Todas las guerras son la de Troya

No por sabido ni por trivial dejó de llamar mi atención el párrafo que más adelante cito. Sospecho que el interés despertado responde a tres principales razones: Troya, Alejo Carpentier y un viejo soldado.
Pese a la inexistencia de certezas históricas, la de Troya se ha convertido en nuestro imaginario en la madre de todas las guerras. Con muchas reservas, se dice que aquel conflicto bélico sucedió en el siglo XII o XIII a.C. Con las mismas cautelas, se ubica en Hisarlik, territorio de la actual Turquía. Con idénticas prevenciones, se calcula que la disputa entre aqueos y troyanos duró 10 años, aunque la mayoría de los relatos se ciñen a los episodios del último año: la muerte de Héctor y Aquiles y la caída de la fortaleza, gracias al famoso caballo de madera que permitió a los griegos entrar en la ciudad. Sea por la capacidad fabuladora de Homero o porque la “Ilíada” es uno de los más antiguos textos escritos conservados, la guerra de Troya opera en las memorias con la nitidez de la batalla del Ebro o el desembarco de Normandía.
Que el pragmático párrafo anunciado pertenezca a un relato breve («Semejante a la noche») de Alejo Carpentier (1904-1980), escritor de exuberante lenguaje, precursor de ese subgénero narrativo que combina lo real y lo fantástico y que la crítica literaria acuñó bajo el término de «realismo mágico», también me sorprendió.
La sentencia concluyente corresponde a un viejo y escaldado guerrero, quien sostiene que la guerra de Troya solo responde a los fines de un negocio crematístico. He aquí la cita:
«Un soldado viejo que iba a la guerra por oficio, sin más entusiasmo que el trasquilador de ovejas que camina hacia el establo, andaba contando ya, a quien quisiera escucharlo, que Elena de Esparta vivía muy gustosa en Troya, y que cuando se refocilaba en el lecho de Paris sus estertores de gozo encendían las mejillas de las vírgenes que moraban en el palacio de Príamo. Se decía que toda la historia del doloroso cautiverio de la Hija de Leda, ofendida y humillada por los troyanos, era mera propaganda de guerra, alentada por Agamenón, con el asentimiento de Menelao. En realidad, detrás de la empresa que se escudaba con tan elevados propósitos, había muchos negocios que en nada beneficiarían a los combatientes de poco más o menos. Se trataba sobre todo -afirmaba el viejo soldado- de vender más alfarería, más telas, más vasos con escenas de carreras de carros, y de abrirse nuevos caminos hacia las gentes asiáticas, amantes de trueques, acabándose de una vez con la competencia troyana».
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