Cuento de Navidad (1)
A Rigoberto Pardales, que llevaba años, desde que quedó viudo, en la residencia Los Alisos, nunca lo visitaba nadie. Sus tres hijos vivían ocupados en sus quehaceres—o eso decían— y este último junio se olvidaron incluso de una llamada telefónica por el cumpleaños. Por eso, cuando el número que jugaba desde hacía treinta años salió premiado con el Gordo de Navidad, Rigoberto sonrió. No por el dineral, sino por un presentimiento: “Esta tarde se presentan aquí los tres”.
[–>[–>[–>No pasaron ni veinticuatro horas. Los tres hijos aparecieron con sonrisas tensas, una tarta de queso y arándanos del supermercado y abrazos tan torpes que parecían golpes de pecho en la espalda. “Papá, ¡qué alegría verte!”, dijeron casi al unísono, como si lo hubieran ensayado. Le preguntaron cómo estaba, si necesitaba algo, si no preferiría ahora, millonario, un lugar mejor para vivir.
[–> [–>[–>Ramón los escuchaba con una media sonrisa mientras removía cabizbajo los posos del café. Cuando por fin se atrevieron a plantear si repartiría con ellos el dinero del premio, él sacó un sobre de un bolsillo de la chaqueta. “Ya lo pensé”, dijo. En el sobre, solo había una nota: «El mayor premio de esta Navidad es volver a veros. El dinero dará para las obras de reforma de la residencia, donde vive la gente que me cuida de verdad».
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Los tres hijos se quedaron callados y se miraron con una mezcla de vergüenza y de tristeza antigua. El padre los acompañó hasta la puerta y les pagó un taxi que los llevaría a presenciar el encendido de las luces navideñas de la ciudad. Y le dio al taxista una buena propina, a modo de aguinaldo.
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