La paz indecente
Detrás del nuevo «plan de paz» para Ucrania no hay diplomacia seria, sino la preparación de una paz indecente que premia la agresión y relega a Europa al papel de pagadora silenciosa. La escena se parece menos a una negociación entre aliados que a una transacción inmobiliaria donde el agresor fija el precio y el resto discute cómo pagarlo.
[–>[–>[–>Casi cinco horas en el Kremlin: Vladímir Putin, al fondo de una mesa interminable, insinúa que puede «borrar a Europa del mapa» si se atreve a plantar cara y, al otro lado, no hay cancilleres europeos ni expertos en seguridad, sino los hombres del ladrillo enviados por Washington: Steve Witkoff y Jared Kushner, la avanzadilla inmobiliaria de un presidente que convirtió su carrera política en una sucesión de deals. El futuro de Ucrania y la seguridad europea tratados como otro negocio a cerrar, no como una cuestión de principios.
[–> [–>[–>Lo indecente no es solo la amenaza, sino que parte de Occidente se plantee una paz que premia la agresión, legitima el chantaje nuclear y, de paso, le regale a Donald Trump el relato de Nobel de la Paz que lleva años persiguiendo, mientras confía la arquitectura de ese acuerdo a los mismos promotores que han pasado media vida levantando torres de lujo y cerrando operaciones con capital extranjero, incluido el ruso. El esquema es claro: el enviado especial de Trump, Steve Witkoff –promotor inmobiliario ascendido a negociador global– y Jared Kushner, yerno omnipresente y también hombre del ladrillo, presentan a Putin la última versión del plan: un texto que empezó con 28 puntos, redactado a partir de un documento ruso y descrito por Kiev y varios aliados como escrito a medida del Kremlin, «depurado» ahora a 19 sin que cambie lo esencial. Se empuja a Ucrania a aceptar en la mesa lo que Rusia no ha logrado ganar en el campo de batalla, como si una guerra se pudiera liquidar igual que una promoción fallida.
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En la primera versión aparecían tres exigencias clave de Moscú: consolidar muchas de sus conquistas territoriales en el este y el sur, limitar el tamaño y el despliegue de las Fuerzas Armadas ucranianas y congelar de facto su acercamiento a la OTAN. La versión recortada maquilla algunos excesos, pero deja las fronteras y las cesiones territoriales para un cara a cara posterior entre Trump y Volodímir Zelenski. Es decir: se aparta a Europa de la mesa y se invita a Ucrania a negociar su futuro entre un presidente estadounidense obsesionado con su foto y un autócrata que no deja de recordar que está «preparado» para la guerra con Europa y la OTAN.
[–>[–>[–>El resultado es una paz con trampa. No se llama rendición, pero consagra la idea de que la ocupación y la amenaza nuclear dan frutos políticos. El mensaje para el resto del planeta es transparente: invade primero, amenaza con el apocalipsis después, aguanta lo suficiente y acabarás sentado a la mesa como igual, negociando descuentos sobre tus propios crímenes. Si este plan prospera, el mundo habrá aprendido una lección muy simple: el chantaje nuclear funciona.
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Mientras tanto, Europa hace de comparsa cara. La Unión Europea y el Reino Unido han comprometido decenas de miles de millones en ayuda militar, financiera y humanitaria para Ucrania; han soportado una crisis energética; han acelerado una carrera de rearme que beneficia sobre todo a la industria estadounidense. Y, sin embargo, cuando se discute cómo acaba esta guerra, Europa aparece en la nota al pie: se la mantiene informada, se le pide que «se alinee», pero no se la sienta en la mesa donde se decide qué se cede, qué se firma y en nombre de quién.
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[–>El negocio es grotesco: Europa paga la seguridad del continente, pero el guion lo escriben Washington y Moscú. Y, para rematar, Putin acusa a los europeos de «bloquear la paz» porque sus propuestas no se ajustan a sus exigencias, mientras lanza mensajes calculados: Rusia «no quiere» una guerra con Europa, pero está lista «ahora mismo» si alguien se atreve a cruzar una línea roja que solo él define.
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Al otro lado del Atlántico, el relato tampoco resiste el escrutinio. Trump lleva años construyendo su personaje de gran pacificador: el hombre que «acaba guerras» y que, por tanto, merecería el Nobel que no llega.
[–>[–>[–>La realidad es menos edificante. Mientras sus emisarios regatean con Putin un acuerdo que puede obligar a Kiev a aceptar una paz humillante, esa misma Administración ha puesto en marcha en el Caribe y el Pacífico la operación Southern Spear: una campaña de bombardeos contra embarcaciones supuestamente vinculadas al narcotráfico que ha hundido más de veinte lanchas y causado decenas de muertos, con base jurídica discutible y un Congreso informado tarde. El patrón se repite: primero se dispara y después se busca la coartada legal. Se habla de «narco-terroristas», pero los testimonios en la región incluyen pescadores, migrantes y contrabandistas menores. En Ucrania se presiona a la víctima para que acepte una paz indecente; en el Caribe se normaliza matar a distancia y ya veremos luego qué nombre le ponemos.
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Un Putin que juega a capo mafioso con arsenal nuclear, un plan de paz cuyo primer borrador salió del escritorio ruso, una Europa que paga y se deja apartar de la mesa decisiva y una Casa Blanca que se vende como candidata al Nobel de la Paz mientras normaliza bombardear primero y preguntar después: a ese conjunto lo llamamos «proceso de paz».
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¿Cómo debería responder Europa –Reino Unido incluido– ante este escenario?
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Primero, marcar una línea roja simple: sin Europa y sin Ucrania en la mesa, no hay acuerdo que Europa deba reconocer. Quien paga la guerra y va a pagar la reconstrucción tiene derecho a decidir qué paz acepta.
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Segundo, fijar condiciones mínimas: ninguna legitimación formal de anexiones obtenidas por la fuerza; ninguna renuncia impuesta a la OTAN o a la defensa ucraniana bajo amenaza nuclear; ningún texto firmado mientras haya tropas rusas ocupando territorio ucraniano sin, al menos, un calendario verificable de retirada. Cualquier concesión territorial solo puede ser decisión soberana de Kiev, no premio a Moscú por haber bombardeado más tiempo.
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Tercero, utilizar en serio el arma económica que tiene Europa: los activos rusos congelados –unos 260.000 millones de euros entre la UE y el G7, en su mayoría reservas del Banco Central ruso–. Cada euro destinado a reconstruir Ucrania debería salir, en la medida de lo posible, del bolsillo del agresor, no del contribuyente europeo. No se trata de «pagar otra guerra ajena», sino de obligar a Rusia a financiar parte del desastre que ha provocado.
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Y, sobre todo, dejar de comportarse como veintisiete clientes asustados de la OTAN. Si Europa cree en su famosa «autonomía estratégica», tendrá que traducirla en capacidad real: defensa antiaérea común, producción propia de munición y drones, apoyo industrial a la base ucraniana, compromisos de gasto en defensa que no se evaporen con la próxima crisis. El Reino Unido tiene aquí una obligación adicional: no limitarse a las fotos y los discursos, sino estar en todos los formatos de negociación donde se decida la seguridad europea.
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Durante años hemos repetido el lema «nada sobre Ucrania sin Ucrania». Hoy estamos peligrosamente cerca de algo peor: todo sobre Ucrania, pero bajo las condiciones del agresor y con la firma de un presidente estadounidense que busca su relato heroico. Si Europa acepta esa lógica –pagar y callar, mirar a otro lado ante el chantaje nuclear y bendecir aventuras militares lejanas mientras se nos vende a su autor como pacificador global– entonces no solo capitula Ucrania. Capitula el propio proyecto europeo.
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Y encima lo llamaremos «paz».
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