“Fui testigo del día más mortífero para las niñas y niños de Gaza”

Cuando me despertaron en mitad de la noche con el estruendo de los ataques aéreos y las sirenas ensordecedoras de las ambulancias, supe de inmediato que, una vez más, las fuerzas israelíes estaban desatando el infierno en Gaza. Fue una noche de terror, pero demasiado familiar para los niños, niñas y las familias de Gaza tras 16 meses de guerra. Según informes, 174 niños y niñas murieron, una de las cifras más altas de muertes infantiles en un solo día.
Los acontecimientos se han intensificado rápidamente desde entonces. Los ataques persisten y Gaza vuelve a estar dividida. El ejército israelí ha impuesto restricciones que bloquean el acceso al norte de Gaza desde el sur. Más de 50 de mis colegas en el norte se enfrentan ahora a la elección de quedarse para hacer frente a tanques y balas o abandonar sus hogares sin apenas un momento para asimilar sus pérdidas.
Este nuevo estallido de violencia supone un golpe devastador para familias que apenas empezaban a recobrar la esperanza tras una pausa de ocho semanas en los bombardeos. Muchas habían regresado al norte para ver qué quedaba de sus casas. Los padres y madres estaban empezando a recibir tratamiento para sus hijos e hijas desnutridas y a ocuparse de su propia salud. Por primera vez en mucho tiempo, la gente podía llorar a sus seres queridos perdidos, momentos que no habían podido vivir mientras simplemente intentaban sobrevivir.
Yo llegué a Gaza poco después de que la pausa en las hostilidades entrara en vigor el 19 de enero. Sentí un torbellino de emociones: gratitud por tener la oportunidad de ayudar, pero también un profundo temor de que la tregua pudiera romperse en cualquier momento. Me había preparado para lo peor. Las imágenes de Gaza que inundaban las redes sociales eran horribles, pero la realidad sobre el terreno era incluso peor. Nada podía haberme preparado para lo que vi. Cuando llegué, el autobús en el que íbamos avanzó a través de un mar de escombros; no quedaba nada en pie. No había edificios. Solo destrucción sin fin.
¿Cómo puede el mundo permitir que ocurra esto? Familias enteras borradas del mapa. Madres y padres que entierran a sus hijas e hijos; otros que ni siquiera pueden hacer eso porque sus hijos están atrapados bajo los escombros. Trabajadores humanitarios asesinados. Hospitales y escuelas destruidos. Profesionales de la salud obligados a tratar a los heridos sin suministros básicos. Los titulares de los últimos 16 meses mostraban que mi gobierno —el del Reino Unido— junto con otros líderes occidentales, se mantuvieron al margen, cómplices en el sufrimiento. Nunca supe que la política podía ser tan fría, tan indiferente ante la vida humana.
Lo que más me impactó fueron las niñas y los niños. Iban descalzos, sin abrigos, sin protección frente al clima helado. A pesar de todo, había una extraña especie de resiliencia. Reían, jugaban y corrían descalzos sobre los escombros. Traté de convencerme de que tal vez habían encontrado una forma de vivir en medio de la pesadilla.
Durante las últimas seis semanas he pasado tiempo hablando con familias que reciben el apoyo de Save the Children. He escuchado historias desgarradoras. Cada familia que conocí había sido desplazada, algunas hasta 20 veces. Todas habían enfrentado escasez de alimentos. Algunas personas habían perdido hasta 15 kg de peso debido al hambre constante. Algunas se vieron obligadas a comer alimento para animales solo para sobrevivir. Sus hijas e hijos están tan traumatizados por el horror de la muerte y la pérdida de sus seres queridos que algunos sufren incontinencia o gritan de terror durante las pesadillas. Las familias lo han perdido todo.
Algunas personas se sentían sin esperanza, creyendo que Gaza nunca volvería a ser la misma. Una madre dijo: “Mira la destrucción. ¿Cómo se puede reconstruir algo así?” Sin embargo, había quienes se mantenían fuertes, con un optimismo contagioso. Un hombre me dijo: “¿Qué es la vida si no tenemos esperanza?” Otra madre me contó: “Reconstruiremos Gaza. Nuestros hijos la harán mejor que nunca”.
Le creí cuando conocí a dos hermanas que participan en el programa de educación de Save the Children. Con todo desmoronándose a su alrededor, todavía se atrevían a soñar. Sus sonrisas irradiaban esperanza, y sus ojos brillaban de emoción mientras hablaban de sus aspiraciones. Unos días más tarde, conocí a una niña de 9 años en el mismo programa. Un trozo de metralla había destruido parte de su cráneo, dejando solo un apósito y una venda alrededor de su cerebro expuesto. Su madre y su padre estaban desesperados por evacuarla para recibir atención médica que no existe en Gaza. Inicialmente, los médicos les dijeron que sus posibilidades de sobrevivir eran escasas y que, si lo lograba, probablemente quedaría paralizada y sin poder hablar. Resulta casi increíble, entonces, que camine, demuestre una inteligencia extraordinaria y hable con confianza. Quiere ser maestra, para enseñar a otros y otras cómo reconstruir Gaza.
Estas niñas, junto con miles de niños y sus familias, viven en tiendas de campaña mal equipadas, con apenas lo mínimo para sobrevivir. La ayuda humanitaria dejó de entrar en Gaza a principios de este mes, y las familias vuelven a ser empujadas al límite. En este momento es el mes sagrado del Ramadán, una época en la que los musulmanes se reúnen con la familia y seres queridos. Por segundo año consecutivo, la gente en Gaza ha preparado asientos vacíos alrededor de mesas improvisadas.
A medida que la guerra se reanuda, también lo hace la sentencia de muerte para los niños y niñas de Gaza. Un alto el fuego es la única forma de protegerlos de más devastación física y mental. Ningún niño o niña debería mirar a los ojos de sus padres y madres y suplicar: “Prométeme que no moriré”. Ningún niño o niña debería tener que hurgar entre los escombros, buscando desesperadamente los cuerpos sin vida de quienes amaban. Ningún niño o niña debería sentirse tan abandonada, tan invisible, que llegue a creer que su vida no vale nada.
He preguntado a incontables familias qué mensaje enviarían al mundo si pudieran. La respuesta ha sido simplemente que quieren vivir. Esto no es solo una llamada de auxilio. Es una súplica por el derecho humano más básico: el derecho a vivir sin miedo.
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