Energía, centros de datos y geopolítica
El 20 de junio de 1979, Jimmy Carter (39º presidente de Estados Unidos) pronunció un histórico discurso en Washington DC, anunciando su decidida apuesta por la energía solar fotovoltaica. Ese día, Carter aseguró ante las cámaras de televisión que «nadie podrá embargar jamás la luz del sol». Y se convirtió en el primer presidente del mundo en instalar paneles solares en su residencia oficial.
Años después, el republicano Ronald Reagan retiró los paneles solares. Y el demócrata Barack Obama los volvió a instalar en 2010.
Son gestos simbólicos que sirven para entender que la energía está directamente relacionada con decisiones políticas. Y, por supuesto, con la economía, con la seguridad nacional, con el medio ambiente y con la tecnología. Cada una de esas áreas determina qué fuentes de energía consumirá un país, qué impacto tendrán sobre el medio ambiente y qué precios pagarán los ciudadanos y las empresas por ello.
Prácticamente todo lo que nos rodea está hecho con energía o funciona gracias al suministro constante de energía: la fabricación de alimentos, el transporte, la iluminación, y, por supuesto, el mundo digital. Pero, de toda esa energía necesaria para la vida, los contaminantes y caros combustibles fósiles siguen representando más del 80% del consumo energético mundial. Y las fuentes renovables, pese a su expansión, aún sólo generan el 12% de la energía que consume el planeta.
Por este motivo, desde hace varios lustros el mundo ha iniciado una transición energética hacia una nueva era de combustibles no fósiles, más baratos y más ecológicos. Se trata de un proceso complejo e incierto, que enfrenta muchas resistencias. Un proceso en el que cada país está adoptando sus propias estrategias hacia la descarbonización y la electrificación.
España, por ejemplo, demanda más de 1.000 TWh de energía final en distintas formas: gas natural, gasolina, gasóleo, butano, electricidad, biomasa, etc... Pero la electricidad es todavía menos del 25%de toda la energía final que consume nuestra sociedad. Es decir, nuestro consumo energético sigue estando basado en combustibles fósiles, aunque, como sociedad, hemos decidido avanzar con celeridad hacia las energías renovables.
El Plan Nacional Integrado de Energía y Clima (PNIEC 2023-2030) es un buen ejemplo: busca reducir nuestra dependencia energética desde el 73% en 2019 hasta el 50% en 2030 y ahorrar 86.750 millones en importaciones de combustibles fósiles. De cumplirse, en 2030 España habrá instalado 76 GW de fotovoltaica (con 19 GW de autoconsumo), 62 GW de eólica, 22,5 GW de almacenamiento y 12 GW de electrolizadores para obtener hidrógeno renovable.
«Las regiones sin suficiente generación eléctrica quedarán relegadas»
Sin embargo, en lo que se refiere a Europa, actualmente más de la mitad de la energía que consumimos en nuestro continente es importada: no somos autónomos.
La realidad es que la demanda global de gas y de petróleo sigue siendo de tal calibre, que los países productores de combustibles fósiles contemplan aumentar la producción de petróleo y gas natural en las próximas décadas. Hasta tal punto que, si se hacen realidad esas proyecciones, será imposible cumplir con el Acuerdo de París, que entró en vigor en noviembre de 2016.
Por este motivo, sin duda alguna, la energía resulta, en esencia, geopolítica, dados los numerosos y estratégicos vectores relacionados con el poder que aglutina.
Gestionar la energía supone tomar decisiones políticas si se quiere gozar de un equilibrado, limpio, asequible y soberano suministro energético (sin depender de otros países). Por eso hoy la meta es descarbonizarnos y electrificarnos a la mayor velocidad posible. Y lo tenemos que hacer de forma acelerada para ser más competitivos, y más sostenibles.
Los datos hablan por sí solos: las empresas de la UE se enfrentan a precios de la electricidad entre dos y tres veces superiores a los de Estados Unidos. Y, en términos per cápita, el ingreso real disponible de los hogares ha crecido casi el doble en Estados Unidos que en la Unión Europea desde el año 2000, tal y como reconocen tanto el ‘Informe Draghi’, encargado por la Comisión Europea, como el ‘Informe Letta’, reclamado por el Consejo Europeo.
«Hoy la meta es descarbonizarnos y electrificarnos a la mayor velocidad posible»
Informes que, además, señalan la considerable carga impositiva que afecta a la energía, en contraste con Estados Unidos, donde se fomenta el crecimiento industrial a través de deducciones fiscales a las energías limpias.
Es fácil de entender por qué cualquier proyecto político sensato y con miras de futuro debe pasar por incrementar la soberanía energética y garantizar por tanto precios asequibles de la electricidad.
Es más, debería constitutir un objetivo universal unir la generación de electricidad limpia y su consumo en el mismo territorio donde se produzcan ambas acciones. Desde un punto de vista medioambiental, tecnológico y económico es lo más racional y lo más sustentable. Lograr la producción de electricidad en localizaciones de proximidad, y con tecnologías limpias, como la solar fotovoltaica o la eólica, introducirá cambios tectónicos en la geopolítica actual, ya que los ‘petroestados’ (ricos por la venta de combustibles fósiles) serán sustituidos por los ‘electroestados’ (energéticamente autosuficientes y muy competitivos).
Miles de millones de euros que en la actualidad son anualmente transferidos desde los estados dependientes del gas y del petróleo a los productores de los mismos, podrán ser reinvertidos en otros sectores más productivos de la economía.
Objetivo: los centros de datos
Pero no sólo la energía es geopolítica: también lo es la industria digital, con los centros de datos que sostienen Internet, la inteligencia artificial, los smartphones, el comercio electrónico, etc…
Los centros de datos son instalaciones que albergan la infraestructura y el software necesarios para almacenar y gestionar los datos asociados con aplicaciones y servicios tecnológicos. Son la base de una sociedad cada vez más digital y cada vez más interconectada. Ante este nuevo tablero de juego, la Unión Europea (UE) lanzó en septiembre de 2023 la Directiva relativa a la eficiencia energética. Y en marzo de 2024 el Reglamento sobre un régimen común para centros de datos.
Así, los centros de datos europeos deberán diseñarse para que sean eficientes y medioambientalmente sostenibles, estando obligados a usar electricidad de origen renovable, construidos donde se genera la electricidad y utilizar el viento, la radiación solar y el agua para producirla. ¿Y qué pasará con aquellos países o regiones que no gocen de suficiente generación eléctrica renovable? Muy sencillo: se quedarán no sólo relegados en la transición energética sino, también, en la transformación digital.
Este nuevo marco da cuenta de la importancia estratégica que estas instalaciones industriales tienen para cada región a nivel mundial. Así, por ejemplo, Ohio se ha convertido en el centro tecnológico del Medio Oeste estadounidense, atrayendo cada vez más y más inversiones. Y Texas cuenta con tantos centros de datos y servidores de alta capacidad que ha multiplicado exponencialmente el asentamiento en su territorio de industrias de tecnologías emergentes.
Es por este motivo por el que debería ser un pilar fundamental de la estrategia de la Unión Europea hibridar y acelerar las transiciones energética y digital. Porque, sencillamente, son las dos caras de una misma moneda.
Esa es la gran decisión geopolítica que debe tomar la Unión Europea si quiere recobrar el terreno perdido en términos de bienestar, de poder, de progreso y de desarrollo futuro. Armonizar e impulsar las transiciones energética y digital es, en esencia, una decisión política. Ni más, ni menos. Una decisión política cuya ventana de oportunidad es breve, dada la urgencia de los ingentes desafíos climáticos, económicos y de seguridad que los europeos enfrentamos.
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- David Redoli es director de Relaciones Institucionales de Solaria.
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