Azores: belleza salvaje en los confines de Europa | Guía El Viajero 2025
Aquí se desvanece Europa. En mitad del Atlántico Norte, a casi 2.000 kilómetros de algún continente, por el Este o el Oeste, es justo preguntarse si aquí acaba o empieza todo. Flores es una isla paradisiaca cuando hace sol e intimidante cuando los huracanes desfilan por el pasillo oceánico. El último que se acercó peligrosamente, el Lourenço, se llevó por delante el puerto comercial de Lajes das Flores, en 2019. El paisaje de esta tarde de finales de abril alrededor del faro Albernaz, casi la última o la primera luz europea del hemisferio norte que verán los barcos según la dirección de su travesía, está más cerca de la ilusión del paraíso. Una tarde fresca y apacible, nada que ver con las furias del invierno. Pero, sin intemperie, admitámoslo ya, no hay paraíso.
Desde el faro se ven dos islotes. El de Maria Vaz, que frecuentan los submarinistas, y el de Monchique, pequeño y más alejado de la costa, en puridad el penúltimo confín donde pagar con euros si hubiera aquí algo que comprar. Desde un punto de vista geográfico, las Azores son europeas como podían haber sido americanas. La historia, como sabemos, a veces va por libre. Y los navegantes portugueses del siglo XV iban más por libre que nadie. Un día llegaron a Flores y Corvo y las hicieron suyas. En lo que pasó después hay relatos de esclavos, corsarios, milagros, naufragios, emigración y resiliencia, mucha resiliencia.
Una resiliencia basáltica como la de las piedras que trazan muros con la altura justa para cercar ovejas y vacas. Alrededor del faro Albernaz solo había seis turistas, deslumbrados con pastos de verde iridiscente y un mar que no se cansa nunca de romper contra la isla. Es difícil describir una de las puestas de sol más tardías de Europa sin caer en lo de siempre. Pasen y vean. Hay que asistir a este crepúsculo al menos una vez en la vida. Pero pueden elegir entre cualquiera de las nueve islas azorianas para levitar. El mal de Stendhal acecha en todas partes. En el archipiélago se compite duramente por el podio de la belleza. Cada visitante tiene el suyo. Y cada isla tiene su hecho diferencial, aunque también todas responden a una identidad que Vitorino Nemésio, uno de sus escritores más importantes, definió hace casi un siglo como “azorianidad”. Algo que viene de la tierra volcánica. “La geografía, para nosotros, vale tanto como la historia”, avisó.
Flores y Corvo, declaradas reserva de la biosfera por la Unesco (en 2009 y 2007, respectivamente), son las islas occidentales de las Azores. Durante años, sus habitantes se sintieron más cerca de los americanos que de los europeos. La población emigró en masa a Canadá y Estados Unidos para huir de la pobreza. Aquel eldorado se apagó. Y Bruselas, con todos sus defectos burocráticos, desplegó hace cuatro décadas un manto proteccionista de millones de euros para desarrollar uno de los territorios más pobres de la Unión Europea. Si hoy se puede aterrizar en el pequeño aeródromo de Corvo es gracias a ese dinero que va a regiones ultraperiféricas como Azores, Canarias o la Guayana Francesa. Ya nadie se siente más americano que europeo. Y si alguien tenía dudas, contará Margarida Rita Pimentel en su casa de Corvo, el presidente estadounidense Donald Trump acabó de despejarlas.
Flores, más miradores que semáforos
Este viaje comenzó en Flores sin flores. Las hortensias que jalonan carreteras, caminos y veredas todavía no habían brotado. El estallido comienza a partir de junio. Incluso sin hortensias azules y lilas, una tiene la sensación de desplazarse por una postal. Da igual la carretera que escoja, hacia Ponta Delgada en el norte o Lajes das Flores en el sur, para recorrer una isla de 143 kilómetros cuadrados, la mitad de El Hierro, la más pequeña de las Canarias.
En un lugar con más miradores que semáforos, lo suyo es detenerse sin ansiedad a observar el océano, las chimeneas volcánicas cercanas al pico da Sé, los pasillos de cedros o la Rocha dos Bordões, una formación geológica con más de 570.000 años donde la piedra parece alinearse en lomos como si fuesen los libros de una biblioteca. Ahora bien, puede que el paisaje desaparezca en pocos minutos. En las islas pueden vivirse las cuatro estaciones en un solo día y pasar del cielo límpido a otro de nubes negras o de niebla densa en el tiempo de tomar un café. Tal vez entonces sea buen momento para visitar las singulares iglesias de basalto (la más antigua, Nossa Senhora do Rosário, es del siglo XVIII en Lajes das Flores y está cubierta de azulejos), donde los azorianos han buscado protección en mitad de la nada. En la zona central de Flores, el planalto donde dicen que se conserva la mejor turbera del Atlántico, pueden visitarse las siete lagoas (Rasa, Funda, Branca, Lomba, Negra, Comprida, Seca) de las calderas volcánicas. Ninguna se parece a otra. No lejos de las caldeiras Negra y Comprida está el Poço da Ribeira do Ferreiro, la principal atracción de la isla. Es fácil acceder desde la carretera que lleva a Fajã Grande. Desde el lugar de estacionamiento, un sendero de 800 metros de piedras irregulares (peligroso cuando ha llovido) lleva hasta el punto donde se concentran varias cascadas, que se desploman por una ladera vertical de 200 metros de altitud. Otro espectáculo, sí.
A finales de abril, había al menos 15 torrentes con agua, pero la montaña muestra huellas de otros. A los pies del acantilado hay una laguna que, con la luz apropiada, ejerce de idílico espejo. Este paraíso está ahora en manos privadas, tras la progresiva compra de terrenos de una pareja extranjera sin que el Gobierno regional de Azores, que tiene derecho de retracto, haya mostrado interés por hacerse con uno de los espacios más delicados de todo el archipiélago portugués. Los nuevos propietarios disuaden ahora de la caminata por algunos senderos donde han cruzado palos y han domesticado áreas del parque natural para crear un conjunto de terrazas ajardinadas.
No lejos del pozo está Aldeia da Cuada, donde se han recuperado casas abandonadas por los emigrantes para crear un complejo turístico respetuoso con el pasado. Se han preservado tanto el pavimento irregular como los muros de piedra negra de casas y caminos, sin hormigón a la vista. Cada casa tiene un cartel a la entrada con el nombre de su antiguo propietario. Un homenaje romántico.
En Fajã Grande dispone de varias opciones para comer. En este viaje fuimos al restaurante Maresía, abierto por Jorge Brilhante hace 13 años frente a las piscinas naturales que forman los arrecifes volcánicos, un accidente que se repite a menudo en las islas y que suple tanto la falta de playas cómodas como las piscinas artificiales. El Maresía es un espacio singular, con sofás y mesas mirando al océano, donde, de nuevo, se ejecutará una puesta de sol de aplauso. No hay carta propiamente. Cada día se come lo que hay.
Descarten la idea de los atracones de pescado en cualquier sitio. A los azorianos les encanta la carne y, tanto en Flores como en Corvo, disponen de ganadería para abastecerse. Si comparte el gusto de los azorianos, en Santa Cruz, la capital de Flores, es recomendable O Mergulhador, especializado en grelhados. Y si quiere pescado fresco, acuda al restaurante popular de enfrente, O Moreão, que lo lleva del mar a la mesa.
Hay cuatro senderos oficiales en la isla. El más grande recorre 47 kilómetros entre Santa Cruz, Ponta Delgada y Lajedo. El más pequeño es un sendero en el sur que identifican como circular, aunque es de ida y vuelta en la Fajã de Lopo Vaz, donde podrá encontrar una playa de arena volcánica. Si quiere mirar al Atlántico, olhos nos olhos, descienda por este sendero estrecho y escabroso que no da vértigo porque la vegetación lo impide y que arranca en un merendero muy cuidado. A pocos metros de la salida descubrirá un altar improvisado, con varias figuras de vírgenes, alguna decapitada que conserva la cabeza a los pies. Alguien ha dejado un reloj que funciona perfectamente. Es una zona de microclima tropical y sin cobertura. Otra felicidad.
En abril nadie molestaba. Se escuchaban pájaros y olas. En la playa hay una casa de madera amarilla, acaso la propiedad con mejores vistas del Atlántico Norte. Cuando el océano está de buenas, sus ocupantes deben sentirse los más afortunados de la Tierra. Cuando no lo está, miedito. Llegar hasta la casa del paraíso con la compra o el carro del bebé tampoco es una broma. Hay que emplear el mismo esfuerzo que empleaban los neandertales para llegar a su cueva con trozos de bisonte. El dueño de la casa amarilla ha debido de hartarse del paraíso y de imitar a los neandertales: ha colgado el cartel de “se vende”.
En Santa Cruz se ve poca gente. Es interesante visitar el museo construido en la antigua fábrica de ballenas del Boqueirão, activa entre 1944 y 1981. Los isleños de Flores se dedicaron a la caza de cachalotes durante décadas. Lo hacían en pequeños botes desde donde lanzaban los arpones contra el mamífero, que luego era arrastrado y descuartizado en la isla para producir aceite y harina. De su destreza habla Herman Melville en Moby Dick: “Una cantidad no menor de balleneros proviene de las Azores, donde los navíos de Nantucket completan sus tripulaciones con los sólidos campesinos de esas islas rocosas… No se sabe por qué, pero es de los islotes de donde salen los mejores balleneros”. En 1981 se cazó allí el último cachalote.
Hay dos cosas que aprender en cuanto se llega a estas islas. Hay que caminar siempre mirando los pies fuera del asfalto y hay que viajar siempre sabiendo que habrá sorpresas. Los horarios de aviones y barcos son provisionales. Cosas de la intemperie. Sus habitantes no se estresan. Si hoy les suspenden un vuelo, saben que mañana habrá otro. El mal tiempo es ingobernable, pero la ansiedad, no.
Si Flores es un confín de Europa, Corvo es el fin del mundo. En primavera no hay conexiones diarias entre las dos islas. Nuestro vuelo a Corvo se suspendió por el mal tiempo. Sata, la aerolínea regional, nos ofreció a los cuatro pasajeros colgados la opción de viajar en barco. Dijimos que sí. Pensamos que navegaríamos en el Ariel, que hace la travesía desde 2009. Mientras la lluvia arreciaba, entraron en el muelle de Santa Cruz dos zódiacs con ocupantes empapados. Allí estaban los sustitutos del avión de Sata. Los pasajeros procedentes de Corvo, solidarios, compartieron sus bolsas de basura para proteger nuestros equipajes. “Have a good trip”, dijo con media sonrisa irónica uno de los marineros.
La lancha es una de esas embarcaciones rápidas semirrígidas que aquí se usan para avistar ballenas y delfines y en otros lugares para descargar cocaína. Los asientos son barras para ir a horcajadas como si se tratase de una montura. Muy propio para una travesía que imitó la carrera de un caballo haciendo saltos de obstáculos. No era el peor mar del mundo, pero tampoco tenía un día cariñoso. Así que no había muchas condiciones para recrearse en el perfil de Flores mientras quedaba atrás. Concentrados en no caer del caballo, llegamos a Corvo como había que llegar: desde el mar, igual que el escritor Raul Brandão había hecho un siglo antes para escribir As ilhas desconhecidas.
Corvo, escupida por un volcán
Corvo son 17 kilómetros cuadrados escupidos por un volcán y 18 kilómetros asfaltados de carretera. Poco más de 400 habitantes. Si alguien sufre un infarto, tiene que alertarse un transporte aéreo de emergencia para el traslado a un hospital. Si alguien quiere comprar una lavadora o un combo de sushi tiene que ir a otra isla. Si una adolescente quiere estudiar Medicina tiene que viajar casi 2.000 kilómetros para completar la licenciatura. Cierto.
Pero tiene una de las arquitecturas urbanas azorianas más armónicas, con casas apiñadas y ruas retorcidas pensadas en su día para defenderse de los piratas. Los vecinos decidieron combatir la soledad y la crudeza con solidaridad. Corvo, escribió Brandão en 1924, “tiene algo de monástico, de convento erguido en mitad del mar”. Tiene también, explica su alcalde, José Manuel Silva, “tranquilidad, proximidad con la naturaleza y la facilidad para hacer cosas que no logras en otros sitios, como salir del trabajo y bañarte en el mar”. Si quieres descubrirlo, añade, necesitas dormir en la isla. “Si vienes cuatro horas, como la mayoría de los visitantes que traen en barco de Flores cada día de verano, no estuviste en Corvo. Solo pasaste por aquí”.
Casi todos los corvinos pueden identificar sus raíces locales al menos hasta la generación de sus tatarabuelos. El pasado de la isla puede conocerse en la Casa do Tempo, donde se cuentan historias de naufragios como el Senhora das Vitórias, hundido a 30 metros de tierra con 34 pasajeros que viajaban para participar en una fiesta religiosa en el verano de 1942. Los vecinos salvaron vivos y rescataron nueve muertos. El océano engulló ocho cuerpos.
En la pequeña isla aprendieron a sobrevivir en comunidad. Si el Mediterráneo forja hedonistas, el Atlántico es una fábrica de estoicos. En Corvo ha desaparecido la pobreza, pero la resiliencia persiste como parte del paisaje de prados y piedras. La isla más diminuta de las Azores tiene, además, el que acaso sea el cráter más hermoso de todas. El Caldeirão, al que se llega por la única carretera asfaltada, tiene una laguna profunda (300 metros), cuyo perímetro se puede recorrer fácilmente cuando hay visibilidad, algo que cambia a toda prisa. En el agua afloran nueve islotes de tierra que los corvinos identifican con las nueve islas del archipiélago. Cuando la niebla se desvanece durante unos minutos, se descubre con sorpresa que allí no está el fin del mundo, sino el principio de todo.
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