Cuento de Navidad (5)
Romualdo llegó al pueblo una noche helada, envuelto en un manto de juncos secos y con la piel teñida de un inquietante verde musgo. Se contaba por los contornos que había pasado meses en una ciénaga, meditando hasta que el silencio del barro le enseñó a escuchar la voz de lo sagrado. Su sola presencia inspiraba una mezcla de temor y reverencia, tanto que algunos, cegados por la superstición y creyéndole un santo, estuvieron a punto de matarlo para hacerse con reliquias de su cuerpo.
[–>[–>[–>Romualdo se refugió entonces en una cueva, donde encontró por fin la paz del silencio. Pero la fama es como el viento invernal: se cuela por cualquier rendija. Pronto se descubrió el santuario oculto del anacoreta. Cada Navidad, los vecinos subían en procesión hasta la cueva para pedirle una hebra de su cabello, convencidos de que ese relicario atraería el buen fario. Él, paciente, ofrecía mechones discretos de su pelo.
[–> [–>[–>Al cabo de los años, el ritual se extendió. Venían aldeanos de tierras lejanas, tijeras en mano, y salían satisfechos de la húmeda oquedad con su diminuto tesoro en bolsas de tela. Romualdo sonreía también, cada vez más resignado. Una mañana, al mirarse en el espejo de un charco helado, descubrió que la fama lo había dejado completamente calvo.
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Paradójicamente, aquella Navidad fue la más tranquila de su época asceta: sin un solo cabello que cortar, por fin nadie más subió a interrumpir sus oraciones a su discreto santuario.
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