La montaña rusa del autónomo
Ser autónomo es como apuntarse a un máster en supervivencia impartido por el Ministerio de Hacienda: caro, agotador y con escasas probabilidades de graduarse con buena nota. Quien firma la matrícula de ese máster —con más pruebas que en “Supervivientes” y menos recompensas que en un rasca de la ONCE— suele empezar recitando la frase que aparece en su portada: “Quiero ser mi propio jefe”. Un clásico del autoengaño contemporáneo, porque el autónomo será su propio jefe… pero también su administrativo, su contable, su departamento legal, su chófer, su psicólogo de guardia e incluso el becario al que nadie compadece.
[–>[–>[–>La cuota se abona religiosamente cada mes aunque la facturación sea más escasa que la renta de goles del Oviedo. A ello se suma la burocracia, un parque de atracciones sin barra de sujeción donde cada formulario es una montaña rusa, cada trámite un looping inesperado y cada recargo un pelotazo en la cara en la barraca del muñeco del pimpampum. Los beneficios del autónomo se mueven más que los concursantes de “Fama” en una clase de zumba. Abrir un negocio es como participar en “Go talent”.
[–> [–>[–>Porque, si un autónomo monta un circo, le crecen los enanos, le lloran los payasos y se le llena de agujeros la red de los trapecistas. Y aun así sigue en la brecha con una mezcla de heroicidad y fe irracional que haría sonrojar a cualquier superhéroe de Marvel. Total, ellos solo salvan el mundo en una película; el autónomo, en cambio, intenta salvar el trimestre cada tres meses. Lo cual requiere poderes extraordinarios.
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