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Canadá primero: en tren de Montreal a Toronto | Guia El Viajero

Canadá primero: en tren de Montreal a Toronto | Guia El Viajero
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  • Publishedjunio 6, 2025



El gran escritor de Montreal Mordecai Richler definió Canadá por boca de su alter ego Barney Panofsky, tan odioso y tan tierno, como “un país de locos, insufriblemente rico y gober nado por idiotas, cuyos problemas, creados por ellos mismos, ofrecen un alivio cómico a los males del mundo real”. Es tentador imaginar cómo se habría tomado Richler —que también, o sobre todo, era un fenomenal polemista— los males, estos sí, reales que el tragicómico regreso a la Casa Blanca de Donald Trump ha traído a su país, con sus amenazas arancelarias, los insultos al primer ministro y sus ataques a la soberanía de Canadá. Llevar la contraria era el deporte favorito del escritor, pero seguramente hasta él, que murió en 2001, habría estado de acuerdo con esa abrumadora mayoría de sus compatriotas que no quiere saber nada de convertirse en el Estado número 51 de Estados Unidos.

Las bravatas de Trump han resucitado un orgullo nacional dormido. Con el filósofo montrealense Daniel Weinstock, “antinacionalista convencido”, ha funcionado: aún sigue sorprendido al comprobar hasta qué punto está “orgulloso de ser canadiense”, y por eso nos recibió en su casa del barrio de Monkland, en la capital de la soberanista provincia de Quebec, con una camiseta que decía “Codos arriba”, lema que los suyos han reciclado de la leyenda del hockey Gordie Howe como grito para la resistencia contra el vecino abusón.

Muchos de sus compatriotas, advierte la gloria nacional de las letras canadienses, Margaret Atwood, han cancelado sus viajes al sur, adonde tenían por costumbre ir en busca de un poco de calor. “Espere un repunte de canadienses en México y el Caribe”, nos advirtió Atwood en un e-mail con su acostumbrada ironía cuando este viaje en tren por Quebec y Ontario nos llevó a Toronto. La autora de El cuento de la criada estaba en ese momento en Ciudad de México, donde ya pasaba temporadas antes de Trump. Y no andaba desencaminada: Canadá solía encabezar la lista de países que más turistas aportan a EE UU (casi 21 millones en 2024, según la US Travel Association), pero esos números han caído hasta un 22% en estos meses. El nuevo inquilino de la Casa Blanca también ha logrado que los vecinos del norte retomen otra costumbre local olvidada: viajar a otras provincias. “¿No es fabuloso que estemos redescubriendo nuestro país? Es la ley de con secuencias imprevistas: Trump nos ha empujado a cono cernos los unos a los otros. Canadá está viviendo un renacimiento”, considera la dama de la novela negra Louise Penny, cuyo exitoso detective francófono, Armand Gamache, ha mostrado a millones de lectores de todo el mundo el lado criminal de Quebec, la belle province.

Un tren deja atrás el Downtown de Toronto, con la Torre CN al fondo (Canadá).

Antes, muchos de sus compatriotas podrían haber firmado otra cita de Richler: “Hogar, para mí, es Montreal; el resto es geografía”. Se trata de una geografía inabarcable, pintoresca (como saben los fans de Al norte del norte, la nueva serie de Netflix, que transcurre en el territorio ártico de Nunavut) y en gran medida inhóspita: Canadá es 20 veces más grande que España, pero tiene ocho millones de habitantes menos. Y un 80% de ellos viven pegados a la frontera con EE UU.

Es también un país sobrado de encantos naturales, pero este viaje no se fija en ellos, sino que propone una ruta urbana a bordo de los trenes de VIA Rail. No son especialmente rápidos ni cómodos, y es posible que le miren raro cuando diga que piensa cubrir los 550 kilómetros que separan Toronto de Montreal en cinco horas en lugar de en los 75 minutos que tardaría en avión. Pero mientras llega la alta velocidad, que las autoridades prometieron en febrero pasado, el del tren se antoja como un lujo tan civilizado como la misma idea del transporte público, toda una excepción en Norteamérica, para un viaje entre Quebec, corazón de esa francofonía que lleva tres siglos de resistencia frente a la mayoría inglesa, y Toronto, el gran motor económico. El tren hace parada también en la vibrante Montreal y en la capital del país, Ottawa.

Además de los encantos de esas ciudades y las animadas conversaciones sobre el único tema posible (Trump, sí), se llevará consigo de recuerdo los paisajes que se despliegan al otro lado de la ventanilla.

El interior de la basílica Notre-Dame de Montreal.

1. “¡’Bonjour hi’, Montreal!”

Las identidades francesa e inglesa —sumadas a la indígena y a una inmigración que no cesa desde la fundación de Canadá— definen el país, y no conviven en ningún lugar con mayor desparpajo que en Montreal, donde el saludo de consenso, Bonjour hi, sirve para determinar en qué idioma, si en francés o en inglés, continuará la conversación. En realidad, el mosaico de la ciudad va más allá de sus dos lenguas, de las que solo una, el francés, es oficial desde 1977. El espíritu de Montreal es en gran medida la suma de las comunidades que se fueron haciendo fuertes a lo largo del siglo XX: la africana, la asiática, la italiana y, más recientemente, la hispana. También la portuguesa o la judía, cuyo rastro, diluido por décadas de mezcla, domina Plateau y Mile End, los barrios más animados, con sus tiendas de segunda mano, sus librerías, sus cervecerías artesanales, los modernos edificios de apartamentos y el inevitable aroma a gentrificación que suele envolver todo lo anterior.

En Montreal, a diferencia de en la mayoría de las urbes norteamericanas, es posible caminar por sus calles como si décadas de aburguesamiento no hubieran sucedido. Comer, por ejemplo, carne ahumada en Schwartz’s, deli judío justamente famoso pese a su engañoso aspecto de trampa para turistas, y cerdo en Wilensky’s, donde todo es tan chapado a la antigua que hasta hacen su propio refresco de cola. Pedir bagels para llevar en St Viateur o en Fairmount, dos experiencias excluyentes porque “o se es hincha de uno o del otro”, nos advierte la periodista española Irene Serrano, residente en Montreal desde hace 14 años. O ir a ver jazz en Upstairs, donde los menús están escritos sobre portadas de discos importantes, pero es mejor llegar cenado, y escuchar punk en directo en Casa del Popolo, con, como su propio nombre indica, su ambiente izquierdista y sus platos vegetarianos.

La música es una de las señas de la ciudad, cuna de grandes artistas como Arcade Fire, Patrick Watson, Paul Bley y, sobre todo, Leonard Cohen, al que Montreal ha dedi cado dos murales y ninguno está en la Parc du Portugal, plaza en la que tuvo una espartana casa hasta su muerte en 2016. Allí el protagonista es un grafiti de la cantante Amália Rodrigues (y uno sospecha que al autor de Hallelujah esa compañía no le habría disgustado). La gran fadista observa desde las alturas el bullicio del Boulevard Saint Laurent, una arteria que parte la ciudad y en la que caben casi todos los Montreal: el de las librerías (aquí está la espectacular Gallimard y, no demasiado lejos, The Word, buenos precios y una gran selección de segunda mano en inglés), el del cine (el coqueto Cinéma Moderne, donde también pasan películas de auteurs locales como Xavier Dolan o Denis Villeneuve) o el gourmet (por ejemplo, en el animado Café Olimpico). La ciudad, como casi todas, está viviendo una edad dorada culinaria, y hace tiempo que la contundente gastronomía quebequense es algo más que poutine, su plato más popular, una amalgama abierta a interpretaciones de patatas fritas, salsa de carne, queso, beicon y chalotas. Por ejemplo, las exquisiteces que sirve el moderno restaurante St. Denis o los cócteles del speakeasy Big in Japan.

Para sumergirse en el Montreal gay —de justa fama— está la zona de The Village y para dejarse llevar por los recuerdos de cuando la ciudad fue olímpica, en 1976, basta seguir el punto de referencia de la torre del gran estadio, esa especie de trampolín que se inclina sobre su estruc tura circular, a la que los locales llaman “la Gran O”.

La ruta de Cohen es una de las más populares entre los visitantes a Montreal, que la recorren mecidos por sus canciones o por la audioguía que la cantautora Martha Wainwright, junto a su hermano Rufus, otra gloria local, grabó para la radio pública. El recorrido va de la casa en la que nació el músico en el barrio judío de Westmount a Moishes Steakhouse, donde le gustaba almorzar; y de su alma mater, la Universidad McGill, en cuyo campus siguen vivas las protestas contra Israel por la guerra de Gaza, al Museo de Arte Contemporáneo (MAC).

Mural de Leonard Cohen en la calle Crescent, en Montreal.

El de Bellas Artes, el otro gran centro artístico de la ciudad, acostumbra a tener buenas exposiciones temporales, y eso compensa la decepción que supone la visita a la sala de muestras de un centro comercial a la que han trasla dado una versión disminuida del MAC mientras lo remo delan hasta 2028. El edificio original en obras está un poco más allá, junto a la Place des Arts, centro de artes escénicas en el que una exposición recuerda que, además de con los servicios de salud, los canadienses saldrían perdiendo en apoyo público a la cultura si llega la anexión con EE UU.

El más grande de los murales de Cohen parece pintado para poner la guinda a las espectaculares vistas del Belve dere Kondiaronk, en la cima del Mount Royal, una atalaya desde la que a lo lejos, tras los rascacielos del Downtown, asoma el río Saint Laurent y se adivina el pintoresco Viejo Montreal, un núcleo de callejuelas con edifi cios de hace cuatro siglos y restaurantes para turistas que desembocan en el puerto. Allí aguarda una última sorpresa: Bota Bota, un spa que empezó en una barcaza en el muelle y después se expandió en tierra firme con un jardín con piscinas. Es recomendable usarlo en lo más crudo del crudo invierno.

2. Quebec, identidad amurallada

A unas cuatro horas en tren de Montreal está, encaramada sobre el majestuoso curso del Saint Laurent y sobre su historia, que es también la de sus primeros pobladores europeos, la pintoresca Quebec, ciudad patrimonio de la Unesco desde 1985. Toda una fortificada anomalía.

El tren atraviesa la región de las grandes plantas de producción de aluminio y acero, heridas por los aranceles de Trump, para llegar al lugar en el que Samuel de Champlain fundó en 1608 un poblado para el comercio de pieles. Siglo y medio después, los franceses perdieron muy rápido la batalla de las Llanuras de Abraham, hoy convertidas en un plácido parque con un museo que recuerda con audiovisuales lo que pasó, por poco honroso que sea: los ingleses atacaron, los franceses capitularon en poco más de 30 minutos y así empezaron la colonización y la excepción del nacionalismo canadiense.

Una calle del centro de Quebec, ciudad cuatro horas en tren de Montreal.

La fundación del país como la suma de, al principio, cuatro provincias (además de Ontario y Quebec, Nuevo Brunswick y Nueva Escocia) no llegaría hasta 1867. Al otro lado de la frontera, acababa de terminar la guerra de Secesión y “muchos de los políticos y promotores de la anexión de Canadá al principio de la contienda retomaron la idea al final de esta”, escribe el historiador Robert Bothwell en Your Country, My Country (tu país, el mío, en español), una amena historia sobre la convivencia entre dos países tan diferentes y tan similares. Bothwell explica el surgimiento de Canadá como una reacción a ese “afán adquisitivo estadounidense” que Trump ha resucitado. Las nuevas amenazas de Wash ington han hecho que el soberanismo quebequense apar que las urgencias de plantear un nuevo referéndum. Están tocados, pero no hundidos, cuenta en un café de la ciudad extramuros Pascal Paradis, representante del renacido Partido Quebequense en el Parlamento provincial. “Trump pasará, pero el independentismo permanecerá”, advierte. Paradis describe la cultura francófona como “una minoría en un océano anglosajón con el imperio cultural de EE UU como vecino”. Siguiendo esa lógica, Louise Penny, la gran autora de novela negra, define a los anglófonos de Quebec como “una minoría dentro de una minoría”.

Penny ambientó en Quebec Enterrad a los muertos, una de sus mejores novelas, cuya trama, cómo no, gira en torno a un asesinato. Es tan particular el lugar del crimen, el Morrin Center, que nació como cárcel y hoy es una de las bibliotecas (en inglés) más bellas del mundo, que la escritora aún tiene que convencer a algunos de sus lectores de que no, no se inventó su existencia. Gamache, su detective con un punto gourmet, también recorre algunos de los sitios inevitables de la ciudad amurallada: el Château Frontenac, que presume de ser el “hotel más fotografiado del mundo”, el funicular que lleva hasta él, el puerto, la estatua de Champlain, las cafeterías y las pastelerías en torno a la Place d’Armes, un restaurante cantonés (Wong)…

En la parte antigua hay una callejuela, Rue Saint-Paul, con una hilera de buenos anticuarios y una tienda llamada Artisans Canada. Es uno de esos establecimientos basa dos en el producto local donde comprar un souvenir que el surgimiento del movimiento Made in Canada (Fait Au Québec, en este caso) ha hecho súbitamente mucho más interesantes. De nuevo, la culpa es de Trump.

También hay vida más allá del viejo Quebec. Por ejemplo, en el barrio de Saint-Roch, con sus restaurantes japo neses, su animación nocturna o sus terrazas. O en la Rue Saint-Jean, donde, al final de unas empinadísimas escaleras, uno puede comprar discos de colección (CD Mélomane) y tomar una cerveza enfrente, en Le Sacrilège, uno de esos bares decorados por la sorpresa de los que casi no quedan.

3. Conspiraciones políticas en Ottawa

Como buena capital administrativa, Ottawa podría exigirse más a sí misma, pero, como los del resto de esta clase de ciudades, sus habitantes tratarán de convencerle de que “tampoco es tan aburrido” vivir allí. La política está muy presente, como lo está en el skyline (es un decir) de la ciudad, a dos horas en tren desde Montreal, el edificio de cuento del Parlamento, que desde la pandemia convoca a una variada fauna de conspiranoicos que cuentan a quien quiera escucharlos historias para no dormir sobre manipulación mental a través de la inoculación de vacunas. Mejor esquivarlos educadamente e ir directo a la torre: se puede subir gratis (con reserva) y contemplar el trazado de una ciudad cuya gran virtud es que no es Toronto ni Montreal, y de ahí que la eligieran como capital.

La ceremonia del cambio de guardia en el Parlamento de Ottawa.

Para sentir un poco de la ansiedad de la Guerra Fría, a las afueras está el Diefenbunker, que mantienen intacto desde los tiempos en los que Ottawa temía un ataque nuclear de la URSS. Para experimentar la trepidante vida parlamentaria (otro decir), el bar restaurante afrancesado Metropolitan, favorito de los políticos, es un buen lugar ahora que Trump ha añadido un poco de picante a sus vidas y que ha caído en desuso la regla de oro sobre la política canadiense favorita del comentarista Paul Wells, residente en Ottawa: “En este país gana las elecciones siempre quien promete provocar más aburrimiento”. Si tiene mayores aspiraciones gastronómicas, reserve en Riviera; cocina creativa canadiense en el interior de un antiguo banco.

Cada invierno, Ottawa estrena la pista de hielo más grande del mundo con la congelación de los 7,8 kilómetros del canal Rideau, y los burócratas esquían con traje para llegar al trabajo por la mañana. En verano, las barcazas y hasta un autobús anfi bio ofrecen travesías por sus aguas.

El gran mercado ByWard en la ciudad canadiense de Ottawa.

Al otro lado del Rideau desde el Parlamento, están el gran mercado ByWard, con sus tiendas, cafeterías y restaurantes, cuyo gran momento es entre mayo y octubre, y el Museo Nacional de Canadá. No es tan relevante como sus hermanos de Montreal y Quebec, pero tiene piezas intere santes (como la araña de Louise Bourgeois que da la bien venida al visitante), una sede con vistas (obra del arquitecto Moshe Safdie) y una buena colección de arte indígena y canadiense. En ella destaca la obra de dos creadores esen ciales no tan fáciles de encontrar en los museos estadouni denses (o europeos): el también cineasta y músico experimental Michael Snow y Joyce Wieland, cuyas reflexiones de los sesenta en torno a la bandera de la hoja de arce y a lo que significa ser canadiense a la sombra de EE UU han adquirido una inesperada relevancia.

Obra de Louise Bourgeois en el Museo Nacional de Canadá en Ottawa.

4. Toronto, medio siglo en lo más alto

La última parada del tren es la ciudad más poblada de Canadá (2,7 millones de habitantes) y su corazón económico. La moderna y multicultural Toronto es también la capital de Ontario, la provincia con más que perder en la guerra comercial con EE UU. Al sur, los aranceles de Trump ponen en riesgo la buena marcha de la industria automo vilística. En Toronto, lo último que les faltaba —en vista de los problemas de vivienda, lo caro que está todo y que otro año más los Maple Leafs tampoco se traerán el trofeo de la liga nacional de hockey sobre hielo a casa (¡los equipos canadienses llevan sin ganar la Stanley Cup desde 1993!)— son las amenazas del presidente estadounidense de gravar con un 100% a las películas que se rueden en el extranjero. La ciudad, con la ayuda de su famoso festival de cine, celebrado en septiembre, lleva décadas vendiéndose como un plató más barato que Nueva York. También más versátil: una de las virtudes de Toronto es que puede hacerse pasar por otras ciudades, aunque, superada la primera impresión, queda claro que en realidad solo se parece a sí misma. Para hacerse una idea de sus contornos, sigue siendo la mejor opción subir a su torre de comunicaciones. Este año, además, la Torre CN está de celebración: hace medio siglo que, con 553 metros, se convirtió en la estructura exenta más alta del mundo, trono que ocupó hasta 2010, cuando se lo arrebató la torre Burj Khalifa, en Dubái. La mejor pers pectiva del skyline se obtiene tomando distancia con una breve excursión a “las islas”, que están frente a la ciudad en el lago Ontario. Un ferri lleva hasta ellas.

El 'skyline' de la ciudad de Toronto desde Island Park.

Las oportunidades para comprar y darse una vuelta culinaria por el mundo —de la comida caribeña de Patois a la india para llevar de Roti Mahal— se suceden en Queen Street y, con un aire un poco más tranquilo, en Dundas West, donde está la Art Gallery of Ontario, que tiene en cartel una exposición sobre fotografía latinoamericana hasta el 19 de octubre y es la joya museística de una ciudad en la que también merece la pena guardar hueco para otras: el Royal Ontario Museum y Casa Loma. Esta última es, en realidad, un castillo de estilo revival-gótico que construyó un ricachón llamado sir Henry Pellatt para cumplir su sueño de niño de vivir en un castillo medieval.

El Art Gallery of Ontario, en Toronto.

El mismo aire de cuento se siente de nuevo en la Universidad de Toronto, cuyo campus ofrece un respiro académico en mitad del bullicio de la ciudad. En las últimas semanas, ha resultado ser, además, un refugio para Timothy Snyder, Marci Shore y Jason Stanley, tres profesores de Yale —estudiosos del fascismo— que han decidido mudarse a Toronto. Vistas la deriva de Washington con Trump a los mandos y sus amenazas a la libertad académica en EE UU, los tres han coincidido en su decisión de poner tierra de por medio. Y también, a Canadá, primero.





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