El mito de Sísifo y nuestro tempo político
España y su construcción como nación probablemente ha sido el fenómeno político más estudiado por historiadores de todo origen y condición, hasta tal punto que la categoría de hispanista ha alcanzado en el mundo de la investigación y de la academia sustantividad propia.
[–>[–>[–>Nos hemos pasado décadas teorizando acerca del modo de ser de los españoles, sobre la base del acumulado histórico de influencias de quienes con mayor o menor intensidad han transitado y hecho suya la realidad física de la Península. Resuenan aun los ecos de la encendida polémica protagonizada por Sánchez Albornoz y Américo Castro en torno a un supuesto prototipo de español unidimensional heredero de la cultura visigoda, de raíz cristiana, patrocinado por el primero, frente al parecer del filólogo e historiador español de origen brasileño, que preconizó una intensa influencia del mundo árabe, tras 700 años de presencia en el territorio. Sea como fuere, soy del parecer de Caro Baroja, que quiso zanjar este asunto restándole importancia (de naturaleza secundaria a los efectos que ahora importa). «Soy ajeno a caracterizar de modo permanente a los españoles. ( ) El carácter nacional de un pueblo no pasa de ser una invención para hacer hablar mucho y mal a gentes concejiles», dejó escrito. Esta, nuestra historia, en cualquier caso, ahormó –es indiscutible– una pluralidad en el orden de las culturas, costumbres y especifidades en los territorios (incluidas las lenguas). Esta circunstancia, nuestra diversidad, hace que los españoles nos empeñemos en demasiadas ocasiones en resaltar las diferencias antes que poner énfasis en lo mucho que nos une: hábitos de trabajo, de consumo, el ocio, las aficiones, los valores, la empatía, el carácter abierto y acogedor, y si me apuran, el gusto por la paella, la fabada y la tortilla de patata. Al tiempo, desde una mirada externa de cierto tono crítico nos achacan algunos defectos comunes; Raymond Carr nos zahiere por razón de ser una nación poco seria, milagrera, tierra de paradojas y absurdos. Otros –Washington Irwin, Gerard Brenan, Ian Gibson, John Elliot, por citas algunos– subrayan el orgullo, la indisciplina, el individualismo, la impaciencia, el dogmatismo, la tendencia disgregadora y una cierta mentalidad autodestructiva, por no hablar del ruido o los decibelios que a veces impide la escucha, base del entendimiento. Richard Ford dejo escrito que «en Cádiz había más ruido en una barca de pesca que en todo un acorazado inglés». Aquí, en España, se gritan hasta las confidencias. Un conocido político, de lengua habilidosa habló «de un país de porteras». Ignoro si todo esto esta en la base de nuestra atribulada historia, y explica en parte el abismo al que volvemos a asomarnos peligrosamente.
[–> [–>[–>Sea como fuere, mas allá de exageraciones, defectos y virtudes, lugares comunes y contextos históricos ya superados, lo cierto es que nuestra Constitución vigente y el satisfactorio ensayo cuasi federal (estado autonómico) que hemos desarrollado, ha conciliado la diversidad con la unidad, haciendo realidad el espíritu de Manuel Azaña, y su ideal liberal, de construcción de una patria de la ciudadanía y del estado de derecho, transcendiendo tipos humanos, particularismos e identidades varias. El ensayo constitucional del 78, del que aún somos beneficiarios, significó una puesta en hora –un ajuste– de nuestro país con la historia, una suerte de «segunda oportunidad» por emplear una expresión de naturaleza jurídica.
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Por lo que aquí ahora interesa, más allá de las elucubraciones sobre nuestro pasado y el tipo humano que nos define –de interés para otras áreas del conocimiento– importa sobremanera nuestra proyección de futuro. Con este propósito invoco a Renan y a su «plebiscito ciudadano», para decidir si convivimos para estar juntos o para hacer algo juntos. Dicho de otra manera, al modo orteguiano, los españoles debemos dejar de obsesionarnos por la esencia (el ser) para prestarle más atención al hacer, esto es, a un gran proyecto de convivencia nacional con una mejor calidad de gobierno a todos los niveles.
[–>[–>[–>¿Estamos en el camino adecuado? Rotundamente no. La enfermiza situación del debate político en nuestro país –que se proyecta, malogrando y perturbando a la sociedad civil en su conjunto– parece habernos devuelto a los peores momentos de nuestra historia, incurriendo en los errores del pasado (el fanatismo, el ruido y la ausencia de escucha, la intransigencia, la transmutación del adversario en enemigo). Tal parece que los dioses griegos que castigaron a Sísifo a una existencia vacua y absurda estaban anticipando la realidad de nuestro país; esto es, un permanente tejer y destejer, un agotamiento consecuencia de enfrentamientos estériles, que nos enreda y nos impide implementar ese ideal del gran proyecto común.
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Hemos destruido la auténtica herencia de la transición política española, cuyo valor no se identifica tanto en los logros concretos que procuró (que fueron muchos y preciosos) sino en un intangible que lleva por nombre consenso, entendido como ideal de trabajo. Espíritu de consenso, escucha activa del adversario y capacidad de transacción, desde el convencimiento de que en política, como en la vida, no existe el malo de una sola pieza. Hemos degradado hasta niveles ínfimos el dialogo político, y olvidado que la democracia no puede ser sino deliberativa, so pena de convertirse en un trampantojo.
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[–>Dirimir el conflicto político, una y otra vez, recurriendo exclusivamente a la aritmética parlamentaria, resulta una opción válida, a condición de se hayan agotado previamente los instrumentos democráticos inherentes a cualquier proceso político sano y colaborativo. Antes de votar, cooperemos, negociemos y acordemos hasta donde sea posible. A veces, la trascendencia del asunto –caso conflicto catalán, por señalar algún supuesto– demanda la democracia de negociación, ya que la de mayorías será incapaz de resolver los conflictos por sí misma. En fin, la degradación del dialogo –hasta su práctica inexistencia– implica que, en el mejor de los casos, no nos va a resultar fácil recuperar una cierta normalidad en la conversación publica, consumirá mucho tiempo y esfuerzos, y ello presuponiendo la buena disposición de las partes, que no está asegurada. Debe constituir la prioridad absoluta.
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No perdamos la esperanza: entre aquel premonitorio «Yo no sé dónde vamos; pero si sé que doquiera que vayamos, perderemos nuestro camino», consecuencia del desánimo propio de los estertores de la Restauración, que pronunció Sagasta, acaso trasladable a la España de este tiempo (una opción: dejarnos acunar por el fatalismo), conviene aferrarse, como alternativa de un futuro que es posible alcanzar, al optimismo de la voluntad de reminiscencias gramscianas.
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