Pachucho, tirando a mal
Si fuera un hombre moderno, te hablaría de Robe Iniesta. Pero como no lo soy, lo haré de Alfonso Ussía. Curiosamente los asocio a ambos con el verano. A Iniesta, porque mis amigos melenudos la cantaban con veneración y desafinado en aquellas tardes interminables en las playas de Baiona. A Ussía, porque en casa de mis abuelos, donde pasamos el mes de agosto, compraron Faro de Vigo y ABC. Fue entonces cuando, desde muy pequeño, me aficioné a las columnas de Ussía, que dejó este mundo hace unos días. También a los de Jaime Campmany, en el lado derecho de la página derecha, que, en sus vacaciones de verano, cansado de hablar del gobierno de turno, nos contó sus languidecientes aventuras como ocioso comiendo buena comida en el lago Mayor en Italia, junto a un tal «Profesor Occhipinti», que siempre me pareció un personaje inventado o un heterónimo de sí mismo, a la manera de Pessoa. Pero el que me pilló fue Ussía, porque en aquellos años era un “enfant terrible” de la prensa española, capaz de combinar el humor con la valentía a la hora de decir determinadas cosas. Gracejo y cojones. Dos elementos que han conformado buena parte de la literatura española del Siglo de Oro. Eran los años duros del terrorismo de ETA, y Ussía, uno de los varios periodistas amenazados, pero no amordazados. Fue capaz de escribir, en prosa o en verso, lo que muchos pensaban y no se atrevían -con la legitimidad que da el miedo- a decir. Su abuelo, el dramaturgo Pedro Muñoz-Seca, al que tanto admiraba, fue asesinado en Paracuellos. Creo que quería tanto parecerse a su abuelo que jugó a la ruleta rusa con ETA, para ver si en la familia había dos mártires en lugar de uno. Como si buscara redimir un asesinato con otro que, afortunadamente, nunca ocurrió. Su vida, que terminó de forma natural la semana pasada, permitió a sus seguidores disfrutar de su trabajo, marcado por la ligereza con la que Ussía lo tomó. No tener miedo a morir conduce inevitablemente al humor, y la risa es el refugio de los inteligentes, de aquellos que instintivamente han comprendido de qué se trata. También comprendió que en la España en la que vivía no se tomaba realmente en serio a los escritores de derechas. Por eso nunca intentó jugar la carta intelectual con la que muchos envolvieron su mediocridad y otros cegaron su virtud. Decidió escribir una literatura que le divirtiera, un retrato mordaz de la sociedad, especialmente de la que mejor conocía, la de la “buena” gente de Madrid y la aristocracia provincial. Desde esa comodidad de clase -era hijo de un conde- se permitió ciertas licencias en sus columnas que le derivaron en algunas condenas y decenas de miles de euros de indemnización. Vinculó su literatura con la tradición satírica española, desde Jardiel a Arniches y los escritores de “La codorniz”, y también con el realismo eduardiano inglés de George Bernard Shaw o W. Somerset Maugham. Por alguna razón era un madrileño de Cantabria, que es quizás la Inglaterra de España, y un señor de Chamberí, vestido de príncipe y con aspiraciones rentistas frustradas. Ussía hizo que toda una generación tuviera mucho cuidado al extender el dedo meñique al tomar café o té. Su “Tratado sobre los buenos modales” fue entendido más como una fatwa cuyo incumplimiento conducía a la muerte social que como otra broma de un autor lo suficientemente bueno como para reírse amablemente de sus propios lectores. Su “Manual del ecologista torpe” retrató otro sector de la sociedad que entonces empezaba a emerger con fuerza y que alcanzó su paroxismo con la llegada de Podemos al poder. Su burla era ecuménica, por lo que decidió reírse también de los suyos en la serie “El marqués de Sotoancho”, un hilarante fresco de la nobleza española y sus tics ancestrales, una pintura berlanguiana que recuerda a “Patrimonio Nacional” y su decadencia del fin de época. Aunque no era un periodista de carrera, lo era de oficio, e hizo lo que todo periodista debe hacer, que es molestar al poder establecido. Ya fuera a los de su estirpe, al Gobierno, a la dirección de sus diarios o a Ramón Mendoza, entonces presidente del Real Madrid y contra quien Ussía decidió presentarse en unas elecciones que sabía que había perdido. Pero lo hizo, porque la galantería no tiene en cuenta las estadísticas. Con Ussía muere un pedazo de nuestra adolescencia de primeros lectores y también cierta derecha jovial en extinción, resultado de la polarización de la política, que es el cambio climático del columnismo. Su pluma la hereda su hijo, al que he leído y que, poeta urbano antes de Satiricón, es quizás más heredero en su prosa de Gistau o Peláez que de Alfonso padre, un novelista cuya carrera promete y que perpetúa un apellido que a algunos nos hacía difícil entender la vida sin necesidad de contarla juntando letras.
Puedes consultar la fuente de este artículo aquí