El pedo de Voltaire
Ahí están, en grupito alrededor de su líder, aunque el líder diga sinsustanciadas. Nadie sabe cómo se llaman ni cuál es su cargo. Pero se apretujan para salir en la foto. Son los ayudas de cámara, los que ni pinchan ni cortan, pero se guarecen a la sombra de quien manda. Aprovecharán cualquier salida de pata de banco del líder para «postularse», como dicen. Conocen los entresijos y maturrangas de la empresa, del partido o club… y más aún los del poderoso que hoy centra al grupo. Saben que no es el héroe que aparenta ser, pues «nadie es un héroe para su ayuda de cámara».
Aprendí la frase en mi examen de Historia de la Filosofía escrita en el encerado por el catedrático Vidal Peña (fantástico tipo, sabio, amante de la ópera y del hockey sobre patines: sic). Vidal nos había estado machacando todo el curso con el racionalismo, con Descartes, Spinoza, Malebranche… de modo que en tal movimiento íbamos todos requetepuestos. Mas hete aquí que escribió aquella frase y nos informó –mirando al suelo, como solía, amasando su perilla, como también– de que teníamos hora y media para comentar ese apotegma como única pregunta. Creo que atribuyó el dicho a Hegel (XVIII-XIX). Da igual. También se le atribuye a la listísima (hoy la llamarían «socialité» los neochulapos del lenguaje) Anne-Marie Bigot, a mediados del XVII: Nadie es un héroe –en el sentido de persona abnegada, ilustre y famosa por sus hazañas o virtudes– para su ayuda de cámara (gracias, wiki). Y discuten los autores sobre si se inspiró a su vez en Montaigne (siglo XVI) cuando afirma que muy pocos hombres han sido admirados por sus criados, que apenas nadie es profeta ni en su casa ni en su país. El marqués de Sade usó una parecida. El caso es que si aspiras a que te reconozcan méritos en donde vivieres, de culo fueres. Y menos por el segundón, por el «ayuda de cámara» que cuida que vayas bien vestido… pero todas tus miserias y bajezas conoce y presto está para ocupar tu lugar en cuantis que pueda.
El caso es que si aspiras a que te reconozcan méritos en donde vivieres, de culo fueres
Que sí que de grandes secundarios están los libros y las pantallas llenos: Hörbiger o Deutsch en «El tercer hombre»; Brennan, siempre borrachucillo; Thelma Ritter; Greenstreet (en «El halcón maltés»); Margaret Dumont; Charles Durning o infinidad de españoles. Ninguno invalida lo dicho. Al contrario. Y viene a cuento por la docena de coleguillas que mencioné al comienzo, siempre apetiguñados y siempre asintiendo a cualquier banalidad en neoespañol del jefe, como, por ejemplo, que va a implementar la puesta en valor de la operancia funcional del neumático recauchutado. ¿Qué pintan ahí? ¿Qué venden aparte de su careto servil? ¿No sabe aún el procerillo que para su grupito ni es héroe ni ná de ná? ¿No finge esa muchachada ignorar que el que hoy es podio mañana será banquillo? Juntar doce ayudas de cámara serísimos y hartos de vanidad, codo con codo en una imagen, para anunciar que va a pintarse de azul prusia un metro de barandilla de un polideportivo da risa, de vergüenza ajena tiñen los noticieros.
Vanidad individual, vanidad grupal. El Príncipe de Ligne (XVIII-XIX) se alojó en casa de su adorado Voltaire y se vio en la obligación de trasladar cuanto oía procedente de aquel hombre al que veneraba (gracias, Iñaki Uriarte). Así pues, una noche Ligne paseaba por el jardín volteriano y se encaramó a una gruesa piedra para ver a su maestro escribir en la cama, seguro de que estaría sumido en los más altos pensamientos. Pero lo que percibió el príncipe fue que aquel héroe del pensar «se tiró un pedo descomunal, más propio de un albañil que de un hombre de letras». Concluye que hubo de huir a toda correr, para que no se le oyese la risa. El valor y la virtud (lo mismo) han desaparecido. Hoy quedan un grupo mudo y el aire fétido.
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