Bajen la tapa pública y cierren la puerta pública
Aunque parezca mentira por el comienzo de este artículo, comparezco hoy aquí para someter a juicio del lector cuál es la esencia del ser humano en su relación con el bien común y la armonía pública. Ahí queda eso. Lo hago mediante el análisis del comportamiento del personal en los lavabos o baños públicos. Ahí vuelve a quedar eso. Mi tesis: ¿A quién diablos le importa lo público macro si basta con acudir a una cafetería –discreta, tipo tetería–, un centro de salud, un teatro, un centro municipal, etc., para ver desde puertas afuera (el interior es abominable) el uso abusivo que la clientela hace de sus servicios públicos micro?
[–>[–>[–>Hace unos 400 años, el descarado y woke y extravagante y cachondo y malaleche y cultísimo y excelente escritor Francisco de Quevedo nos dejaba escrito lo siguiente en su «Premática y Aranceles generales», como acusación particular: «Los que, sonándose las narices, en bajando el lienzo lo miran con mucho espacio, como si les hubiese salido perlas dellas y las quisieran poner en cobro, condenámoslos que, cada vez que incurrieren en ello, den una limosna para el hospital de los incurables, porque nunca falte quien haga otro tanto por ellos». También Mateo Alemán vino a decir lo mismo a caballo de los siglos XVI y XVII en su «Arancel de necedades», o lo escribió antes o qué más da para mi propósito.
[–> [–>[–>Desarrollemos. Una «premática» es una ley emanada de autoridad competente, diferente a los decretos y a las órdenes generales en las fórmulas de su publicación. Los «aranceles» son las tasas y valoraciones, las mismas con las que ese zapato veloz pelirrojo de USA nos amenaza con frecuencia a quienes no hemos hecho ná de ná. Quien emite la premática arancelaria en la broma nada broma de Quevedo es «Nos, la Razón, absoluto señor, no conociendo superior para la reformación y reparo de costumbres contra la perversa necedad y su porfía, que tanto se arraiga y multiplica en daño notorio nuestro y de todo el género humano: por evitar mayores daños…».
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Y a continuación dicta unas cuantas disposiciones tan descacharrantes como de sentido común –ay, si lo hubiere– y da una serie de castigos según fuere la falta o delito. (El lector me perdonará escribir en español y no zaranjandear majaderías en espanglish). Así que viene a decir Quevedo en libérrima traducción mía: «A aquellas personas que se suenen las narices y al terminar miren en su pañuelo y muy atentas los mocos que han expulsado, como si fuesen joyas valiosísimas y como tales los valorasen, la Razón las condena a que paguen multa en pro de la sanidad pública –negociado de enfermos crónicos–, porque es algo tan habitual, común y asqueroso que nunca faltará quien lo practique, por los siglos de los siglos».
[–>[–>[–>Vamos a a mayores. Suelo tomar un tecito con unos bizcochitos en alguna de las confiterías de mi barrio. De las que no tienen televisión puesta al alto la lleva ni luces cegadoras. Pues bien, cuando alguno de los clientes acude a los lugares comunes (cómo atinaba Covarrubias, ya en el XVII, al nombrarlos: «comunes») o excusados, evacuatorios, jardines, letrinas, mingitorios, tocadores, váteres… para aliviar sus urgencias mayores o menores, casi parece norma que dejen la tapa del inodoro alzada, la puerta de su retrete abierta, la puerta del vestibulito de par en par, la puerta del lugar expedita y franqueada. De ese modo, acompañamos los demás nuestro té y sus pastas con los delicados perfumes apestosos y los liberados gérmenes pestilentes emanados de tan recóndito lugar; alegramos risueños la vista con los desechos arrojados al suelo por los usuarios; imaginamos esparcerse por el aire bacterias y efluvios, nos agrupamos todos en la porquería común.
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A esa mayoría que tal obra (con perdón), ¿es a la que pedimos respeto por lo público en instituciones y otros parlamentos? Si esto hacen en seco, qué no harán en mojado.
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