el envejecimiento es el precio termodinámico de estar vivos
La única manera de sobrevivir al momento actual es una alianza entre ciencia, humanidades y ciudadanía que nos devuelva la capacidad de formular preguntas profundas, aunque no tengan respuesta en nuestros marcos teóricos actuales, explica la catedrática de Física en Oxford Sonia Contera en la siguiente entrevista, en la que también afirma que la vida empieza cuando un sistema necesita interpretar el mundo para poder vivir.
[–>[–>[–>Sonia Contera, catedrática de Física Biológica en la Universidad de Oxford, acaba de publicar Seis problemas que la ciencia no puede resolver (Arpa Editores, 2025), un ensayo que emerge de tres décadas de investigación en la frontera entre nanotecnología, física biológica e ingeniería de sistemas complejos. Su trayectoria (desde el estudio pionero de la física de moléculas, células y organismos con microscopía de fuerza atómica (AFM), hasta la exploración de cómo los sistemas biológicos procesan información a múltiples escalas) la sitúa en una posición singular para reflexionar sobre qué preguntas puede y no puede responder la ciencia moderna. En esta entrevista explica cómo su investigación científica la ha llevado a plantear que ciertos enigmas fundamentales quizá no tengan respuesta dentro de nuestros marcos teóricos actuales.
[–> [–>[–>¿En qué momento descubriste que aumentar la resolución no iba a responder las preguntas profundas sobre la vida?
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Ver más pequeño no iba a darme las respuestas que realmente buscaba. La microscopía de fuerza atómica permitió observar proteínas, membranas y ADN con detalle increíble, especialmente su dinámica. Pero la paradoja fue: cuanto más claras eran las imágenes, más evidente resultaba que las claves profundas de la vida no estaban solo en las moléculas, sino en los principios físicos que las sostienen.
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En los sistemas vivos, lo analógico —fuerzas, formas, vibraciones— está enredado con lo digital —código genético, redes de proteínas— de modo inseparable. De esa mezcla surge la inteligencia: la capacidad de leer el mundo y mantenerse vivo.
[–>[–>[–>Quizá los problemas más profundos de la biología no se resuelven afinando la resolución, sino cambiando el marco mental. La vida no es una máquina digital. Funciona con toda la física disponible: desde mecánica estadística hasta aspectos de mecánica cuántica.
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Mi libro nace de esa intuición: para comprender la vida —y la mente— necesitamos un marco que reconozca cómo los sistemas vivos integran múltiples niveles, convirtiendo pura física en significado biológico.
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[–>¿Cómo replanteas la mecánica cuántica cuando la estudias desde la nanoescala biológica?
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Lo que he aprendido es desconcertante: la vida no funciona solo con código, sino con formas. Cómo se pliega una proteína, cómo vibra, es tan importante como su secuencia. La vida existe en un puente extraño entre dos mundos: el reino cuántico, donde no hay trayectorias claras; y el clásico, donde hay causa y efecto.
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¿Por qué la vida opera precisamente en esa nanoescala? Quizá porque explota esa discontinuidad cuántica-clásica. La biología lleva miles de millones de años optimizando energía en la escala donde lo cuántico se encuentra con lo clásico. Hoy, con computación cuántica, esa pregunta retorna con fuerza.
[–>[–>[–>Propongo que la mecánica cuántica no es solo una teoría abstracta, sino parte íntima de cómo la vida organiza información. En esa frontera hay algo que la ciencia aún no captura completamente. Y no es un misterio esotérico, sino una invitación científica.
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El futuro no es más digitalización, sino arquitecturas híbridas analógico-digitales, más parecidas a cómo computa la vida
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¿Dónde debemos buscar realmente el origen de la vida si no está en los fósiles ni en la geoquímica?
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Hemos perseguido el origen desde todos los ángulos: fosas abisales, telescopios, simulaciones, laboratorios. Pero la chispa se nos escapa. La vida no cabe del todo en nuestras palabras ni en la lógica.
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Mi trabajo mostrando cómo organismos usan energía para generar orden sugiere que lo que observamos no es un instante mágico, sino una transición: moléculas cooperan a través de computación distribuida, una inteligencia repartida sin centro.
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Pero hay algo que sí creo que emerge como auténticamente nuevo: el momento en que aparece una célula individual. No es la continuación lineal de química compleja, sino un salto cualitativo. Al separarse del continuo del entorno, surge por primera vez la necesidad de entender el mundo para sobrevivir. Nace la lógica: capacidad de seleccionar, procesar señales, responder coherentemente.
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La vida empieza cuando un sistema se vuelve interior y exterior al mismo tiempo, cuando necesita interpretar el mundo para mantenerse vivo. Ese es el verdadero misterio: no solo cómo se organizó la materia, sino cómo esa organización se transformó en intencionalidad, en libertad.
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¿Es el envejecimiento un problema que puede «arreglarse», o es una consecuencia inevitable de estar vivos?
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La vida envejece porque vive en una flecha del tiempo que ella misma crea. Cuando un sistema se vuelve vivo, rompe la simetría del tiempo: solo corre hacia delante, ligado a la energía. Para mantenerse con vida, un organismo gasta energía, modifica su entorno, crea memoria. En ese esfuerzo continuo por mantener orden frente a la entropía, envejecemos.
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Muchas aproximaciones lo presentan como problema de ingeniería. Pero en células reales emerge un sistema de retroalimentaciones circulares, no un mecanismo lineal. Si la vida emerge en la frontera donde lo cuántico se convierte en clásico, en esa misma frontera podría dibujarse su declive: a medida que células pierden coherencias internas, sus transiciones se vuelven más ruidosas.
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Incluyo el envejecimiento como problema irresoluble porque quizá no sea un «defecto reparable», sino el precio termodinámico de estar vivos. La vida necesita tiempo para existir… y crear tiempo inevitablemente nos desgasta.
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Sonia Comntera propone una alianza por el conocimiento que unifique ciencia, humanidades y ciudadanía. / IA/T21
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¿Qué límite fundamental impide que máquinas digitales desarrollen inteligencia verdadera?
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Los seres vivos no computan como máquinas digitales. Un cerebro, una planta o un microbio usan cantidades minúsculas de energía para interpretar lo que necesitan. No calculan paso a paso: cambian de forma, usan el ruido, la física del entorno.
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Nuestros computadores necesitan muchísima energía porque recorren el tiempo linealmente: una operación detrás de otra. ChatGPT necesitó entrenarse con internet entero para lo que un niño aprende con un librito. Y mientras aprende a leer, ese niño aprende mil cosas más en paralelo.
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Creo que el futuro no es más digitalización, sino arquitecturas híbridas analógico-digitales, más parecidas a cómo computa la vida. En un proyecto fabricamos una máquina no determinista basada en difusión molecular que optimiza problemas complejos con poquísima energía.
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¿Podemos crear consciencia artificial? Si ocurre, será con máquinas que no se parezcan en nada a los ordenadores actuales: serán híbridos, físicos, ruidosos; máquinas que usen la estructura del mundo para pensar, como hacemos todos.
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La consciencia es la aparición del sujeto. Y eso está mucho más allá de nuestras herramientas científicas actuales
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¿Explicar cómo el cerebro se sincroniza resolvería finalmente el problema de la consciencia?
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Incluso si observáramos exactamente lo que buscamos —neuronas sincronizándose en banda gamma e integrando información— no creo que eso resolviera el problema de la consciencia. Explicaría el cómo, el mecanismo biofísico. Pero el misterio profundo está en otra parte.
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Es interesante que los neurocientíficos propongan modelos sobre consciencia precisamente cuando tendemos a fragmentarnos como sociedad. Es como si la ciencia intentara recuperar la pregunta por el «yo», por la experiencia unificada que nos permite sentirnos agentes.
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Pero la consciencia aparece cuando existe un individuo: cuando se rompe la continuidad con el entorno y emerge un interior separado del exterior. Ese salto, esa fractura, no lo capturan ni las frecuencias ni los algoritmos. El misterio ontológico seguiría intacto. Porque la consciencia es la aparición del sujeto. Y eso está mucho más allá de nuestras herramientas científicas actuales.
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¿Hemos llegado al punto donde la fragmentación es imposible: donde las partes no pueden explicar el todo?
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Hemos llegado a un punto donde la irreductibilidad no es fracaso metodológico, sino rasgo fundamental de la realidad. La física lleva más de un siglo diciéndolo. El concepto de emergencia —que el todo es cualitativamente distinto de las partes— nació cuando la física descubrió que, por bien que entendamos los constituyentes básicos, hay propiedades que solo existen cuando las partes se organizan en conjunto.
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Si aceptamos que irreductibilidad es parte de la estructura del mundo, la aspiración a una «teoría del todo» cambia de sentido. Deja de ser encerrar el universo en una ecuación final y se convierte en esfuerzo de comprender la estructura misma de esa grieta que nos separa del Todo.
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Es una invitación central: el mundo es más amplio que nuestras categorías. El Todo sigue ahí, nos invita a ser humanos, no para dominar el mundo, sino para orientarnos.
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Para navegar lo desconocido necesitamos todas nuestras herramientas —científicas, filosóficas, artísticas, históricas y espirituales— trabajando juntas
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¿Reflejan estos «seis problemas» supuestos particulares de la tradición científica occidental?
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A lo largo de mi carrera trabajé en Japón, Rusia, China, Dinamarca, Oxford. Eso permite ver cómo tradiciones filosóficas y contextos históricos resistieron al reduccionismo occidental.
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Japón en el siglo XIX generó reacciones intelectuales a las simplificaciones de la ilustración occidental: Minakata Kumagusu entendió la biología como red de complejidades generadoras de inteligencia. El genial Jagadish Chandra Bose exploró física de lo vivo, buscando en la complejidad su identidad como científico indio.
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Paradójicamente, los ordenadores han sido clave en el retorno: la capacidad de simular redes dinámicas nos permite pensar en términos de realidad relacional, no de despiece. Eso nos reconecta con intuiciones orientales, escolástica cristiana, intelectuales del Siglo de Oro español: pensadores capaces de conectar razón con lo complejo y lo espiritual.
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La importancia contemporánea de China reabre historias. Volvemos a plantearnos figuras como Diego de Pantoja, el jesuita que escribió en chino diálogos entre tradición católica y confucianismo.
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¿Cómo podemos reconstruir un sistema científico que permita preguntas profundas?
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La forma en que hacemos ciencia en Occidente necesita adaptación profunda y rápida. Grandes corporaciones marcan agenda, los Estados ven su capacidad debilitada.
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Para recuperar audacia científica, el Estado debe recuperar su papel estratégico: educación pública de calidad, vivienda asequible, inversión en infraestructura. Hay que reducir economías de renta que extraen valor sin producir conocimiento real y proteger la agenda científica de intereses corporativos concentrados.
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Significa políticas públicas valientes: financiación estratégica de largo plazo, reorientación fiscal, marcos legales que devuelvan soberanía tecnológica a la sociedad.
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Es muy difícil, pero creo que tendremos cambios grandes —por necesidad, crisis, reacción—. Es preferible construir una hoja de ruta antes de que el cambio nos sea impuesto.
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¿Qué otras formas de conocimiento necesitamos para convivir con estos enigmas?
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El conocimiento humano nunca ha sido solo ciencia. Para convivir con estos enigmas necesitamos otras formas.
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La música es exploración profunda de cómo lo lógico y emocional se entrelazan. La literatura —tradición en español de Cervantes a García Márquez— nos muestra la infinitud de la experiencia humana: la relación entre libertad y necesidad, imaginación y realidad. Poesía, arte: todas han sido modos históricos de conocer el mundo. Hoy están amenazadas por las mismas fuerzas que empobrecen la ciencia.
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La única manera de sobrevivir es construir resistencia desde el pensamiento libre: una alianza entre ciencia, humanidades y ciudadanía que nos devuelva la capacidad de formular preguntas profundas.
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El mensaje no es que la ciencia haya fracasado. Todo lo contrario: se hace más grande cuando reconoce sus límites. Los problemas que parecen irresolubles no son un muro, sino una invitación a pensar más allá del reduccionismo.
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Para navegar lo desconocido necesitamos todas nuestras herramientas —científicas, filosóficas, artísticas, históricas y espirituales— trabajando juntas.
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