Si cedemos territorio a Rusia, todas las muertes habrán sido en vano, pero nos lo planteamos
La reunión entre Donald Trump y Vladímir Putin en Alaska ha desatado un seísmo en el núcleo de la diplomacia mundial. La deliberada exclusión del presidente Volodímir Zelenski de la mesa de negociación de su propia paz enturbia la esperanza de Ucrania por alcanzar un acuerdo justo que conduzca, por fin, al fin de la guerra. El nerviosismo es palpable ante lo que pueda traer consigo ese encuentro sin Ucrania, en el que se espera Trump y Putin esbocen un primer borrador de acuerdo de alto el fuego, entendido como una suerte de festín geopolítico por el que se relamen ya ambos mandatarios.
Zelenski se ha sentido acorralado por el bloque ruso-estadounidense y los últimos días ha tratado de lanzar una contraofensiva diplomática in extremis. Ha llamado a Europa, su más fiel aliada, en señal de auxilio. Tras una intensísima ronda de contactos con líderes europeos, los socios de la Unión Europea han cerrado filas, posicionándose «incondicionalmente» al lado de Ucrania. En una declaración conjunta, Europa firma y ratifica que seguirán respaldando a Ucrania a todos los niveles, con apoyo «diplomático, financiero y militar». El objetivo: presionar a Rusia para que frene una invasión ilegal que, entre otras, «viola el derecho internacional y la carta de Naciones Unidas». Europa considera que también está en juego su propia seguridad. Una postura sólida y común que sirve a Zelenski de salvavidas, ante lo que pueda estar por venir.
Los trabajadores de un cementerio de Kiev enterran a una mujer muerta en un ataque ruso en Kiev el 31 de julio. / DANYLO ANTONIUK / AP
Rusia pugnó durante días por practicar su habitual enigmático hermetismo, pero sus intenciones son claras: reclamará los territorios ocupados, teniendo a un Trump, de nómada lealtad para con las partes, como mediador. Zelenski ha sido tajante: no cederá su tierra soberana. Y, menos aún, recompensará al «ocupante ruso por la invasión». Se inicia así un pulso a distancia que mantiene, por ahora, a Ucrania y Rusia en tablas.
Paz hecha a medida
En la calle, los ucranianos hablan. Analizan. La cumbre se cuela en las charlas cotidianas. Hacen sus apuestas, e incluso diseñan pactos de paz hechos a medida, según los requerimientos que cada uno plantearía si tuviese reservado un asiento en la negociación. El sentimiento es generalizado: no ven demasiadas garantías de éxito para lograr una harmonía justa y duradera, y juzgan el evento político del año como un «show«, una mera transacción propagandística entre EEUU y Rusia. Mientras ordena la vitrina de su boutique, Dmytro reflexiona: «Putin es un gran estratega. Solo busca ganar tiempo para reagruparse y volver a atacar. Y Trump quiere colgarse la medalla de la paz. Al final, todo es fachada, un escaparate, como este que tengo aquí», cuenta recolocando unos zapatos que se asoman a la avenida.
Oxana, una camarera treintañera, resopla al ser preguntada, al tiempo en que sirve unos cafés en su garito de Kiev. Su discurso, embebido en onomatopeyas, refleja la quemazón de una Ucrania que, tras años de guerra, pierde, poco a poco, la esperanza: «Uf. Dios mío. Ojalá esta reunión sirva de algo. Pero no lo creo. Cada año, tengo la ilusión de que todo acabe. Pero siempre llega una nueva ofensiva. Una por cada estación. Verano, otoño, invierno, primavera. Y cada vez más dura». Oxana reconoce que tanto ella como todos sus conocidos están «agotados». Sobre todo, psicológicamente. «Esto no se aguanta más. Yo misma he perdido a cinco amigos. Muertos. Por culpa de esta maldita guerra», revela enfurecida. Aun así, Oxana, mantiene la línea discursiva de su presidente: «No podemos ofrecerles en bandeja nuestra tierra a los rusos. Porque, entonces, legitimaremos anexiones ilegales futuras. Nunca pararán», zanja.
Desgaste y moral en el Ejército
Konstantin es soldado. Lucha en el frente de Kharkiv desde «hace demasiado tiempo». Convive a diario en batalla con sus compañeros, palpando en primera persona la sintomatología del Ejército ucraniano. «Mis condiciones son las mismas que mi presidente. No debemos ceder territorios, porque, entonces, todas las muertes habrán sido en vano«, arranca. Sin embargo, prosigue sincerándose, «siendo realistas, hay que tener en cuenta el estado actual de nuestras filas. El estado moral, me refiero. Apenas hay rotaciones. Y apenas nadie ya dispuesto a alistarse. No podremos librar esta guerra por mucho más tiempo«. El desgaste mental y logístico lastra y, por ello, Kostantin, muy a su pesar, sopesa la opción de renunciar a un porcentaje territorial. Con condiciones: «Nos lo planteamos, habrá que hacerlo, pero debe garantizarse un pacto de no agresión a futuro, una comisión extranjera vigilante, y el refuerzo militar a Ucrania con todo tipo de armamento, especialmente de defensa antiaérea». Lo ideal, termina, es que «Ucrania ingresara en la OTAN«.
Exposición de fotografías del frente en Kyiv, el 9 de agosto. / SERGEY DOLZHENKO / EFE
Pero, «todo empezó por esto, así que estaría dispuesta a no ingresar en la OTAN a cambio de la paz», matiza Natacha, una ucraniana que huyó de su país aquel fatídico febrero de 2022, alejando a sus hijos Víctor y Victoria de la guerra. Está afincada en Zaragoza, pero Ucrania sigue siendo pasado, presente y futuro. A menudo conversa con Victoria, ahora de 16 años, sobre la evolución del conflicto. En su cuello, Victoria luce un colgante de la silueta de Ucrania, con las porciones de Crimea y el Donbás en el mapa. «Los jóvenes son plenamente conscientes de nuestra historia. Incluso más. Yo nací en la Unión Soviética. Ellos ya en la Ucrania independiente», explica Natacha. Su hija Victoria escrudiña la situación con la perspectiva quizá algo más amplificada que ha podido ofrecerle estos años en España. «La guerra ya dura 11 años, decir que son tres es una equivocación», expresa Victoria contundente. «Putin va a reclamar los territorios ocupados, no quiere perderlos», continua. Ella, al igual que Natacha, está en contra, pero sabe que el pacto «se centrará en ello» y que quizá no haya más remedio. Expectación la hay. Dentro y fuera de Ucrania.
¿Moneda de cambio temporal?
A pesar de no ser una salida «en absoluto» beneficiosa para Ucrania -y escenario que rasgaría el orden internacional y el principio de integridad territorial-, Mariia, trabajadora de una inmobiliaria, empieza a contemplar la redefinición de las fronteras ucranianas de 1991 como una moneda de cambio temporal hacia la paz: «No hablo de algo permanente, sino de establecer, por ahora, esa frontera en las actuales líneas del frente y que, poco a poco, la diplomacia trabaje por que Ucrania vaya recuperándolas». Se refiere a las estratégicas regiones de Crimea, anexionada por Rusia en 2014, y las áreas de Donetsk y Lugansk (Donbás), Zaporiya y Jersón, parcialmente ya ocupadas por Moscú.
Dentro de lo heterogéneo, la «no cesión» es el abecé de la sociedad ucraniana. Es lo que defiende Andreii, periodista local que, desde el principio, ha monitorizado la progresión opinativa de sus conciudadanos. Hay creencias «marginales» que defienden la concesión territorial, pero sigue detectando un «sentimiento abrumador» tanto en las grandes ciudades como en las pequeñas comunidades del frente: «Todo lo que implique la pérdida de territorio no se considera paz, sino una invitación a una mayor agresión«. Desde los primeros días de la invasión a gran escala, añade, «la resiliencia ucraniana persiste«. Por supuesto, reconoce, «hay hartazgo«. Nadie es capaz de soportar años de bombardeos constantes, desplazamientos y pérdidas, sin que ello deje «una profunda huella en nuestras vidas». Pero ese cansancio, concluye, «jamás se traducirá en una disposición genuina a entregar nuestro territorio y nuestra identidad».
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