Ahorrar durante diez años para poder migrar
Justo cuando España se cerraba al mundo por la pandemia de la covid-19, a él se le abrían las puertas de una nueva vida. El 20 de marzo de 2020, solo seis días después de que el Gobierno central decretara el estado de alarma, Youssouf Toure llegó al muelle de Arguineguín (Gran Canaria) siendo un adolescente. Después de una semana a bordo de un cayuco junto a otras 44 personas, el joven logró el objetivo que sus se habían marcado hacía casi una década, cuando decidieron empezar a ahorrar todo lo que podían para que él pudiera llegar a un lugar seguro en el que poder forjar su futuro y convertirse en el pilar económico de la familia.
Malí, golpeado por una guerra desde 2012 y azotado por la pobreza extrema y la falta de oportunidades, se había convertido en un lugar hostil para muchos jóvenes como él. «Todos los esfuerzos y sacrificios que hago, los hago por mi madre, mi padre y mis hermanos pequeños. Mi sueño era venir aquí para ayudarles a tener una vida mejor», afirma Toure.
Su proceso migratorio empezó un año antes de llegar a Canarias, cuando lograron contactar con la persona que lo iba a llevar hasta algún lugar de Europa de manera clandestina. «Durante un año me fueron moviendo de un sitio a otro. No sé ni qué ruta hice, porque no sabía ni donde estaba», señala. Atrás dejó Kouroukere, un pequeño pueblo cercano a la frontera de Mauritania con apenas 2.000 habitantes, en el que el tiempo parece haberse congelado hace varios siglos.
Con apenas siete años, Toure comenzó a trabajar en el campo junto a su padre. Cultivaba cacahuetes y maíz y, con lo poco que sacaban de su venta, les daba para subsistir y para ahorrar algo a duras penas. «Nunca tuve la oportunidad de ir al colegio. Cuando llegué aquí no sabía ni leer ni escribir y solo hablaba soninké», relata Toure, quien desde que está en Canarias no ha parado de estudiar y formarse.
A 1.600 kilómetros
Después de muchas esperas e incontables traslados en coche y a pie, el joven maliense logró embarcarse en una barquilla precaria. «La primera vez que vi el mar fue cuando me subí al cayuco. Antes solo lo había visto en vídeos a través del móvil», recuerda Toure. En ningún momento se dejó vencer por el miedo a lo desconocido. Zarpó de madrugada, desde M’Bour, una ciudad costera a cien kilómetros de Dakar (Senegal). La travesía duró una semana, a pesar de que la previsión de quienes organizaban la expedición era tardar solo 72 horas en llegar a Canarias.
«La primera vez que vi el mar fue cuando me subí al cayuco», recuerda el joven maliense
El océano estaba intratable y el cayuco se movía a merced del oleaje. Después de casi cinco años, no se le borra de la mente el soplido incesante del viento y el estruendo de las olas rompiendo contra la barquilla. «El primer día fue horrible. Pasé mucho miedo. Pensé que íbamos a morir todos. No parábamos de vomitar unos encima de otros. Después, el mar se calmó, pero a los tres días de navegación nos quedamos sin agua y sin comida«, relata Toure, quien sabía que la premisa al subirse a un cayuco era «morir o llegar».
Al ver en el horizonte el barco de Salvamento Marítimo que acudió a su rescate se desató la felicidad en su interior. Al desembarcar en Arguineguín sintió que volvía a nacer. El entusiasmo y la incertidumbre se desataron a partes iguales. Aunque su estado de salud era aparentemente bueno, estaba agotado. «Me pasé siete días seguidos durmiendo en el centro de acogida. No sabía si era de día o de noche. Necesitaba descansar. En mi cayuco llegamos 15 menores y a todos los pasó lo mismo», rememora Toure.
«Durante un año me movieron de un sitio a otro. No sé ni qué ruta hice. No sabía donde estaba», señala Toure
Cuando logró reponer fuerzas, llamó a sus padres. Los 1.600 kilómetros que les separaban no fueron suficientes para que el chico no sintiera la satisfacción y el alivio que le transmitieron. Según recuerda en esa llamada telefónica hubo en estallido de alegría: «Estaban muy felices. Pensaban que había muerto, como tantos que no llegan». Desde que se ubicó, empezó a aprender español. Durante seis meses estuvo en un centro en Gran Canaria y después lo trasladaron a Tenerife, donde reside actualmente. Allí se sacó el título de Formación Profesional Básica en Reforma y Mantenimiento de Edificios y cursó varios talleres de especialización. «Me despertaba a las cuatro de la mañana para estudiar», apunta.
«Aquí estoy muy feliz»
Al cumplir los 18 años, en 2023, pasó a un piso para extutelados de la Asociación Coliseo en el que estuvo tres meses hasta que se pudo independizar. La misma organización lo contrató como auxiliar en un centro de menores, donde ayuda a los chicos que, como él, llegan al Archipiélago a bordo de cayucos y pateras. Su carácter, su esfuerzo, su responsabilidad y su compromiso con los estudios lo han convertido en un ejemplo, tanto para los jóvenes canarios como para los menores tutelados por el Ejecutivo regional.
Sus profesores le invitaron a dar una charla para que los compañeros de clase conocieran su historia y aprendieran a valorar lo que tienen. Ahora, casi cada semana, acude a un instituto para impartir una conferencia en la que relata su experiencia. Además, visita centros de acogida para explicar a los recién llegados que si se esfuerzan pueden tener oportunidades. «Aquí estoy muy feliz. Tengo muchos amigos. He crecido como persona y ahora puedo ayudar a otros migrantes», destaca.
Toure ha logrado cumplir el objetivo que se marcó al abandonar su hogar y su país: enviar ayuda económica a su familia. Si bien teme que alguno de sus dos hermanos quiera seguir sus pasos. «No les dejo venir en cayuco. Aunque les explique bien cómo es el viaje nunca podrán entender lo duro que es», subraya. Hace ya seis años que no ve a sus padres y sueña con poder traerles, pero en avión, aunque es consciente de los problemas burocráticos que eso conlleva. «En cuando pueda, quiero volver de vacaciones a Malí», concluye.
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