Poderoso caballero es don Dinero
Hace cuatro siglos, Francisco de Quevedo escribía su «Letrilla Satírica» con la conocida frase «Poderoso caballero es don Dinero». Una frase que, aunque anclada en el Siglo de Oro, suena hoy con una claridad que avergüenza. La corrupción, la opacidad y el interés económico no han cambiado tanto; simplemente ahora visten de traje, viajan en jets privados y firman acuerdos multimillonarios.
FIFA, el organismo que gobierna el fútbol mundial, ha vuelto a demostrar que el juego más popular del planeta es también uno de los más vulnerables a los intereses del dinero. El anuncio de Arabia Saudí como sede del Mundial 2034 no sorprendió a nadie. Una elección «democrática» donde solo había un nombre en la papeleta.
Arabia Saudí no se ha limitado a albergar eventos deportivos, ha comprado su reputación global a base de talonario. Han creado la LIV Golf para desestabilizar el circuito profesional comprando a muchos de los mejores golfistas del mundo, llevan la Fórmula 1 a las calles de Yeda, combates de boxeo con Tyson Fury y Anthony Joshua, y han fichado a estrellas como Cristiano Ronaldo y Neymar para jugar en el desierto por cifras estratosféricas. Ahora, con el Mundial de 2034, han alcanzado la cima: un anuncio publicitario global de un mes que proyectará su supuesta modernidad, hospitalidad y, sobre todo, su billetera.
Detrás de este gran esfuerzo está Mohammed bin Salman, el príncipe heredero y gobernante de facto de Arabia Saudí. Su ambicioso plan «Visión 2030» busca diversificar una economía dependiente del petróleo y posicionar al reino como un actor global. Deportes, cultura, tecnología: todo sirve para reescribir la narrativa internacional y alejar las miradas de los asesinatos de periodistas, la falta de libertades y la brutal aplicación de la sharía.
FIFA ha vuelto a demostrar que el juego más popular del planeta es también uno de los más vulnerables a los intereses del dinero
El presidente de FIFA, Gianni Infantino, ha perfeccionado el arte de evitar preguntas difíciles. Su mutismo ante la prensa internacional durante años no es una muestra de indiferencia, sino de cálculo. Mejor callar cuando las respuestas podrían revelar lo que ya todos sospechamos: la transparencia en FIFA es una fachada y las decisiones, como la de Rusia 2018, Qatar 2022 y ahora la de Arabia Saudí 2034, se toman a puerta cerrada y bajo el sonido de cheques firmados con demasiados ceros.
Por supuesto, el reino promete que todo el mundo será bienvenido. Los aficionados LGBTQ+ pueden asistir, siempre y cuando recuerden que las relaciones entre personas del mismo sexo son ilegales y castigadas incluso con la pena de muerte. En cuanto a las mujeres, también serán «bienvenidas», pero con restricciones que reflejan su limitada libertad en la sociedad saudí. Aún necesitan el permiso de un tutor masculino para decisiones tan básicas como viajar, casarse o acceder a determinados servicios, y aunque pueden asistir a eventos deportivos, hacerlo sin la compañía de un hombre sigue siendo mal visto. Esa promesa de tolerancia temporal durante el Mundial resulta risible. ¿Acaso Qatar cambió sus leyes después de albergar el torneo en 2022? No. ¿Y Arabia Saudí? No nos engañemos.
El Mundial de Qatar en 2022 expuso el costo humano de convertir un país en un escaparate: abusos laborales, derechos ignorados y miles de vidas perdidas en la construcción de la infraestructura para el mundial. Arabia Saudí hereda ese mismo modelo. Es un viejo truco disfrazado de progreso: maquillar leyes medievales con una fina capa de inclusividad, asegurarse de que el mundo aplaude y volver a las andadas cuando se apagan las cámaras. El silencio de muchos países occidentales ante esta farsa es ensordecedor, porque criticar a Arabia Saudí no solo es incómodo, sino caro. Los contratos petroleros y las inversiones pesan más que los derechos humanos.
Países como China y Rusia ya usaron el «sportswashing» para limpiar su imagen con eventos deportivos
Que FIFA priorice su balance de cuentas sobre los valores del deporte ya no sorprende, pero no debería dejar indiferente a nadie. La verdadera culpa no está solo en las oficinas donde se firman acuerdos, sino en el silencio de quienes, con su mirada fija en la pantalla, eligen ignorar lo que sucede fuera del campo. Porque callar también es jugar el partido equivocado.
Quevedo nunca imaginó que su «caballero» se pasearía por estadios futuristas en el desierto, pero su mensaje resuena más fuerte que nunca. El verdadero juego no se juega en el campo, sino en oficinas opacas donde don Dinero nunca pierde.
El negocio del deporte y la moral perdida. El fútbol, como deporte, tiene un poder innegable: nos emociona, nos une y nos transporta a un espacio de pasión pura. Pero el fútbol como negocio es un reflejo de los peores vicios de la sociedad moderna. Las grandes organizaciones deportivas, como FIFA, han dejado claro que su prioridad no es el amor al juego, sino el amor al dinero.
Esta realidad nos obliga a cuestionar el papel de los aficionados y de los gobiernos en perpetuar este sistema. Cada entrada vendida, cada patrocinador que cierra un acuerdo y cada televisión que paga miles de millones por los derechos de emisión contribuye a un sistema que premia a quienes pueden comprar influencia.
Arabia Saudí no inventó el «sportswashing», países como China y Rusia ya lo usaron para limpiar su imagen con eventos deportivos. FIFA, una vez más, actúa como el cómplice perfecto, entregando el alma del deporte al mejor postor y disfrazando intereses económicos bajo el manto de la unidad global. Permítanme un bostezo.
Para muchos, el fútbol sigue siendo sagrado. Pero la pregunta es inevitable: ¿Cómo podemos reconciliar nuestra pasión por el juego con la corrupción que lo gobierna? Es hora de que los aficionados exijan algo más que espectáculo. Porque si el «deporte rey» pierde su integridad, pierde también su razón de ser.
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La cuestión es cuánta hipocresía estamos dispuestos a tragar para seguir vitoreando goles en estadios construidos sobre derechos pisoteados. Porque en este juego, don Dinero no corre, no suda, ni patea balones, pero siempre levanta la copa.
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