Las cinco edades del cerebro, que cambian cuando cumplimos estos años (y la adolescencia se prolonga)
Ya no sé si avanzamos en el conocimiento del cerebro o si cada día descubrimos que nos queda mucho más por comprender. El cerebro humano pasa por cinco «edades» claramente distintas, según un reciente estudio publicado en la revista «Nature Communications». Los neurocientíficos han comprobado que nuestro cerebro cambia alrededor de los 9, 32, 66 y 83 años.
[–>[–>[–>En la infancia, del nacimiento a los 9 años, el cerebro crece de forma explosiva, multiplicando su número de células y los intentos de establecer conexiones entre ellas.
[–> [–>[–>La adolescencia, desde los 9 hasta los 32 años, se prolonga más de lo que se solía pensar, y es el periodo en el que el cerebro ultima sus rutas neuronales, refuerza las conexiones más útiles y elimina las que sobran, de modo que el funcionamiento se vuelve estable hacia la treintena, aunque algunos autores sitúan el final de esta etapa en torno a los 24 años, cuando termina la maduración del lóbulo frontal.
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Después llega la aburrida edad adulta, entre los 32 y los 66 años, la fase más estable, en la que el mapa de conexiones cambia poco, y se consolida la personalidad, asentándose el sentido común.
[–>[–>[–>El envejecimiento temprano, de los 66 a los 83 años, marca el inicio de una reorganización gradual: no todo es declive, algunas conexiones parecen debilitarse, mientras que otras se reagrupan. Esta es la etapa en la que se notará el control de hipertensión, colesterol y diabetes, porque su descompensación, ay, puede acelerar el deterioro.
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A partir de los 83, la conectividad general cae con mayor claridad; el sistema es más frágil y depende en gran medida del estado de salud global y de las reservas acumuladas a lo largo de la vida, generadas por la actividad mental y la vida social.
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[–>De todas esas posibles etapas, que varían con cada individuo, la que más me ha interesado es la adolescencia, un periodo que cada vez parece más largo. Y eso es bueno.
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Hace 70 años que se estrenó la película «Rebelde sin causa», protagonizada por James Dean, y el comportamiento adolescente no ha cambiado mucho desde entonces. El protagonista es un joven en busca de su identidad, que se enfrenta a sus padres y a la policía mientras busca encajar en su grupo de amigos. Estos adolescentes muestran comportamientos extremos participando en actividades que ponen en peligro sus vidas. El carácter que interpreta James Dean también viaja por una montaña rusa emocional, que va y viene de la incontrolable ira a la tristeza profunda. Esta película podría volverse a filmar hoy en día y seguiría siendo fiel a las verdades, estereotipos y clichés de la conducta adolescente.
[–>[–>[–>Pero si hace medio siglo la neurociencia moderna no podía explicar por qué los jóvenes se comportan de ese modo, ahora tenemos información que justifica el anclaje de esas actitudes en las estructura química y anatómica del cerebro.
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El neurotransmisor que regula la búsqueda de la novedad es la dopamina. No es por casualidad que el cerebro de los adolescentes «nade» en dopamina. Los cambios en los niveles de dopamina en el sistema límbico y el córtex prefrontal hacen que los adolescentes sean más emocionales y más sensibles a las recompensas y al estrés.
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Es la dopamina, echemos la culpa a la química, la que lleva a los adolescentes a tomar riesgos, a sentirse completamente traicionados cuando la recompensa por sus acciones no llega de una manera rápida y justa. Durante esta etapa, este neurotransmisor influye significativamente en las experiencias de amor y atracción, siendo responsable del primer beso y de la intensa pasión del amor romántico. ¿Es necesario recordar que Romeo y Julieta eran dos adolescentes? La dopamina empuja a cuestionar lo que existe, incluyendo la moralidad y la justicia. Y ese es el motor de la rebeldía del adolescente. Un rebelde con causa cuya actitud tiene como base anatómica un lóbulo frontal inmaduro, que responde con demasiada energía a los estímulos de las vías dopaminérgicas. Y esta física y química también justifica la aparición de las adicciones.
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El adolescente quiere cambiar el mundo y que el mundo acepte y reconozca su valor. En una apuesta doble: los jóvenes rebeldes desafían al mundo y a un sistema social que no entienden y en el que ven inaceptables defectos; pero, también, necesitan comprender, sentir y empatizar con los demás. La caza de «likes» se vuelve imperativa y la búsqueda de aprobación y pertenencia a grupos es crucial, manifestándose en fenómenos como los clubs de fans y, desgraciadamente, los gangs.
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La organización del cerebro adolescente conecta aprendizaje con emociones y memoria. Y, por eso, los recuerdos de la adolescencia son los más vívidos y los más perdurables. Como sabemos, muchas de nuestras preferencias musicales se establecieron durante la adolescencia. Esas serán las canciones que se recordarán siempre. En mi caso, Bob Dylan se ha hecho imborrable.
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La plasticidad neuronal adolescente se concentra en los lóbulos frontales, aún en desarrollo. Esta área cerebral es la última en madurar, requiriendo hasta 25 años (o, según el último estudio, 32) para alcanzar su potencial pleno. En un cuento de Joseph Conrad, escrito hace más de cien años, ya se dice: «Los veintidós años son una edad en la que uno es imprudente y se asusta con facilidad, porque la capacidad de reflexión es escasa, y la imaginación, vivaz». Durante 32 años, el lóbulo frontal se expone al entorno y a otros cerebros, y los adolescentes esculpen esas conexiones neuronales con sus acciones. La adolescencia termina cuando el lóbulo frontal ha madurado y la dopamina pierde parte de su protagonismo.
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Y es entonces cuando el mundo es aceptado. El adulto comprende que la vida no es un ensayo, que no todo puede o debe cambiarse. Y muchos sólidos ciudadanos se apean de la Triumph Thunderbird neuronal, que conducía Marlon Brandon en «Salvaje», y se concentran en sacarle partido a la existencia, en ganar más y mejor. Como los jugadores en un casino, los adultos apuestan para ganar, olvidándose de que un día, no tan lejano, aspiraron a entrar en el casino para cambiar las reglas del juego. Se han convertido en los padres y madres de la cultura del presente. Y les chirría en los oídos la canción de Bob Dylan que memorizaron como un himno en la adolescencia: «Madres y padres de todo el país, no critiquéis lo que no alcanzáis a comprender. Vuestros hijos e hijas ya no os van a obedecer, vuestro viejo camino se está quedando atrás. Apartaos y dejad paso a lo nuevo, si es que no vais a ayudar, porque los tiempos están cambiando».
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Al dejar atrás la adolescencia, los años parecerán más cortos y la vida transcurrirá más despacio. Solo los valientes se negarán a seguir escuchando el mensaje que les envían mundo y experiencia: «Confórmate, porque lo que quieres conseguir es imposible».
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Animo al lector a recordar cómo sentía cuando tenía veinte años y la sangre le hervía. ¿Recuerda? ¡Ah, sí, la maravillosa y fastuosa adolescencia! Olvidémonos de los artículos científicos y concentrémonos en recuperar, si alguna vez la hemos perdido, la rebeldía. Sea cual sea nuestra edad, aún podemos mejorar el mundo, aunque eso implique renunciar un poco al sentido común. Saquen la dopamina del tintero y escriban una carta de amor al futuro. Y manden a paseo su lóbulo frontal.
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