada a velar por mi supervivencia y por la de cientos de papeles que vuelan sin designio en torno mío a impulsos del ventilador, se esconden y transforman, se desvanecen tragados en cajones imaginarios, me impiden las brazadas que tal vez podría dar para avanzar.
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Carmen Martín Gaite y su hija Marta, en Nueva York. / EP
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Retahílas
Carmen Martín Gaite
Siruela
216 páginas
18,90 euros
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El cuarto de atrás
Carmen Martín Gaite
Siruela
256 páginas
14,90 euros
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Nubosidad variable
Carmen Martín Gaite
Anagrama
432 páginas
14,90 euros
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Lo raro es vivir
Carmen Martín Gaite
Anagrama
240 páginas
12,90 euros
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