“La industria, el transporte y la construcción no alcanzarán las cero emisiones este siglo”

Jim Skea (71 años, Escocia) lleva dos años al frente del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), el órgano científico de Naciones Unidas de referencia para el seguimiento del calentamiento del planeta. “No ha sido un mandato fácil”, admite Skea a este periódico. Lo hace minutos después de abandonar el escenario del Cercle d’Economia en Barcelona. Desde allí ha advertido que los sectores del transporte, la industria y la construcción no lograrán alcanzar las cero emisiones en este siglo. ¿Por falta de voluntad? No exactamente. “Sencillamente, aún no existen los medios técnicos para conseguirlo”, ha argumentado. En un mundo un grado y medio más cálido que en la era preindustrial, sacudido por múltiples turbulencias geopolíticas, Jim Skea se sienta con EL PERIÓDICO para analizar los efectos del cambio climático en la economía española. Mañana jueves se reunirá con el president de la Generalitat antes de regresar al Reino Unido.
Ha dicho que el sector del automóvil no alcanzará las cero emisiones netas durante el siglo XXI. ¿Es así?
Sí. Pero no todo es tan dramático. Nuestro último informe muestra que las energías renovables son un 80 % más baratas que hace 10 o 15 años. También se ha abaratado notablemente la energía eólica, así como las baterías de litio, fundamentales para la fabricación de vehículos eléctricos. Estos avances, por primera vez, demuestran que las energías limpias pueden ser una alternativa competitiva frente a los combustibles fósiles.
La industria automovilística no es tan optimista. Ayer, Luca de Meo, consejero delegado de Renault, advertía que si la UE no flexibiliza sus exigencias ecológicas, el mercado podría reducirse a la mitad. ¿Percibe un desinterés por la cooperación global?
Somos muy conscientes del actual contexto geopolítico, que es, sin duda, complejo. En el propio IPCC estamos enfrentando nuevas dinámicas, como la relación con Estados Unidos. Pero al mismo tiempo, en febrero celebramos una sesión plenaria en China con 130 países representados. La gente sigue sentándose a hablar.
Otra gran preocupación es la caída de la productividad, a menudo asociada a una carga regulatoria. ¿Cómo se reconcilian estos dos ritmos tan distintos?
Hay que recordar constantemente las consecuencias de no actuar. Si seguimos el rumbo actual, los riesgos económicos derivados del cambio climático serán muy graves, además de los llamados “riesgos de transición” asociados a aplicar políticas ambiciosas. No se trata solo de lo que cuesta actuar, sino —y esto a menudo se olvida— de lo que cuesta no hacerlo.
¿Por qué es tan difícil?
Es evidente que las personas tienden a reaccionar ante lo inmediato, lo visible. Pero llevamos al menos dos años observando temperaturas globales completamente fuera de lo habitual. Y si miramos ciertos indicadores regionales, como la temperatura de los océanos, en algunos casos se han salido directamente de escala.
Desde el punto de vista económico, ¿qué consecuencias destaca?
En el ciclo anterior abordamos esta cuestión con un enfoque más sistemático. Comparamos los beneficios de actuar —en términos de impactos evitados— con los costes de aplicar políticas de mitigación.
¿Cuál fue la conclusión?
Bastante clara: a largo plazo estaremos mucho mejor si actuamos con mayor ambición. No solo reducimos emisiones, también prevenimos desplazamientos masivos, tensiones sociales o presión sobre la vivienda.
Desde 2008, más de 20 millones de personas han sido desplazadas por fenómenos climáticos extremos. Algunas proyecciones hablan de hasta 1.200 millones en 2050…
Todo eso está conectado. Solo que muchas veces no lo percibimos como parte del mismo problema.
¿Tendremos que acostumbrarnos a la inestabilidad como norma?
Las inundaciones en Valencia del año pasado, por ejemplo, ya son parte de esa realidad. Pero debemos recordar que lo que vemos ahora no es lo peor. Si seguimos así, el planeta podría calentarse 3 °C más para finales de siglo. Y lo que hemos vivido hasta ahora no es nada comparado con lo que vendría si superamos los 1,5 o los 2 grados. Ahí hablamos de impactos sistémicos: caídas en la productividad agrícola, en cultivos básicos como el arroz o el trigo, que acabarían afectando a los mercados alimentarios a largo plazo.
Barcelona, como gran parte de Cataluña, sufre sequías y olas de calor cada vez más frecuentes. ¿Qué papel pueden jugar las ciudades mediterráneas en la lucha climática?
La adaptación es clave, especialmente en esta región. El problema es que estas medidas son más difíciles de identificar. Están entrelazadas con otros desarrollos: infraestructura, planificación urbana, desarrollo económico… No es tan directo como medir emisiones. En mitigación tenemos una métrica clara —el CO₂ equivalente— que puedes cuantificar, ponerle precio, comparar. En adaptación no existen indicadores tan definidos.
¿Puede dar un ejemplo concreto?
La agricultura, donde la elección de cultivos, el desarrollo de variedades más resistentes, o la gestión del suelo juegan un gran papel. Si se gestiona bien, el suelo no solo mejora la resiliencia climática, sino que también puede capturar y almacenar carbono. Es decir, una acción puede servir a la vez para mitigar y para adaptarse.
¿Y es efectivo?
Por supuesto, pero no basta con convencer a unas pocas grandes empresas. Hay que movilizar a millones de agricultores. Y eso es mucho más complejo. Es fácil que un pequeño grupo tome una gran decisión, pero movilizar a consumidores y pequeños productores es el verdadero reto.
A nivel urbanístico, las superilles de Barcelona han sido elogiadas internacionalmente por rediseñar la ciudad para las personas. ¿Este tipo de medidas son esenciales para lograr la neutralidad climática?
Las ciudades son clave porque, a lo largo de este siglo, la mayoría de la población mundial vivirá en entornos urbanos. Pero no son iguales. En Europa, muchas son urbes maduras, y el reto es adaptar infraestructuras existentes. En otras regiones, las ciudades crecen rápidamente, y allí el desafío es planificar desde cero o gestionar asentamientos informales. Barcelona está en el primer grupo. Su reto es adaptar lo ya construido a una nueva forma de entender el espacio urbano.
¿El principal obstáculo es la financiación?
En parte, sí. Para este ciclo se nos ha pedido elaborar unas directrices técnicas sobre adaptación y resiliencia, incluyendo métricas e indicadores. El objetivo es facilitar más inversiones en este ámbito.
¿Hay unanimidad en el panel del IPCC sobre los retos?
En el IPCC, todas nuestras conclusiones deben ser aprobadas por consenso entre gobiernos, y eso influye en cómo usamos ciertos términos. Nos preguntamos si todo cambio debe ser transformador, o si una suma de cambios incrementales también puede lograr transformaciones profundas. A veces lo que a una persona le parece una transformación, a otra le parece un pequeño paso. Depende del punto de partida. Hemos discutido mucho sobre si es más útil hablar de transformaciones o de transiciones. Y, a veces, el uso excesivo de adjetivos puede distraernos de lo esencial.
¿Qué propone entonces?
Centrarnos en las acciones concretas. Ahí está la clave. Cómo las etiquetemos —si como transformadoras o no— es secundario frente a su impacto real.
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