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comienza el fin del mundo tal y como lo conocemos

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  • Publishedenero 19, 2025



Hace cuatro años Donald Trump entregó las llaves de la Casa Blanca en calidad de paria. Tras la derrota electoral cosechada frente a Joe Biden y el asalto al Capitolio protagonizado por miles de sus fieles, muchos en el Partido Republicano quisieron poner tierra de por medio.

“Éramos una banda de piratas; nadie más quería saber nada de Trump”, diría tiempo después Steve Bannon, el influyente ideólogo nacionalista, recordando la desbandada de tantos conservadores, entre ellos el senador Mitch McConnell, y de antiguos aliados como el magnate Rupert Murdoch. Pocos entre las élites estadounidenses, no digamos ya mundiales, esperaban verlo de vuelta.

Ante un regreso al poder que el analista Edward Luce, autor de varios ensayos sobre la deriva de Occidente, ha definido como “el retorno más espectacular en la historia moderna de Estados Unidos” es fácil caer en la tentación de recordar que Trump, quien hasta el 2015 no era más que un multimillonario neoyorquino particularmente histriónico, firmó en los años noventa un libro titulado El arte de la reaparición.

Sin embargo, más allá del mérito personal de quien ha demostrado una cintura política de primer orden, conviene no olvidar el principal factor detrás de su victoria: la derechización de la sociedad estadounidense.

Esto es algo que puede observarse en todo tipo de estadísticas demográficas, en el cambio de acera experimentado por Silicon Valley o –por citar un tercer ejemplo– en la recuperación del Senado por parte de un Partido Republicano que ha conseguido mantener, al mismo tiempo, el control de la Cámara de Representantes.

Y aunque es cierto que los motivos siguen siendo objeto de debate entre los expertos –unos apuntan a razones meramente económicas y otros a raíces más profundas–, lo que parece fuera de toda duda es que no se trata de una pataleta.

De un voto de castigo contra el establishment político y en particular contra el progresismo. Eso es lo que se dijo en el 2016, cuando Trump venció a Hillary Clinton, pero ahora no es el caso. Lo que han cambiado han sido las dinámicas. El rumbo de las corrientes subterráneas.

O como dijo el pasado mes de noviembre David Remnick, director de la revista The New Yorker: “La reelección de Trump ya no puede atribuirse a un fracaso de la imaginación colectiva”.

El apoyo cosechado es, en fin, sólido. Y eso es algo que, a juzgar por la retórica que ha mantenido durante el último año, el presidente electo parece tener muy claro.

Con las dos cámaras del Congreso de su parte y una mayoría de la población que espera ver cumplidas –parcialmente al menos– sus promesas, son muchos los que sostienen que Trump, quien además está a las puertas de los 80 años y por ley no podrá renovar mandato, está más que dispuesto a dar un golpe de timón que alterará eso que los especialistas en geopolítica llaman orden mundial.

Una afirmación que también hace suya, y con orgullo, su círculo más cercano. “Estamos viviendo en la era de Trump”, declaraba recientemente Roger Stone, un estratega político y viejo colaborador del presidente electo, al Financial Times. “Cuando los historiadores echen la vista atrás y observen el año 2024 verán en él un cambio de época similar al ocurrido en 1932, cuando Roosevelt implantó el New Deal, o al ocurrido en 1968, cuando Richard Nixon parió la nueva derecha”.

La pregunta, claro, es qué va a cambiar exactamente. Y cómo. Por lo pronto, y atendiendo únicamente a lo que él mismo ha declarado, se espera que Trump vacíe Estados Unidos de inmigrantes ilegales. Una etiqueta que puede llegar a englobar a 13 millones de personas o, en base a los cálculos del Wall Street Journal, al 4% de la población.

Aunque según J.D. Vance, su vicepresidente, será un proceso gradual, la ambición del nuevo Gobierno es ponerse a trabajar en ello inmediatamente para lograr deportar un millón de personas al año.

Asimismo, Trump ha prometido bajar impuestos y desregularizar toda una serie de industrias, incluida la aeroespacial.

Algo que una parte de los analistas aplaude al considerar que cuantas menos trabas más avances se podrán registrar en sectores clave, pero que otra parte –compuesta normalmente por izquierdistas o socialdemócratas– ve con pésimos ojos al prever la creación de una “oligarquía que amenaza toda nuestra democracia, nuestros derechos y libertades básicos y la igualdad de oportunidades para que todos puedan salir adelante”, en palabras del propio Biden.

Y luego está el frente de eso que llaman batalla cultural. Es decir: pasar a la ofensiva contra las élites progresistas y sus pilares: determinadas universidades, medios de comunicación como el New York Times, el Washington Post o la revista The Atlantic y contra instituciones o agencias gubernamentales consideradas woke (o sea: dominadas por la izquierda identitaria).

De esto último se encargarán, en principio, Elon Musk y Vivek Ramaswamy; dos multimillonarios alineados con Trump.

En cuanto a la política exterior, y más allá de los efectos presumiblemente trágicos que tendrán las deportaciones masivas en América Latina, Trump ha prometido imponer la paz en Ucrania y una tregua duradera en el contencioso entre Israel y Hamás.

Además, ha coqueteado con la idea de recuperar el control sobre el Canal de Panamá, hacerse con el de Groenlandia –una isla tutelada por Dinamarca–, rebautizar el Golfo de México como Golfo de América y revisar el rol de Estados Unidos dentro de la OTAN. Más los aranceles a los productos extranjeros, claro. Una medida que podría desembocar en una guerra comercial a escala global.

Cuánto de lo que ha prometido o sugerido hacer terminará haciéndose es la pregunta que todo el mundo se está formulando ahora mismo en el universo de la geopolítica.

El famoso analista Ian Bremmer, por ejemplo, cree que al menos una parte de su retórica obedece no tanto a objetivos reales como a una estrategia negociadora: amagar con hacer esto o lo otro para que, al sentarse a negociar lo que se tercie, el contrario esté dispuesto a ceder más de lo que le conviene con tal de evitar llegar a esos extremos.

En cualquier caso, Bremmer también sostiene que nos encontramos inmersos en una “recesión geopolítica”. Esto significa, básicamente, que la arquitectura global imperante desde el final de la Segunda Guerra Mundial, una arquitectura apuntalada por una serie de instituciones globales impulsadas desde Estados Unidos para promover el multilateralismo y el libre comercio, se encuentra en proceso de descomposición.

En línea con eso, Bremmer afirma que el llamado Derecho Internacional, que existe para sancionar determinados movimientos y atenuar las diferencias entre los poderosos y los que no lo son tanto, cada vez importa menos. Lo cual, añade, es preocupante.  

Por su parte John Bolton, que fue Consejero de Seguridad Nacional durante el primer mandato de Trump, ha reconocido en varias ocasiones que el magnate neoyorquino es una persona “eminentemente transaccional”. Alguien que “al carecer de una filosofía sólida en materia de política exterior nunca sabes muy bien qué va a hacer”. Con todo, advierte que ahora se da una circunstancia que no estaba en 2017: “En esta ocasión se ha rodeado de gente que le va a decir que sí a todo”.

Uno de los mayores temores del ya citado Edward Luce atañe a las alianzas históricas de Estados Unidos. “Trump ve el mundo como una jungla en la que toda una serie de aliados gorrones han engañado a Estados Unidos”, escribía esta semana en una pieza publicada en el Financial Times. “El futuro de la OTAN pende de un hilo”.

Es muy probable que, al escribir esas líneas, Luce tuviese en mente dos cosas: el amago que ya hizo de abandonar la Alianza Atlántica durante su primera estancia en la Casa Blanca y las nuevas exigencias que está valorando imponer a sus socios. Concretamente la de aumentar el gasto en Defensa desde el 2% del PIB actual –que no todos cumplen– hasta el 5%.

Una cifra que algunos países europeos, sobre todo aquellos próximos a Rusia, ven con buenos ojos pero que otros han rechazado. Y ese rechazo, como dice Luce, podría desembocar en la implosión de una alianza que se remonta a 1949.

“Esta segunda presidencia de Trump certifica que vivimos en un mundo poseuropeo”, declaró un alto funcionario español ante un reducido grupo de periodistas, entre ellos quien esto escribe, a mediados de enero. “Y es un mundo poseuropeo porque Europa, en realidad, cada vez tiene menos que ofrecer”.

La ceremonia de investidura: los invitados clave

Mañana, día de la investidura, los observadores particularmente perspicaces estarán atentos a dos cosas: el discurso inaugural que pronunciará Trump en el Capitolio y quién figurará entre los invitados a presenciarlo en vivo.

Se espera que allí estén Joe Biden con su esposa, Jill Biden, y Kamala Harris junto a su marido: Doug Emhoff. Su presencia pondrá fin al paréntesis abierto hace cuatro años por Trump, que decidió marcharse a Florida en lugar de acudir a la investidura de quien le había derrotado en las urnas.

También estarán los ex presidentes Bill Clinton, George W. Bush y Barack Obama, aunque se ausentarán poco después del acto. Los dos primeros estarán acompañados por sus respectivas esposas, Hillary Clinton y Laura Bush, pero Michelle Obama ha comunicado que no asistirá. Tampoco hará acto de presencia Nancy Pelosi, ex presidenta de la Cámara de Representantes y una de las figuras más poderosas del Partido Demócrata.

Los tres hombres más ricos del planeta –Elon Musk, Jeff Bezos y Mark Zuckerberg– también asistirán al acto. Como líderes de Tesla y SpaceX, Amazon y Meta, respectivamente, supondrán la primera línea de un plantel compuesto por lo más granado del sector tecnológico. Porque está previsto que, a su vera, aparezcan los consejeros delegados de OpenAI, Google, Apple y Uber. O sea: Sam Altman, Sundar Pichai, Tim Cook y Dara Khosrowshahi.

Y según la revista Time el consejero delegado de TikTok, la red social china que acaba de ser prohibida en Estados Unidos, también estará presente. Trump, cabe recordar, se ha posicionado a favor de TikTok pese a que durante su primer mandato apoyó su prohibición para forzar, así, su venta a una empresa norteamericana.

En el apartado de los representantes internacionales, Trump ha enviado invitación a quienes considera aliados: el presidente argentino Javier Milei, el presidente ecuatoriano Daniel Noboa, la primera ministra italiana Giorgia Meloni y el primer ministro húngaro Viktor Orbán. Los dos primeros estarán, Meloni ídem y Orbán no acudirá.

Asimismo, han sido invitados y está previsto que asistan Nigel Farage, líder del partido Reform UK; Éric Zemmour, líder de Reconquête; Tino Chrupalla, uno de los líderes de Alternativa por Alemania; Tom Van Grieken, líder de la formación nacionalista flamenca Vlaams Belang; y Santiago Abascal, presidente de Vox.

Una de las invitaciones más sonadas ha sido la que recibió hace un mes el líder chino, Xi Jinping, que hace unos días respondió diciendo que no hará el viaje a Washington pero que enviará, en su nombre, a su vicepresidente Han Zheng. La invitación al mandamás chino sorprendió a propios y ajenos debido a las críticas de Trump hacia el gigante asiático. Al que considera –y con razón– el mayor rival de Estados Unidos en la escena global.

India y Japón también estarán presentes en la investidura a través de dos representantes de alto nivel. El primer ministro israelí Benjamín Netanyahu, por cierto, no ha sido invitado. Tampoco el líder ruso Vladímir Putin, el presidente ucraniano Volodímir Zelenski, el primer ministro británico Sir Keir Starmer o Ursula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea.

El mundo, a la expectativa

Tal y como recordaba Edward Luce en su análisis, durante el primer discurso de investidura Trump utilizó el término “masacre” para referirse a lo que la globalización y China estaban provocando en la economía estadounidense. Y prometió ponerle fin, claro. En esta ocasión –argumenta Luce– la senda será la misma solo que explorada con más energía.

A escala gubernamental en Europa, y salvo excepciones, impera la preocupación. La retórica trumpista –con declaraciones como la relativa a Groenlandia–, la amenaza de los aranceles o la advertencia de que Estados Unidos retirará buena parte de su apoyo a Ucrania invitan a pensar que el viejo continente va a tener que empezar a funcionar sin la anestesia provista desde el otro lado del Atlántico.

En opinión de un sinfín de expertos, eso es algo para lo que la Unión Europea no está preparada. Ni siquiera desde un punto de vista psicológico. Máxime cuando lugares como Francia o Alemania se encuentran en una suerte de limbo electoral que, según varias encuestas, terminará por fortalecer a los partidos euroescépticos. Por todo ello, dice Roger Stone, cuando Trump acudió a la reapertura de la catedral de Notre-Dame, el pasado diciembre, los mandatarios europeos “extendieron una alfombra roja” ante el presidente electo.

En América Latina también se respira preocupación. Las deportaciones masivas prometidas por Trump amenazan con inundar México, Centroamérica y en menor medida Sudamérica con cientos de miles de personas en cuestión de meses. Personas que, por otra parte, van a dejar de enviar remesas a casa desde la primera potencia del mundo; algo que, según diferentes estudios, tendrá un grave impacto en el PIB continental.

Todo ello hará que aumenten, casi con total seguridad, los desequilibrios sociales de una región en la que ya son notables nutriendo, así, el crimen y las ideologías radicales. No obstante, hay países como Argentina, Ecuador o El Salvador que esperan poder beneficiarse de la buena sintonía existente entre sus líderes y el propio Trump o sus asesores más cercanos. Consiguiendo, por ejemplo, acuerdos comerciales o cierto trato de favor en instituciones supranacionales como el Fondo Monetario Internacional.

En Oriente Medio, donde como bien cuenta el corresponsal diplomático Mario Saavedra se está viviendo uno de los momentos más turbulentos en décadas, muchos no saben qué pensar. ¿Ignorará Trump la región?; ¿hasta qué punto?; ¿intervendrá?; ¿en qué dirección? Si hacemos caso de las pulsiones que mueven a las personas que ha escogido para su gabinete, es muy posible que el nuevo Gobierno de Estados Unidos aumente su hostilidad contra Irán al tiempo que trata de reparar los puentes tendidos antes del ataque de Hamás del 7 de octubre del 2023 entre Israel y varios países árabes.

Otros dos actores clave en la zona, Líbano y Siria, se encuentran a la espera de ver cuál es la actitud de Trump. El primero necesita con bastante urgencia apoyo diplomático y dinero mientras que el segundo se contentaría, de momento, con la salida de la Organización para la Liberación del Levante, el grupo islamista que derrocó a Bashar El Asad y que ahora controla Damasco, del listado de grupos terroristas.

Mientras tanto, en África parece respirarse un “cauteloso optimismo” de cara al año que acaba de comenzar. Son palabras de David Soler, uno de los responsables de África Mundi, quien haciéndose eco de varios informes comentaba que se prevé un crecimiento continental de entre el 3,7% y el 4,2% en los próximos doce meses.

Aunque siguen siendo cifras insuficientes para hacer frente a los problemas que arrastra África, el “resurgir de las potencias continentales y los nuevos países petroleros” sumado “al interés creciente por los minerales críticos” es lo que avalaría ese optimismo.

Y en lo que a Trump se refiere, de momento toca esperar y ver si el próximo mes de septiembre los estadounidenses acceden a renovar el African Growth and Opportunity Act. Un acuerdo vital –dice Soler– para el futuro comercial de la región.

En cuanto a Rusia, el pasado martes su ministro de Asuntos Exteriores, Serguei Lavrov, declaró que Putin se encuentra a la espera de que el equipo de Trump aclare su postura sobre una serie de asuntos aunque advirtió, de forma velada, que las aspiraciones sobre Groenlandia no son vistas con buenos ojos en el Kremlin.

No obstante, Lavrov celebró las críticas del próximo líder estadounidense a la OTAN y dijo que Rusia está dispuesta a discutir garantías de seguridad para “el país actualmente llamado Ucrania” o para aquellas partes del mismo cuyo estatus aún está por definir (excluyendo, así, a Crimea y el Donbás).

Finalmente, en esa gigantesca zona del globo compuesta por el llamado Indo-Pacífico y Asia –cuyos actores más relevantes serían China, India, Japón, Filipinas, Taiwán, las dos Coreas y Australia– tampoco saben muy bien qué esperar exactamente.

Algunas de las personas que formarán parte del gabinete de Trump se han mostrado muy favorables a mantener el pulso contra China al percibir que es el mayor peligro a la hegemonía de Estados Unidos.

Sin embargo, el haber invitado a Xi Jinping a la toma de posesión, sumado a los intereses empresariales de Elon Musk en el gigante asiático y a la influencia que el multimillonario parece ejercer sobre el presidente electo, hace que algunos duden.

“Es factible que China, el tercer socio comercial de Estados Unidos pero que tiene con diferencia el mayor superávit comercial, llegue a un acuerdo con Trump”, explicaba Luce, el analista del Financial Times. “Pero es igualmente posible que China y Estados Unidos se embarquen en una guerra comercial en toda regla”. Y añadía: “El único vínculo entre los dos escenarios es que será una decisión personal de Trump”.

Una afirmación secundada por Bolton, el antiguo Consejero de Seguridad Nacional: “Trump cree que puede solucionar todos los problemas por sí solo hablando con sus homólogos y eso puede llevar los acontecimientos por caminos extraños”.

Promesas electorales que ya no se van a cumplir

Pese a todo lo anterior –la derechización de la sociedad estadounidense, el apoyo del Congreso y su propia determinación–, Trump ya ha reculado en algunas de sus promesas electorales.

La guerra de Ucrania, por ejemplo. En el debate presidencial que mantuvo con su oponente, Kamala Harris, el pasado mes de septiembre el presidente electo dijo que pondría fin a la contienda antes del día de su investidura. “Resolveré esa guerra antes incluso de convertirme en presidente”, sentenció.

Previamente había prometido finiquitar el conflicto durante su primer día en la Casa Blanca. La semana pasada, sin embargo, declaró durante una rueda de prensa celebrada en su residencia de Florida que la guerra de Ucrania es “mucho más complicada” de lo que cabía esperar y fijó un nuevo horizonte para su resolución: el próximo verano.

Otro ejemplo: el precio de los alimentos. A lo largo de la campaña electoral, el presidente electo prometió reducir el coste de los alimentos “desde el primer día”. No obstante, poco antes de las Navidades admitió que le gustaría reducirlos pero que iba a ser muy difícil hacerlo. Dando a entender, en fin, que lo intentará pero que tampoco promete nada.

Un tercer caso: los recortes al gasto público. En este caso no ha sido tanto Trump como Elon Musk, la persona escogida para adelgazar el tamaño del Estado, quien ha tenido que echar marcha atrás en su predicción.

Inicialmente, el magnate de origen sudafricano prometió recortar el presupuesto público en dos billones de dólares. Ahora dice, empero, que ese solo es “el mejor de los escenarios posibles”. Una cifra más realista, explica, sería la del billón de dólares. En singular.

Todo esto solo demuestra lo ya sabido: ser activista –pues eso es lo que son los políticos actuales cuando están en campaña– es una cosa y ser presidente es otra muy distinta… y mucho más complicada.



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