Enmienda a la totalidad
Lo dijo y lo cumplió: «el día primero del mandato seré un dictador». Con esta contundente frase Donal Trump vaticinaba el inicio de su segundo ciclo presidencial. El viejo duende, caricatura mágica en forma de espíritu travieso, que habita por segunda vez la Casa Blanca asusta con sus decretos de estruendo y alteración del ordenamiento judicial y político para los próximos cuatro años de legislatura. Este ciclo dictatorial lo acomete con la enmienda a la totalidad y un firme afán de revancha –»vendetta»- de las políticas de su predecesor en la Casa Blanca y, otras, de tipo parcial de injerencia externa y diplomacia constitucional avaladas a lo largo de la historia americana.
Coincidiendo con la anterior llegada de Trump a la presidencia de EE UU, publiqué entonces un artículo en este periódico en el que decía que no se le había prestado la atención que el fenómeno requería. Que nadie había considerado oportuno mirar a través del espejo retrovisor quien venía detrás con intención de adelantar -incumpliendo la norma- por la derecha-derecha. Han pasado ocho años para observar compungidos, dolientes de aquella culpa, que además de tomar la delantera de manera tramposa, circula con las luces largas activadas cegando y sacando fuera de la calzada a quienes circulan en dirección contraria sin importarle la suerte que puedan correr. En todo caso, como acostumbra a decir, el problema no está en él. Está en los otros. Se cree poderoso y cree poder arrollar a todos.
Su ideario lleva por bandera la deportación masiva de emigrantes por considerarla la mayor plaga enemiga del pueblo americano. Lejos queda el tiempo en donde la peor plaga recaía en la raza india-cobriza, por eso, la estigmatizaron antes del exterminio. ¿Correrá la misma suerte la plaga migratoria? Trump con su discurso aviva ese fuego.
En su discurso mesiánico (ha reconocido ser el elegido de Dios) promete elevar a América a la transaccionalidad como objetivo común de dominio mundial. Un mensaje megalómano asociado a un ser torpe e ignorante, digo torpe e ignorante, porque el propio Trump no tiene empacho en reconocer que no lee libros, en declarar subnormales a los periodistas, ser misógino, racista y xenófobo. Un discurso, además, acentuado de miopía política al declarar el uso de la fuerza como razón patriótica para anexionar territorios bajo tratados internacionales. Está convencido que la divinidad, como ente sobrenatural, lo convierte en presidente infalible, eterno y perfecto.
La reciente toma de posesión de Donald Trump -primer presidente convicto elegido en EE UU- apoyado y protegido por los tegnomillonarios de la información mediática- por segunda vez simboliza un retroceso importante en derechos, libertades y un avance de las políticas reaccionarias y neoliberales que atentan contra las mayorías sociales. Y así lo ha expresado a través de las medidas estrella que ha anunciado: la retirada de la Organización Mundial de la Salud, la salida del acuerdo de París contra el cambio climático, la declaración de zona de emergencia en la frontera con México, la reincorporación de Cuba a la lista de países patrocinadores del terrorismo e indulto a los perpetradores del asalto golpista al Capitolio. Toda una declaración de intenciones negacionistas científicas, racistas, imperialistas y de ataque al derecho internacional.
Donal Trump posee un cuerpo de gigante, pero cada vez que habla deja al descubierto que también posee un cerebro enano de moralidad y ética, lo qué, acarrea un peligro añadido al ser el presidente de la nación de mayor potencial mundial sobre el planeta. Un elegido de Dios debe ser misericordioso y no rencoroso. Ser misericorde es ver a los emigrantes como seres humanos que caminan por la tierra de pesares esparciendo semillas cuyos frutos se terminan por recoger. Dura y complicada esperanza con Trump en la Casa Blanca.
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