Un mundo sin hechos
Mark Zuckerberg, fundador del gigante tecnológico Meta, ha anunciado la supresión del programa que inició en 2016 para la verificación de contenidos publicados en sus redes sociales (Facebook, Instagram, Threads) por parte de organizaciones independientes. A partir de ahora, serán los propios usuarios de sus redes (3.000 millones de personas) quienes, a través de «notas comunitarias», podrán advertir sobre el grado de falsedad de lo que se publica. La compañía asegura que seguirá moderando contenidos que considera «violaciones de alta gravedad», como el terrorismo, la explotación sexual infantil o las drogas. Temas como la identidad sexual, de género o la inmigración –algunos de los temas preferidos del trumpismo- quedarán por tanto al albur de lo que decida una comunidad de usuarios tribalizada gracias a la acción de los algoritmos que promocionan las opiniones más radicales porque estas son las que generan más enganche a la red. Y más enganche significa más publicidad vendida y, por tanto, más negocio para Meta.
Esta decisión es una genuflexión de Meta ante el nuevo presidente de Estados Unidos, Donald Trump, lo mismo que ya han hecho otros «tecnodioses», como Bezos (desactivando editorialmente a «The Washington Post») o Elon Musk, convirtiéndose en la nueva pareja de hecho del presidente. El giro de Zuckerberg también tiene su reflejo corporativo: ha incorporado al trumpista Joe Kaplan como jefe de asuntos globales de Facebook en sustitución del ex viceprimer ministro británico Nick Clegg. De hecho, es Kaplan quien escribió el post en el blog de Facebook con el anuncio de la supresión de los verificadores independientes. Otro personaje cercano a Trump, Dana White, presidente de la organización de artes marciales UFC (el deporte oficial del movimiento trumpista MAGA) se incorporó también al consejo directivo de Facebook. Para completar el pago del diezmo a Trump, Facebook trasladará su equipo de moderadores de California (demócrata) a Texas (republicano). Este cambio, dijo Zuckerberg, «ayudará a eliminar la preocupación de los empleados sesgados que censuren excesivamente el contenido».
La explicación del cambio también resulta hiriente. La retórica de Zuckerberg y Facebook siempre sorprende por la rigurosa despreocupación con la que abordan las consecuencias de sus actos dañinos. Un ejemplo de esa argumentación se produjo tras el genocidio de Myanmar (25.000 muertos y 75.000 desplazados), en el que la ONU responsabilizó directamente a la plataforma de amplificar los mensajes de odio que llevaron al exterminio de la minoría musulmana birmana. La compañía, que había sido advertida reiteradamente de que su algoritmo polarizante extendía masivamente bulos criminales, reconoció su responsabilidad (a posteriori) y añadió: «Estamos de acuerdo en que podemos y debemos hacer más». Pero la primera limpieza étnica del siglo XXI no tuvo ninguna consecuencia para la compañía, o sus directivos, que pusieron la gasolina digital. En este punto hay que recordar también que la legislación estadounidense, a través de la llamada Sección 230, impide que los intermediarios online sean legalmente responsables de los contenidos que terceros alojen en sus plataformas.
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En esta ocasión, la retórica de Zuckerberg envuelve su giro trumpista con un lazo glorioso: lo sustenta en la necesidad de «reestablecer la libertad de expresión», como si ésta consistiera en permitir la libre circulación y amplificación ciega de cualquier tipo de contenido dañino o mentiroso. Por eso, la premio Nobel de la Paz, Maria Ressa, dijo ayer que esta visión que glorifica la libre administración del veneno que acaba con la democracia y califica de «censura» la lucha contra la mentira nos lleva a un «mundo sin hechos».
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