Se alquila ciudad
En Europa hemos logrado un prodigio contemporáneo: convertir la vivienda en un activo de rotación y llamarlo «innovación» para no tener que mirar a la cara a quien ya no puede pagar el alquiler. En algunos centros urbanos, el nuevo emblema no es una plaza ni un mercado. Es una aplicación. Y la banda sonora no es la conversación de un barrio vivo, sino el arrastre constante de ruedas sobre adoquín.
[–>[–>[–>España ha multado a Airbnb con 64 millones de euros por anunciar alquileres turísticos sin licencia o con datos irregulares. El número impresiona, sí. Pero el verdadero titular es otro: por fin empezamos a tocar la palabra que separa la economía real del cuento tecnológico. Simetría.
[–> [–>[–>Alojar personas no es vender camisetas. En la hostelería formal, la actividad viene acompañada de licencias, inspecciones, seguridad, accesibilidad, seguros, obligaciones fiscales, estándares de protección al consumidor y reglas laborales. Es tedioso, pero no es un capricho. Un edificio con gente dentro no es un «marketplace»; es un servicio con riesgos y responsabilidades concretos. La corta estancia, cuando es ocasional, cabe en la vida normal de una ciudad. El problema aparece cuando escala, se profesionaliza y aun así pretende competir como si lo fuera.
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Ahí nace la distorsión. No por ideología ni por nostalgia, sino por una razón vulgar y determinante. Quien juega con menos obligaciones puede vender más barato, crecer más deprisa y desplazar al que sí cumple. Eso no es eficiencia. Es externalizar costes.
[–>[–>[–>Y los costes no se evaporan. Se trasladan. Se los traga el residente, que descubre que su barrio ya no es un lugar donde vivir, sino un lugar donde «entrar y salir». Se los traga el trabajador, empujado cada vez más lejos de donde trabaja, con el impuesto silencioso del tiempo y el transporte. Se los traga el comercio de proximidad, que pierde clientela cotidiana. Y se los traga la ciudad cuando el centro se llena de puertas con código y el vecindario pasa de ser norma a ser rareza.
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En demasiados portales del centro, ya no hay timbre; hay teclado. Y eso cambia la calle más que cualquier reforma urbana.
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[–>La trampa es antigua, aunque venga envuelta en interfaz bonita. Se empieza vendiendo como «economía colaborativa», se escala como industria y, cuando el mercado ya está torcido, aparece el chantaje cultural: si regulas, estás contra la innovación. No. Regular es simplemente exigir lo obvio. Mismo negocio, mismas reglas.
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La vivienda se ha convertido en el gran campo de batalla transversal de Occidente. Cuando falla, todo lo demás se crispa. Y aunque el precio se explica por muchas causas (oferta insuficiente, inversión especulativa, tipos, demografía), hay una palanca que sí controlan las ciudades. Es el trasvase de vivienda residencial a alojamiento turístico. No arregla la crisis por sí sola, pero puede dejar de alimentarla.
[–>[–>[–>Esto no es un capricho español. Tiene escala industrial. En la Unión Europea, solo en 2024 se reservaron 854,1 millones de noches en alojamientos de corta duración (viviendas y habitaciones; no hoteles) a través de plataformas como Airbnb, Booking, Expedia o TripAdvisor, un récord histórico. Con ese volumen, la ingenuidad deja de ser una opción. El debate deja de ir de «economía doméstica» y pasa a ser política urbana, vivienda y competencia.
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No es turismo; es urbanismo capturado por interfaz.
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Las ciudades que van por delante han llegado, con estilos distintos, a conclusiones parecidas: límites operativos donde el mercado está tensionado, con registro verificable y sanción efectiva. Londres fija un máximo de 90 noches al año sin permisos urbanísticos. Ámsterdam limita la vivienda completa a 30 noches (salvo autorizaciones específicas). No es una cruzada. Es gestión. Cuando un recurso es finito, no se gestiona con eslóganes. Se gestiona con límites.
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Y si alguien duda de que la tolerancia se está acabando, ahí están los casos duros. París logró una condena de 8,08 millones de euros por anuncios sin número de registro. En Italia, el conflicto fue fiscal y de otra escala. Un juez ordenó la incautación de 779,5 millones en una investigación por presunta falta de retenciones, y después Airbnb alcanzó un acuerdo por 576 millones por el periodo 2017–2021. Distintos países, distintas herramientas. Misma idea. Cuando esto deja de ser anecdótico y se convierte en industria, el «ya lo veremos» se termina.
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Volvamos a España. Además de la multa, el propio relato oficial describe un mercado que se acostumbró a crecer con fricción mínima. El gobierno ya había forzado la retirada de 65.000 anuncios considerados no conformes, y Airbnb sostiene que en 2025 más de 70.000 anuncios han añadido número de registro. Ese dato no tranquiliza; confirma la magnitud. Si decenas de miles han tenido que regularizarse ahora, es porque antes el sistema toleraba una zona gris demasiado grande.
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Conviene mirar el tablero completo, porque aquí hay un parentesco de familia. En 2024, la CNMC multó a Booking.com con 413 millones de euros por abuso de posición dominante. No es el mismo producto, pero sí la misma lógica. Plataformas que empiezan como intermediarias y, cuando concentran suficiente demanda, pasan a actuar como porteros del acceso al mercado. Cuando una plataforma controla la puerta de entrada al cliente, puede imponer condiciones. Y cuando impone condiciones, el mercado se parece demasiado a un peaje.
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Ese peaje es el gran tema de nuestra época: el impuesto privado. No lo vota nadie, pero lo paga el ecosistema. Lo paga el hotel que cumple compitiendo contra una oferta que durante años operó con menos controles. Lo paga el pequeño negocio cuando el barrio pierde residentes y gana tránsito. Lo paga el consumidor cuando la concentración convierte la supuesta eficiencia en dependencia. Y lo paga la ciudad cuando la vivienda se transforma en inventario de rotación.
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Esto no es un alegato contra el turismo. España necesita turismo y lo seguirá necesitando. Pero hay una diferencia abismal entre un modelo que convive con la ciudad y uno que la sustituye. La ciudad no es un decorado que se alquila por noches. Una ciudad es una comunidad con rutina, memoria y vecinos. Cuando expulsas a los vecinos, no solo generas injusticia; erosionas el propio valor que vendes.
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Quien ha visto cómo opera la hostelería regulada sabe que las reglas no son un adorno. Son el precio de abrir la persiana.
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No hace falta convertir esto en una cruzada moral. Basta aplicar un test de simetría: mismo negocio, mismas reglas; registro verificable antes de publicar; y límites allí donde el barrio ya no aguanta otra vuelta de tuerca. Si la «innovación» consiste en competir con menos reglas, no es innovación; es trampa. Lo que se vende como modernidad acaba siendo lo de siempre: privatizar el beneficio y socializar el coste… con un logo bonito.
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