Joseph Conrad en Villablino
Hace 45 años, creí que se me iban las esperanzas y la vida en un atardecer oscuro casi negro, en un chigrón de Villablino −montaña asturleonesa− donde acudí a la cita con el director del instituto que el Ministerio del ramo me había asignado como primer destino docente. Las esperanzas: adiós a la Universidad, adiós a la pomada cultural. (Aclaro que no existía internet, que la prensa de Madrid llegaba allí tarde y a demanda). La vida: qué hacer en un lugar que solo contaba con dos estaciones –el invierno y la del tren–, con mi depresión endorreactiva a cuestas. ¿Un curso entero, por lo menos, enseñándoles a unos chavales que con razón carecían del más mínimo interés por el asunto las sutiles y apasionantes diferencias entre los complementos directo e indirecto, o el ritmo estrófico de Garcilaso de la Vega: a unos mozos cuyo único afán era bajar a las minas a ganar pasta y a unas mozas ansiosas por largarse de allí pitando hacia la capital?
[–>[–>[–>Ni me imaginaba en aquella taberna que iba a pillarle enseguida el punto a vivir de patrona (cual personaje barojiano), al frío, a los lacianiegos y a lo lacianiego, a un ansioso alumnado, a echar disputadísimas partidas de subastao con un barrenista andaluz como pareja, a formar un grupo de teatro, a terminar de escribir mi primer libro… Pero el abatimiento, el pegajoso desánimo seguían paralizándome no pocas veces las esperanzas y la vida como un mataleón furioso. Hasta que el escritor polaco Joseph Conrad (1857-1024) –de quien apenas tenía noticia por entonces– vino a salvarme del ahogamiento.
[–> [–>[–>Fue un libro suyo: «El espejo del mar», memorias, recuerdos de su vida como marino. Hoy –en plena y ya cansina disputa sobre si leer compensa, si nos hace mejores– juro que aquellas páginas me salvaron la vida: me cambiaron la mirada; me enseñaron ciertas convicciones para vivir; la exactitud y el detalle; el tempo narrativo; la descripción (opina cualquiera: lo difícil es describir, dejó bien sentado Josep Pla). Me enseñaron cómo se relatan la tempestad, la cobardía, el viento y su olor y su sonido. Me aconsejaban: «Los puertos no son buena cosa… se pudren los barcos y los hombres se van al diablo». Me explicaban al milímetro: «Un barco en una dársena, rodeado de muelles y de los muros de los almacenes, tiene el aspecto de un preso meditando sobre la libertad con la tristeza propia de un espíritu libre en reclusión. Cables de cadena y sólidas estachas lo mantienen atado a postes de piedra al borde de una orilla pavimentada, y un amarrador, con una chaqueta con botones de latón, se pasea como un carcelero curtido y rubicundo, lanzando celosas, vigilantes miradas a las amarras que engrillan el barco inmóvil, pasivo y silencioso y firme, como perdido en la honda nostalgia de sus días de libertad y peligro». Me empapaban con imágenes: «El Viento del Este se conduce como un aventurero sutil y cruel sin noción del honor ni del juego limpio. Embozando su recortado y magro rostro tras una fina capa de nubes altas y de aspecto pétreo, yo le he visto, como un decrépito jeque salteador de los mares, detener grandes caravanas de barcos». No se puede escribir mejor.
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«El espejo del mar» llegó a Villablino recién horneado, regalo de mi amigo Juan Benet, con una postal de «Blonde Venus» entre sus páginas: «Ahí te mando eso para calmar tu tormento. Para que lo pegues en el espejo del lavabo y te acuerdes de mí todas las mañanas con la veneración e inquietud que merezco. Ya queda poco». Solo por esa amistad que siempre conlleva, merece la pena leer. Solo por esa misma amistad que indujo a Jorge Ordaz a regalarme su ejemplar de la primera edición americana de «The mirror of the sea» (1906). Por esa amistad que usted, lector, me dispensa en esta Nochebuena, merece la pena leer.
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