Cena en Delhi
El ambiente en la capital india era imposible. Una congestión circulatoria que asustaba y una contaminación atmosférica en niveles de total prohibición para las vías respiratorias. Hoy por suerte había más limpieza en el aire. Desde el hotel Radisson, en la zona noble y verde de la ampulosa ciudad, me disponía a contratar dos autorickshaws, los populares tuk- tuk asiáticos de color verde y amarillo que circulan por doquier.
[–>[–>[–>El precio se negocia. Llevan taxímetros pero nunca los utilizan. Treinta rupias por dos horas de paseo cada artefacto.
[–> [–>[–>Paco Vañó, propietario del aceite Castillo de Canena de Baeza; su mujer, Amelia; Karmen Garrido, presidenta de la Federación Española de Periodistas y Escritores de Turismo (FEPET), y el que suscribe estábamos interesados en conocer uno de los más renombrados restaurantes de Nueva Delhi, Bukhara. Y hasta allí nos fuimos previa reserva matinal. El periplo urbano en esos originales motocarros resultó una experiencia única, y en la noche mucho más. Auténtica marabunta de coches, motos, bicicletas, carros arrastrados por camellos, vacas por las orillas con el ruido ensordecedor de fondo a través de las bocinas, los motores y los claxons perennes.
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Un mundo indescifrable para adentrarse en la esencia de una urbe con más de treinta millones de habitantes sin control estadístico. El paseo por la ciudad imperial construida por el arquitecto inglés Edwin Lutyens, que sirvió como capital de la India británica de 1911 en adelante, es un regalo para los sentidos, lo mismo que la zona de las especias, un lugar único e intransitable por el bullicio cotidiano y deambulante de sus moradores y turistas.
[–>[–>[–>Supone una vorágine sensual y desconcertante de incienso, especias aromáticas picantes, humo de rickshaws, colores vistosos y tiendas diminutas repletas de artículos brillantes. Todo un mercado callejero donde se vende de todo, desde zapatillas bordadas y brazaletes nupciales hasta cometas de papel y reluciente y olorosa cúrcuma. El viaje nocturno sigue sus pasos con paradas técnicas entre amplias avenidas, palacetes imperiales, hoteles y jardines con esa intención de observar el espectáculo de una ciudad que no duerme.
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Pronto nos acercamos al restaurante Bukhara en una especie de oasis urbano con aceptable tranquilidad y un trato con devoción profesional. Diseño tradicional hindú, asientos bajos y una cocina sorprendente donde la culinaria básica y la creativa se dan la mano. Los kebabs, currys y thalis suponen un torbellino de sabores especiados donde el picante manda. Y para los vegetarianos es el mejor país del mundo. Aquí en este local está representada la gastronomía de este inmenso país, como los platos de pescado con boniato frito o «Palak Patta Chaat», espinacas crujientes con patatas y garbanzos aderezadas con yogur especiado y chutneys, además de magníficos postres, sin olvidar el pollo con arroz basmati y las suculentas sopas vegetales o de lentejas.
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[–>Una cena de marajás muy distendida donde los sabores y olores suponen un perfecto reflejo de lo que significa el país más poblado del mundo. Cada bocado de estas suculencias culinarias era como un recorrido por los monumentos imprescindibles de aquí. Taj Mahal, el fuerte rojo, Qutab Minar, el fuerte Amber, Fatehpur Sikri o el mausoleo de Gandhi, por poner algunos ejemplos de la riqueza patrimonial de la India. El ilustrado gastrónomo francés Jean Anthelme Brillat-Savarin, en su «Fisiología del gusto», decía que los restaurantes son aquellos comercios que dan de comer a quien quiera, cuanto quiera, a cualquier hora y a precio fijo. Y en Bukhara, con los tiempos actuales, esa aseveración se cumplió. Y de cierre unos gin tonics, Bombay saphire, con golpe de cúrcuma y las sensaciones gustativas colmadas. La vuelta al hotel, ya en taxi, resultó más sosegada. «Namasté».
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