El circo en la vitrina
“El circo escaparate”, de Luis Sánchez-Merlo. / LNE
En la sala Clara Campoamor, aposento de la comisión de investigación del Senado, se trataba de dirimir responsabilidades políticas. En un ambiente tenso, cinco horas de interrogatorio, bastaron para que el presidente desplegara su habilidad para la fuga.
[–>[–>[–>Tratando de huir de cualquier esclarecimiento, se parapetó en fórmulas anfibológicas –»no me consta», «no lo sé»– que, sumadas a la coletilla, «pero eso no significa que no pasara», revelan una ambigüedad calculada, un blindaje ante futuras causas judiciales.
[–> [–>[–>Con preguntas y respuestas cuidadosamente preparadas, el animal político que domina ese terreno de la nada, donde todo se confunde y nada se concreta, prefirió mantener el marcador a cero antes que arriesgarse a marcar(se) un gol.
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Era la primera vez primera vez que un presidente comparecía para explicar un caso de corrupción y eligió perderse por los cerros de Úbeda, senda habitual de quienes tienen algo que ocultar. No tardó en desplegar su estrategia: desacreditar a la Cámara Alta –»desnaturalizada», «desprestigiada», convertida en «máquina del fango»– y deslegitimar el foro al que se exponía, al que llamó comisión «de difamación» e «inquisitorial».
[–>[–>[–>Lo preocupante no es su defensa, ni siquiera su sarcasmo, sino la descalificación del Senado. El presidente puede esquivar preguntas o ironizar sobre la oposición, pero difícilmente puede, sin dañar a las instituciones, reducir a espectáculo lo que constituye un mecanismo de control parlamentario. Se puede criticar el tono o la reiteración de preguntas, pero cuando se convierte el Senado en trasto inútil o tumor democrático, no se erosiona a un partido: se degrada a la institución.
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Quien convirtió el BOE en un salvoconducto para sus socios y las instituciones en su gabinete de campaña ahora se indigna porque le pidan explicaciones. Esa paradoja lo acompañó en su regreso a la Cámara, veinte meses después de su última comparecencia. La cita era solemne; la respuesta, un exabrupto: «esto es un circo».
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[–>Su actitud sonriente, con gafas de farmacia, contribuyó a crear la sensación de circo que él mismo denunció. Y la metáfora resultó peligrosa, porque el espectáculo ya estaba servido. En la pista central, dos exsecretarios de organización imputados: uno en prisión, otro pendiente de varias piezas judiciales. Como artista invitado, el aizcolari, símbolo involuntario de la trama. En las pistas laterales, la familia y la fiscal general del Estado. El único misterio, aún sin resolver, es cómo se paga esta función.
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El partido dominante había preparado el terreno como si de una «interrogatio» romana se tratara. El arsenal de preguntas era extenso y, en algunos casos, repetitivo. El objetivo no parecía ser tanto esclarecer como incomodar. Y en ese terreno, el interpelado se mueve con soltura: niega haber recibido sobres, relativiza los pagos en efectivo y se distancia de quien fue su persona de confianza, aunque de «hábitos personales repugnantes».
[–>[–>[–>Estas comisiones, aun con toda su pompa, rara vez arrojan luz. Los comparecientes acuden para callar, convencidos de que el silencio es más rentable que la transparencia. La oposición las convierte en un desfile de acusaciones previsibles, y el presidente se permite rebajar la Cámara a espectáculo de feria. Todo ello no añade claridad: resta credibilidad.
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El Senado no es un circo. Tampoco una reliquia sin sentido. Es una institución con defectos, sí, pero imprescindible para la arquitectura democrática. Su desprecio agrava el descrédito institucional y deja a los ciudadanos con la impresión de que el control político no sirve para nada. En esa erosión está el verdadero peligro: el vacío que se abre cuando las instituciones dejan de respetarse.
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El presidente cree que basta con negar, la oposición que basta con acosar. Pero lo que realmente haría falta es algo menos brillante y más prosaico: auditorías independientes, expedientes publicados, responsabilidades asumidas.
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Maestro en el arte del despiste, con un posado displicente, optó por el sarcasmo desafiante que siempre le ha funcionado: fue, habló y no dijo nada. La oposición, bronca e ineficaz, dilapidó la ocasión al no arrancarle ningún dato concluyente.
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Lo que no se decide bajo los focos acaba resolviéndose en la penumbra de los archivos. Y es ahí, en los silencios de hoy, donde se sabrá si la comparecencia sirvió para algo más que para llenar titulares. Es la radiografía de un poder que confunde la rendición de cuentas con un agravio personal.
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