El médico Amalio Telenti se reinventó a los 65 desde una cabaña en los Alpes
Amalio Telenti (Valais, Suiza). Oviedo, 1959. Estudió en el Instituto Alfonso II y en la Facultad de Medicina. Después de graduarse, fue a la Clínica Mayo en Minnesota (EE. UU.) para formarse en medicina interna y enfermedades infecciosas. Se instaló en Suiza como docente e investigador en las universidades de Berna y Lausana. En 2014 regresó a Estados Unidos para trabajar con Craig Venter (premio «Príncipe de Asturias» 2001) en una nueva empresa, Human Longevity, pionera en el análisis del genoma.
¿Reiventarse a los 65? Pues sí: el médico ovetense Amalio Telenti lo hizo. Y desde los Alpes suizos. Vicepresidente ejecutivo de la empresa farmacéutica Vir Biotechnology, ha fundado su propia compañía, Trail Biomed, en Suiza. Fue distinguido en 2023 con el premio «Egregie Munia» de la Facultad de Medicina de la Universidad de Oviedo y con el premio «Salud» de LA NUEVA ESPAÑA.
Ya llovió desde que «hace unos 30 años, en una cena con amigos, discutimos las maneras de gobernar nuestras vidas y trayectorias. Yo escogí el modelo de un corcho que flota en el mar. Te ocupas de no hundirte, no de la dirección. Creo que mis comentarios generaron incredulidad entre los comensales, que me conocían bien y creían que la decisión de emigrar y de asumir unos cuantos desafíos eran prueba de cuidadosos cálculos y resultado de grandes ambiciones. Hoy, contemplando los siguientes 30 años de actividad, creo que la imagen del corcho flotando sigue siendo una representación acertada de lo que acaeció».
Marchó a los 23 años de Asturias «en tren de noche, que era como nos marchábamos de Asturias en esos días. Siete años en la Clínica Mayo me dieron una formación, pero no un billete de vuelta para España. La alternativa era pasar más tiempo en formación, lo que me llevó a Suiza para extender mi campo a la microbiología. Allí creció mi interés por la investigación, por la genética de las bacterias, de los virus y, eventualmente, por la genética humana en su relación con esos microorganismos. La vida académica –así es como nos referimos a los que practican una medicina ligada a la Universidad– ofrecía estancias de hasta un año en centros extranjeros, los famosos años sabáticos. Yo tomé dos (todos los que pude) que se convirtieron en periodos productivos, contrastados y entretenidos».
El primero «me llevó a uno de los centros de investigación de Nueva York (ya querría yo… en realidad era en el Bronx) y el segundo a la meca de las mecas, a Boston. Una imagen de Boston y un concepto que me ha sido útil más tarde fue una visita a los laboratorios de ‘producción’ de secuencias genómicas: lugares impecables con control férreo de todos los procesos de calidad. Después, más allá estaban las puertas de cristal que separaban la producción de los investigadores básicos. Traspasar las puertas te ponía en un universo de paredes llenas de texto, dibujos y fórmulas; el suelo con cajas de pizza vacías, los espacios abiertos con gente joven con o sin zapatos. El director me lo explicó: a un lado, el trabajo de producción, técnico, bien hecho, y al otro lado de la puerta de cristal, la innovación sin riendas ni estructura».
La genética humana le llevó a lo que sería «el trabajo más interesante de mi vida: con Craig Venter en California. Él, hombre de desafíos disparatados, estaba empeñado en transformar la medicina reduciéndola a una ciencia de datos; la compañía fracasó, pero la idea crece y se abre camino. Pero el fracaso me regaló otro trabajo, en una nueva compañía farmacéutica creada para producir medicamentos antivirales. Poco sabía yo que al poco de comenzar a trabajar allí nos enfrentaríamos a la pandemia y que nuestra misión sería puesta a ruda prueba. Después de meses de estrés, produjimos uno de los medicamentos que fueron parte del armamentario contra el virus. Esto ya es historia».
No fue solo, «me casé con Anen, otra investigadora, y arrastramos a nuestros dos hijos por varios países y trabajos. Ellos, razonables, se volvieron, una vez libres, a su lugar de nacimiento, a Suiza. La hija de unos amigos, videógrafa, realizó un documental sobre los últimos hippies de los años 60 en una zona remota de Colorado. Cuando preguntó a los ahora hippies de más de 70 años por los hijos de la comuna, respondieron que ellos, los hijos, ya no compartían el estilo de vida, pero sí la filosofía. Las últimas mareas me han acercado nuevamente a España y a Asturias: el trabajo remoto me permite pasar algunos meses al año en El Escorial, cerca de donde veraneaba de chico en casa de mis abuelos maternos. El lapso de 40 años desde que marché de Asturias me permite unir lo que fueron mis orígenes con esa otra visión adquirida durante la gran ausencia. Me doy cuenta de que este es un gran país y una sociedad amable».
Volver es también «el reencuentro con los amigos de entonces. Está el placer de una proximidad afectiva que no ha mermado, pero también de imaginarse esa otra vida que yo hubiera tenido, inspirado por sus vivencias. Mi vida si yo no hubiera emigrado. Creo que quedarse o marcharse son meros cambios de escenario en el teatro donde, al final, interpretas el papel que te toca. Pero hay más: lo que perdí en raíces, lo gané en autonomía».
Hace un mes «me nombraron oficialmente persona mayor, 65 años. Como acto de reafirmación de mi autonomía, decidí lanzarme en solitario y comenzar un trabajo nuevo. Creé una pequeña empresa con base en Suiza, con sede social en una cabaña en los Alpes. Estoy ahora en la transición de trabajador a sueldo a fundador independiente. Y veo que me va a gustar ‘contar las pesetas’, esa relación más directa entre lo que haces y el dinero que entra en caja. ¡Quizás esto sea la primera vez que tomo control del corcho flotante! Mis primeros encargos cubren aspectos diferentes del uso de datos para aplicaciones en biomedicina, mis clientes incluyen Google y la Fundación de Bill Gates; esto me proporciona una visión nueva en los mecanismos internos de esas grandes compañías e instituciones».
¿Consejos a los que vienen detrás? Las vidas, advierte, son «para contarlas, pero no sé si valen para ejemplificarlas. Emigrar o no emigrar, raíces o autonomía, trabajo fijo o libertad empresarial. Mi actitud encajaría bien con el consejo general de hacer lo que te apetezca, pero sé que esto no tiene validez universal».
Lo que sí parece más clara «es la noción de que se necesitan periodos de inversión personal –llamémoslo de trabajo intenso– para poder recolectar frutos. Sé que esto es una creencia de mi generación (o más bien de la generación que me precedió) y que contrasta con la visión actual de buscar a toda costa el equilibrio entre vida profesional y vida personal. No lo niego, solo propongo una distribución menos rígida entre esas dos facetas: no todos los días tienen que alcanzar ese equilibrio entre trabajo y vida no laboral».
Quizás años de esfuerzo «se equilibran con años de vida más balanceada. Bueno, sí. Dejaría como consejo a los que vienen detrás que se lean el poema de Cavafis:
Cuando emprendas tu viaje a Ítaca / pide que el camino sea largo, / lleno de aventuras, lleno de experiencias. / Ítaca te brindó tan hermoso viaje. / Sin ella no habrías emprendido el camino.
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Asturias es mi Ítaca».
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