Qué hacer 24 horas en Coria: la ciudad del bufón Calabacillas, el mantel sagrado y Rafael Sánchez Ferlosio | Escapadas por España | El Viajero
Coria tiene un obispo compartido con Cáceres, una catedral gótica y un kilómetro largo de murallas romanas. Tiene un castillo y un palacio que fueron de los duques de Alba. Y dos personajes ilustres vinculados a la misma casa: Juan Calabacillas, el bufón que el duque regaló a Felipe IV y que Diego Velázquez retrató, y Rafael Sánchez Ferlosio, que andaba por la población en pantuflas y con un carrito de la compra lleno de periódicos, como si no hubiera heredado parte del antiguo patrimonio ducal y ganado el premio Cervantes en 2004.
El mantel de la Última Cena, la habitacioncita del Bobo de Coria, el jilguerotauro de Ferlosio… Otros lugares del mundo de 12.000 habitantes no tienen nada que no pueda verse en un par de horas. Pero ver Coria en 24 horas es un no parar. Hay que desayunar fuerte.
9.00 Desayuno ribereño, histórico o campero
Para desayunar se puede tomar algo contundente —migas en invierno y tostadas varias en verano— en la cafetería del hotel-restaurante Montesol (1), a orillas del río Alagón, viendo cómo el primer sol se enreda en la telaraña metálica del puente de Hierro. Aquí se zampan su tostada de cachuela —hígado de cerdo frito en manteca con ajo, pimentón, comino y pimienta— los que vienen a descender en kayak hasta Casillas de Coria con los guías de Extremavela. Con este desayuno, no pasarán frío en el agua.
Tampoco es mal sitio para desayunar Al-Karika (2), a la sombra del castillo de los Duques de Alba. Antiguamente se entraba en él a través de esta cafetería. Ahora está cerrado porque se cae por dentro y no hay un acuerdo para comprarlo a sus 60 propietarios y restaurarlo. Pero su dueño, Pedro Luis Gutiérrez, invita a los curiosos a contemplarlo desde el patio trasero de su local y les cuenta lo que veía de niño trasteando en las cuatro plantas de la imponente torre del homenaje.
El que puede, porque no es barato, desayuna con la familia Victorino Martín en alguna de las dos fincas que tiene cerca de Coria, catando vinos, aceites y productos ibéricos selectos antes o después de visitar la dehesa donde pacen los toros cárdenos característicos de esta ganadería. El aficionado a los toros disfruta por motivos obvios. El que no lo es también lo hace viendo a estas bestias majestuosas y espeluznantes. Entre pitos y flautas, aquí se podría echar el día.
10.00 Un paseo de la mano de Ferlosio
“Mi ferviente deseo de que los toros desaparezcan de una vez no es por compasión de los animales, sino por vergüenza de los hombres”, escribió Rafael Sánchez Ferlosio en su diario en 2016, tres años antes de morir. Paradójicamente, el escritor vivía largas temporadas en una de las ciudades más taurinas de España. Y paradójicamente también, esta le dedicó una ruta literaria. De los 10 puntos que integran la ruta —todos con señal y código QR— hay tres en los que merece la pena pararse a curiosear. Uno, la biblioteca pública que lleva el nombre del escritor (3), en la antigua alhóndiga, donde se conservan varios libros donados por él y la primera edición de Industrias y andanzas de Alfanhuí, el pícaro surrealista que soñó en 1951, cuando nadie se atrevía a soñar en España. Dos, la casa del escritor en la plaza de la Catedral (4), la de la puerta verde con las iniciales R S grabadas en el llamador. Y tres, el mirador (5) que hay a los pies de la catedral, junto a la puerta del Perdón, desde donde se contempla la arboleda ribereña en la que anida y cría el jilguerotauro, la tímida y rarísima avis con cabeza bovina que Ferlosio imaginó en su bestiario póstumo, De algunos animales (2019). Allí explica que, en junio, el pajarito es atraído con silbos y danzas a la ciudad. “Para que el jilguerotauro ose a entrar por sus puertas y recorrer sus calles”, precisa, “éstas han de estar desiertas y en silencio y todos los corianos detrás de los cristales”. Es el revés paródico de lo que sucede durante los Sanjuanes —del 23 al 29 de junio—, unas fiestas multitudinarias que no difieren mucho de las que debían de celebrarse cuando la ciudad vieja era un castro vetón y el animal totémico de aquellos bárbaros, el toro, corría furioso por el laberinto amurallado de Caura, corneando a quien se pusiera por delante.
12.00 El mantel sagrado y el ‘Bobo de Coria’
Ya que estamos junto a la catedral, podemos ver las tremendas cornadas que los toros dieron, errando el blanco, en la otra puerta, la que da a la plaza. Y luego pasar dentro para ver el Sagrado Mantel, que se supone que es el que se usó en la Última Cena. La reliquia está plegada dentro de una urna de plata en el museo de Arte Sacro (6). Pero hay una copia extendida sobre una mesa que reproduce fielmente los 4,42 metros del mantel original, de lino blanco y bandas azules, con sus flecos y rasgones, producidos no tanto por el uso, que no se puso mucho, sino por la costumbre de tenderlo como si fuera la colada cada 3 de mayo en el llamado Balcón de las Reliquias, desde 1404, cuando el Papa Luna reconoció su autenticidad, hasta 1791, en que dejó de exhibirse para evitar tumultos. A ver qué mantel resiste hoy 2.000 años.
Al salir de la catedral, miraremos arriba, a la izquierda, y descubriremos el balcón de marras. También arriba, pero al otro lado, en la balaustrada sobre la puerta del Perdón, veremos una pequeña estatua de granito que representa a Juan Calabacillas, más conocido como el Bobo de Coria. En realidad, no era de Coria, porque había nacido en Las Hurdes, dicen que en la alquería de Caminomorisco, pero como estuvo varios años en la ciudad, al servicio del duque de Alba, con ese alias se quedó. Tampoco era bobo, porque al pasar a manos de Felipe IV, en 1632, tenía un sueldo fijo, una mula para moverse, el privilegio de dar órdenes a otros bufones y libertad para deambular a su albedrío por el Palacio Real. Además se cuenta que, antes de marchar para la corte, cuando era bufón del duque en Coria, se subió un día a lo alto de la catedral y amenazó con arrojarse al vacío. “¡Que me tiro…!”, anunció con su voz de tiple a los vecinos reunidos allá abajo y, como vio que no se inmutaban, matizó enseguida: “Salvo que alguno diga que no lo haga”. Pero nada. Al final, después de mucho auscultar al gentío (“¡Tírate!, ¡tírate!”), ese alguno fue él: “Pues lo digo yo y no me tiro”.
14.00 La Mesa del Obispo
El Bobo de Coria (7) da nombre al mejor restaurante de la ciudad, cuya especialidad son las setas. Aunque no sea temporada, hay que pedir los boletus a la crema y un pan entero para mojar. Marcial Fernández, el dueño, no suelta prenda de la receta, aunque algo de miel —dicen los pajaritos por la calle— debe de llevar una crema tan golosa. Presume de ella y de terraza, un patio con fuente, limonero y mucha hiedra que a Ferlosio le recordaba, cuando venía a cenar en verano, las noches de Roma, donde nació.
Otro restaurante excelente es Huumm (8), que no lleva ni un año abierto junto a la catedral, detrás del palacio obispal. Hay una Mesa del Obispo para ver en la misma cocina cómo obra su magia el chef Ángel Martín. El obispo de Coria-Cáceres viene a menudo. Le gusta, lo que más, el cordero. El costillar de lechal confitado y al horno con parmentier de aromáticas serragatinas está ciertamente de pecado. No como un obispo, sino como Dios, se está en la terraza, observando desde las alturas el curso caprichoso del Alagón, el río que hacia 1650 se cansó de ir por el mismo camino y tomó otro, dejando al bonito puente de Piedra, de 1518, sin un espejo de agua en que mirarse, triste y solo entre los huertos, al pie de la catedral. Por eso dicen que Coria tiene un puente sin río y un río sin puente. Hasta 1910, cuando se inauguró el de Hierro, hubo que cruzar el ancho y tornadizo Alagón en barca.
Una tercera opción para comer es el Palacio Ducal de Alba (9), que está en la misma plaza de la Catedral. Julián Reyes, que compró en 2019 este edificio casi por nada, se está dejando la piel para devolverle su esplendor. En 2022 inauguró el restaurante —lo mejor, los huevos al aire: rebozados con bechamel—, y pronto piensa abrir un hotel de 25 habitaciones, pero aún le da la vida y la simpatía para contar a los curiosos la historia de la casa: cómo pasó de manos de los Alba a las del doctor Camisón —médico de cámara de Alfonso XII— y cómo fue bajando por una cascada de sobrinos hasta caer en las de Rafael Sánchez Mazas, el padre de Ferlosio. Enseña la habitación donde este dormía y la galería donde escribía y se reunía con sus amigos hasta que, cerca de los años ochenta, se trasladó a la vivienda de la puerta verde. Y también muestra la casa casi de muñecas donde vivió el Bobo de Coria, con su chimeneíta, su cocinita y su camita de seis palmos en la que Reyes, sentado para no dar con la cabeza en el techo del cuarto, parece un gigante de cuento.
16.30 El dulce convento de sor Margarita
De postre es mejor no tomar nada, o reservarse, porque a esta hora abre el convento de la Madre de Dios (10), famoso por sus dulces. Nos recibe sor Margarita: “Karibuni sana kila wakati .kwenye nyumba la Bwana”, que en suajili significa “Bienvenidos siempre a la casa del Señor”. Ndunge Mutuku —su nombre antes de tomar los hábitos— es una de las seis monjas kenianas en este convento franciscano fundado en el siglo XIII. Los corazones de San Francisco son los dulces más caros y delicados.
Da gusto bromear con sor Margarita mientras se pasea por el precioso claustro gótico-renacentista del siglo XVI, empedrado con finos rollos de río colocados de canto. Es la antesala del Cielo y es también un patio arqueológico, porque está lleno de estelas romanas, como todo Coria: lápidas de muertos de hace 2.000 años. Al despedirnos, sor Margarita recomienda ir a visitar a la Virgen de Argeme: “Es morenita como yo”.
18.00 Un verraco en la cárcel
En la misma calle que el convento, la de las Monjas, está el museo de la Cárcel Real (11). Instalado en una prisión de 1688, que hasta 1981 sirvió como calabozo municipal, alberga en sus mazmorras docenas de estelas romanas, útiles prehistóricos y uno de esos verracos —toros, cerdos o jabalíes— a los que eran tan aficionados los vetones. Eso, en la planta baja. En la de arriba, el museo cambia de tercio y se dedica a los Sanjuanes. Si uno no puede o no quiere ir a Coria entre el 23 y el 29 de junio, aquí es como si estuviera en mitad de la fiesta, rodeado de toros enteros disecados y de fotos murales en las que una multitud los jalea y huye despavorida cuando el animal se revuelve, encaramándose en la desbandada a cualquier reja, palmera o arquivolta gótica que haya a mano. Un ojo inexperto puede confundir a primera vista los Sanjuanes con los Sanfermines. No tienen nada que ver: aquí los toros corren durante hora y media por el recinto amurallado de la ciudad antigua, con sus cuatro puertas bien cerradas, y se les da muerte con un disparo de escopeta.
20.00 Atardecer en la ermita de Argeme
A esta hora hay que acercarse a la ermita de Nuestra Señora de Argeme (12), que está sobre una escarpada orilla del Alagón, a cuatro kilómetros de Coria. Y no solo para ver a la “virgen morenita”, como la describe sor Margarita, sino para observar cómo el último sol se espeja en los meandros del río y en las lagunas ribereñas. El Alagón, que es grandecito —el mayor afluente del Tajo, de más de 200 kilómetros—, va por donde quiere —ya lo demostró a mediados del siglo XVII— y, al pasar por Coria, se entretiene haciendo eses. Se puede ir en coche o paseando por el sendero SL-CC 65 o Camino de Argeme, que arranca junto al puente de Hierro. Se tarda una hora.
21.30 Cenar con el Trucha y dormir donde el obispo
Se llama Julián Rodríguez Truchado, pero todos le dicen Trucha y, él, con buen criterio, le ha puesto Trucha’s (13) a su gastrobar, un local llamativo pero no muy céntrico, al que algunos llegan por casualidad y otros saben a lo que van. Su plato estrella es el pulpo a la brasa con parmentier. También destacan sus carnes: son de terneras blancas cacereñas nacidas aquí pero criadas en Alemania y en los Países Bajos, lugares infinitamente más verdes que Cáceres, y repatriadas en forma de chuletas, entrecots… Todo está buenísimo y el Trucha no puede ser más simpático.
Después cenar y charlar con él, solo queda algo para redondear el día: irse a la cama al hotel AHC Palacio de Coria (14), el palacio donde pernoctaba el obispo de Coria-Cáceres hasta hace poco, hasta que se cansó de dormir aquí y allá y fijó su residencia en Cáceres. La habitación donde se quedaba él no es la mejor. Lo son las 205 y 206, que son enormes, conservan el antiguo suelo de baldosas hidráulicas y tienen un balcón con vistas a la catedral. Eso sí: solo se puede dormir, aquí y en toda la ciudad vieja, de 24.00 a 8.00. El campanario de la catedral manda. Mesa de obispo. Cama de obispo. Horario de obispo.
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