La Casa de Piedra y aquellos 200 canteros que hablaban una jerga indescrifrable llamada «la pantoja»
Virginia CasiellesHistoriador del arte y especialista en el fenómeno migratorio de los indios, firma esta serie de artículos sobre la huella en piedra que dejaron en Asturias los emigrantes que triunfaron en América. Este especialista contará periódicamente en «Asturias Exterior» de LA NUEVA ESPAÑA, la historia constructiva y familiar de algunas de las casas indianas más destacadas de la región. Virginia Casielles es la autora del libro ““Una saga de maestros constructores”sobre la familia Posada Noriega, que construyó numerosas casas de este tipo en el Oriente, y también sobre “El pequeño indio”la exitosa versión infantil del libro anterior.
De día es imponente pero cuando se pone el traje de noche su apariencia cambia, deviene en casi una casa encantada que te hace agilizar el paso cuando caminas junto a su verja.
Terminamos con esta residencia de analizar el legado en piedra de la saga de los Sánchez Escalante, deteniéndonos ahora en la figura de Ana María Sánchez, casada con Francisco Ibáñez Noriega, con quien tuvo ocho hijos. Cuatro de ellos emprendieron el camino de la emigración a Cuba para trabajar en la empresa de tejidos La Fortuna, que su tío Víctor había fundado. Con parte del capital que enviaban a sus padres, se levantó una de las casas más especiales por lo diferente de su diseño.
En 1909 le encargan la construcción de la casa al tracista local Manuel Posada Noriega. Algunos historiadores ven en el estilo de la residencia la mano del arquitecto montañés Leonardo Rucabado, pero la disposición interior deja clara la huella del maestro de obras Posada. Por ello, y porque la cuadrilla de canteros que la levantaron procedía de la Trasmiera cántabra, creemos que es una reinterpretación o discurso superficial del maestro de obras al estilo del arquitecto cántabro, simplemente debido a que los canteros trasmeranos que la levantaron pudieron haber trabajado en la nómina de Rucabado y, de ahí, la inspiración.
La Casa de Piedra se sitúa frente a la Casa Roja, levantada tan solo dos años antes. Ambas son la muestra del hermano que se fue, Eduardo Sánchez, y vuelve con ideas tomadas de las sociedades cosmopolitas, y la hermana que se queda. Son el reflejo de dos mundos perfectamente distintos: el colonial, con herencia muy europea, vibrante y reflejo de un espíritu habanero, y el robusto y sobrio, cuya intención es perdurar y mostrar la dureza del carácter norteño, un guardián en piedra que, a la vez que perdura, deslumbra a quien lo contempla. Tan dispares entre sí y tan acompasadas en la realidad, como dos hermanos que, siendo muy distintos, tienen mucho en común. Así la Casa del Redondo, como la llamaron en su origen, también incorpora dos magnánimas torres: una cuadrada, con gran alero saliente, y otra semicircular, que dignifica la fachada trasera, menos vistosa que la principal, siguiendo el mismo esquema que la de su hermano Eduardo. Como elemento significativo, resaltaremos su esquina en chaflán, que, con sus vanos en una disposición rítmica ascendente y la galería mirador del cuerpo central, sello inequívoco de Manuel Posada Noriega, aporta gran dinamismo a toda la obra.
Al interior, hoy desvirtuado por el cambio en sus funciones, todo se estructura en torno a una escalera de tramo estrecho, acompañada por una barandilla de madera y hierro, muy utilizada en el catálogo de Posada. Cada una de las plantas contaba con un salón principal y una serie de dependencias destinadas a habitación. Los huecos no son amplios, y su disposición es un tanto sinuosa debido al uso de cuerpos geométricos que, en suma, le otorgan a la planta esa forma caprichosa y elegante a partes iguales.
Al exterior, esta vez sí, el legado en piedra queda a la vista de todos: no hay revestimiento; es este material noble que, alternando la bicromía, confiere ese aire sereno, a la vez que melancólico y hasta un poco inquietante. Quizás la robustez y dureza que le aporta el material, junto con el poco desarrollo de su jardín, hacen que el espacio resulte limitado y ciertamente abrumador.
La casa fue construida piedra a piedra, extraída de la cantera de la playa de La Franca, donde los canteros trabajaban incansables jornadas in situ. Posteriormente, los bloques se traían en carros tirados por bueyes desde Mazaculos hasta el Alto Redondo. La cuadrilla de canteros estaba integrada por más de doscientos trabajadores, quienes se comunicaban entre ellos utilizando un lenguaje especial para que su secreto no fuera desvelado: La Pantoja. No en vano, eran los mejores profesionales de toda España y, por ello, eran requeridos en cualquier punto de nuestra geografía. Trabajaban allá donde se les precisase y, al finalizar la obra, volvían a su Trasmiera natal a invertir el capital devengado en nuevas tierras y cabezas de ganado. Pero, a veces, volver no era tan fácil, pues el corazón mandaba, y fue esa la razón por la que algunos canteros que habían levantado esa gran mansión, como Ángel Gutiérrez Llama, natural de Cubas, se quedó al conocer a María, enraizando así con una familia de Colombres: los Caveda. Este hecho no solo refleja la unión entre personas, sino también la riqueza que aporta el intercambio cultural, incluso entre provincias vecinas, ya que tradiciones, conocimientos y formas de vida diferentes se fusionaban para crear un legado común.
En 1974, la casa fue adquirida por Pío Noriega, hijo de Pío Noriega Ruíz y de Adela Sánchez Grimany, sobrina de Ana María, la dueña original. Pío Noriega nació en México en 1910, y Estados Unidos también estuvo muy presente en su niñez, pero su corazón estaba por entero en el pueblo de Colombres. Fue precisamente aquí donde desarrolló una intensa labor filantrópica con las familias necesitadas del concejo y en su colegio público, donde sus donaciones de libros de texto eran algo muy habitual. Fue él también quien propició la venta del inmueble, a un precio casi simbólico, al Ayuntamiento de Ribadedeva, para que desde entonces fuera convertido en casa de cultura y archivo municipal.
La Casa del Redondo guarda mil historias en su interior, y muchas de ellas están rodeadas de cierto misterio. Durante la Guerra Civil, su sótano se utilizó como cárcel, y aún se conservan las inscripciones en sus paredes de los presos que allí estuvieron. Historias como estas propiciaron que un halo misterioso siempre la rodeara y, al quedar deshabitada, muchos jóvenes veían en ella un lugar que visitar en las noches de verano, con la firme intención de investigar. Siempre desde el respeto, se organizaban incursiones entre los más jóvenes para descubrir historias, contar otras aterradoras y, al mismo tiempo, conectarse con sus raíces y con su pasado. A través de los objetos que emanaban el reflejo de otra época, se convirtieron en conocedores de la cultura indiana, sin darse cuenta de que, a través del juego y con linterna en mano, comenzaba a despertarse su curiosidad por el pasado. A pesar de la oscuridad y el abandono, las decoraciones y el mobiliario antiguo que les producían escalofríos funcionaron como un verdadero puente entre generaciones, donde el misterio y la memoria dejaron una profunda huella.
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El paso de los años la mantiene indeleble, y aunque muchos la califican como la menos acogedora para vivir, pues así lo transmite la frialdad de su apariencia, la Casa de Piedra es un edificio singular, muy diferente al resto, peculiar y extraño. Es por eso que, aún hoy, despierta más la curiosidad en los que disfrutan de este mundo indiano. Al final, la Casa de Piedra es una especie de monumento conmemorativo al pasado, a la vez que un enigma pétreo que sigue todavía muy vivo.
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