Cuento de Navidad
Me gusta cantar, pero no soy un buen cantante. Me hubiese gustado cantar bien, sobre todo flamenco, pero mi voz no alcanza. Y lo peor es que desde niño supe que nunca podría cantar flamenco porque arrastro una maldición. Una maldición que viene de mi abuelo materno, que sí sabía.
[–>[–>[–>He oído muchas historias sobre mi abuelo y su cante. Dicen que siendo un niño pasó una compañía por el pueblo, una de un cantaor legendario, podría ser Don Antonio Chacón, y se lo llevó con él, de las facultades que tenía. Pero, ya en medio del camino, cuando se hizo de noche, se asustó y volvió a su casa andando. No le gustaba la vida de los artistas y dicen que rezó para que ninguno de sus descendientes supiera cantar y «sucumbiera» a los encantos de esa vida. Y se cumplió. Ninguno de sus descendientes heredó su talento.
[–> [–>[–>Un talento, sin embargo, que le sirvió bien. De esto debe hacer cerca de ochenta años… Sí, fue en unas navidades de hace unos ochenta años. Mi abuela enfermó gravemente. La trasladaron desde Sanlúcar de Barrameda al hospital de Jerez, el más cercano. Se moría de una hemorragia interna. Necesitaba una transfusión y no había, entonces, bancos de sangre. No sabían qué hacer.
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Mi abuelo deambuló por las calles de aquella ciudad que no era la suya. Me he imaginado muchas veces su desesperación. Caminaba, imagino que como yo mismo he hecho también cuando he estado realmente atribulado, tratando de encontrar una solución. Sus pasos perdidos le llevaron al barrio de Santiago, el más flamenco de Jerez. De pronto oyó cantar en una taberna. Entró y pidió un vaso de vino. Un hombre, gitano como todos los que estaban en la taberna, cantaba por siguiriyas. Cuando terminó, mi abuelo le dijo: «Usted me va a perdonar, pero así no se canta por siguiriyas». Supongo que se hizo un profundo, incómodo silencio. Eso podía ser una gran ofensa. Estoy seguro de que mi abuelo no buscaba pelea, era un hombre pacífico y bueno, todos lo recuerdan así. Simplemente, no le gustó aquella forma de decir el cante. No respondió el que cantaba, sino el tabernero, que era un hombre de respeto: «Entonces, díganos usted cómo se canta por siguiriyas…». Y mi abuelo cantó. Al acabar, el tabernero le dijo: «Una pena muy honda hay que tener para cantar de esa manera». Y mi abuelo le contó. Y aquel hombre, aquel gitano viejo que regentaba la taberna, salió de detrás del mostrador, hizo un gesto y todos los gitanos le siguieron hasta el hospital. Uno a uno, dieron su sangre para que mi abuela se salvara y pudiera volver a casa aquella Navidad.
[–>[–>[–>Mi abuelo no lo sabía, pero su forma de cantar estaba bendecida, como debió seguir estándolo para quienes vinimos detrás.
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