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la soledad de los ‘baby boomers’ engorda las cuentas públicas de Japón

la soledad de los ‘baby boomers’ engorda las cuentas públicas de Japón
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  • Publisheddiciembre 22, 2025



El Gobierno japonés ha registrado un récord sin precedentes: en 2024, la Agencia Tributaria entró más de 129 mil millones de yenes (unos 700 millones de euros) procedentes de herencias sin herederos, casi cuatro veces más que hace una década.

Detrás de esa cifra no se esconde una anomalía contable, sino el resultado de una repentina transformación demográfica: envejecimiento acelerado, colapso de los matrimonios y una aumento sostenido de muertes por soledad Han generado un nuevo flujo de activos que, al no tener reclamantes, automáticamente terminan en manos del Estado.

El proceso también es lento y costoso ya que cuando una persona muere sin cónyuge ni hijos, un liquidador designado por el tribunal de familia debe liquidar deudas, impuestos y gastos funerarios antes de que los bienes puedan transferirse al tesoro público.

En la práctica, esto convierte casas, terrenos y cuentas bancarias en activos bloqueados durante años debido a procedimientos judiciales.

Al mismo tiempo, el país ya acumula más de nueve millones de hogares abandonados (akiya) que se deterioran sin que nadie asuma su propiedad ni su mantenimiento.

Los ayuntamientos, especialmente en los pueblos y ciudades de tamaño medio, destinan cada vez más recursos a inspeccionar, tapiar o derribar inmuebles, lo que genera una clara paradoja: ingresos extraordinarios para el Estado central y una carga operativa y social cada vez mayor para las administraciones locales.

La paradoja se acentúa al observar quiénes son los protagonistas de esta tendencia. Buena parte de las personas que hoy mueren sin herederos pertenecen a La generación que construyó el Japón moderno.. El baby boomers de la posguerra, protagonistas del milagro económico, llegan ahora al final de sus vidas sin cónyuge, sin hijos o con los lazos familiares rotos.

Décadas de jornadas laborales extremas, renuncias personales y un modelo social que penalizaba los cuidados y la conciliación han llevado a una vejez marcada por el aislamiento. A esto se suma un tabú persistente: hablar de la muerte y planificar el reparto de bienes sigue siendo incómodo en una sociedad que evita el conflicto hasta el último momento.

El resultado es que Millones de personas mayores mueren sin haber escrito testamentoaun sabiendo que sus bienes terminarán inevitablemente en manos del Estado.

El marco legal japonés ofrece pocas alternativas. La legislación sólo permite asignar los bienes a terceros -como cuidadores, amigos o entidades sociales- mediante testamento formal; Sin él, no hay lugar para la donación ni el uso comunitario.

Incluso cuando hay herederos lejanos, los procesos de localización y consenso pueden prolongarse durante años, bloqueando propiedades y abrumando a los tribunales de familia.

Los expertos en derecho sucesorio advierten que el sistema no está preparado para la avalancha que se avecina: con más de 1,6 millones de muertes al año y una población cada vez más envejecida, el número de activos sin dueño crecerá constantemente.

Al mismo tiempo, el auge de estas herencias sin herederos genera un incentivo perverso para la administración central. Cada activo que termina en manos del Estado representa una inyección directa de ingresos extraordinarios en un contexto de estancamiento económico, envejecimiento acelerado y presión creciente sobre el sistema de pensiones y salud.

El aumento de los ingresos –que se cuadriplicaron en apenas una década– no requiere reformas impopulares ni aumentos explícitos de impuestos, lo que reduce la urgencia política de abordar el problema de raíz.

Analistas y expertos señalan un evidente conflicto de intereses: cuanto más se agrava la desintegración familiar, mayor es el flujo de bienes al Estado y menor es el incentivo para promover cambios legales que faciliten la donación, el testamento o la reutilización social de esos bienes.

La raíz del problema es, en gran medida, cultural y política. Durante décadas, el modelo de familia japonés se basó en la presunción de continuidad: matrimonio, descendencia y transmisión de herencia dentro del linaje. Este esquema se ha ido erosionando sin que se haya adaptado el marco legal.

Hablar de testamentos, designar herederos alternativos o planificar el final de la vida sigue siendo un tabú para gran parte de la población mayor, incluso entre quienes saben que morirán solos. A esto se suma un Legislación rígida que dificulta canalizar bienes a cuidadores, ONG o iniciativas sociales si no hay testamento formal.

El resultado es un sistema que penaliza la previsión y premia, de facto, la inacción: quienes no deciden, entregan su legado al Estado.

El mensaje implícito que el Gobierno envía a las generaciones jóvenes es tan silencioso como demoledor. En un país en el que formar una familia es cada vez más difícil, la vivienda es cara en zonas con empleo y la conciliación familiar sigue siendo una quimera, el Estado no ofrece incentivos reales para construir proyectos de vida estables.

La vida cotidiana en Japón

El contrato social que sostuvo al Japón de posguerra –trabajo duro a cambio de seguridad, familia y continuidad– se ha ido resquebrajando sin que nadie se atreva a proponer uno nuevo.

El resultado es una generación que trabaja, contribuye y apoya un sistema que no promete ni estabilidad vital ni retorno simbólico. Los jóvenes perciben que el Estado asume que no tendrán hijos, que vivirán solos y que, finalmente, su patrimonio acabará volviendo automáticamente a la administración si no lo dejan todo amarrado.

No es un mensaje explícito, pero sí profundamente claro: el sistema no espera continuidad, sólo gestiona la desaparición de su propia gente.

Esta lógica tiene profundas consecuencias económicas. Cuando el futuro se percibe como una línea cerrada y no como una continuidad, la inversión a largo plazo ya no es racional. Sin hijos, sin herederos y sin horizonte de transmisión, la acumulación de riqueza pierde significado económico y simbólico, y el consumo se vuelve defensivo y cortoplacista.

La economía entra así un estado de gestión del declive: menos emprendimiento, menos riesgo, menos innovación y una creciente dependencia de ingresos improductivos ligados a la muerte y no a la creación de valor.

En este contexto, la normalización de las herencias sin herederos como fuente estable de ingresos redefine la relación entre el Estado y sus ciudadanos. Un sistema que funciona mejor cuando las personas no se casan, no tienen hijos y mueren solas envía una señal preocupante sobre el futuro que considera plausible y aceptable.

El riesgo no es sólo moral, sino estratégico: ninguna economía puede sostenerse en el largo plazo si su horizonte implícito es la extinción ordenada de las generaciones que deberían garantizar la continuidad.

Japón se ha convertido un fracaso social y demográfico en una fuente estable de ingresos públicos. La incógnita ya no es cuánto seguirá ganando el Estado, sino cuánto tiempo podrá sostenerse un país que cuadra parte de sus cuentas con la muerte en soledad de la generación que construyó el Japón moderno e hizo posible su liderazgo económico en Asia.



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