El problema de la vivienda: causas, consecuencias y remedios
José Manuel Ferreira es vicepresidente de la Cámara de Comercio de Oviedo
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Hay verdades que parecen tan simples que uno desearía no tener que enunciarlas. Pero, cuando la realidad insiste en contradecirnos, no queda más remedio que repetirlas: cuando falta lo esencial, todo lo demás se tambalea. Y hoy, en España y, desde luego, en Asturias, lo esencial que empieza a fallarnos es la vivienda. Hablo de ese bien primero que sostiene la vida cotidiana, la seguridad íntima, los planes familiares, la estabilidad laboral y, en gran medida, la cohesión social.
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El último número de Cuadernos de Cámara, dedicado a la vivienda y a la ordenación del territorio, intenta mirar este desafío sin dramatismos, pero sin disfraces. Porque la verdad, cuando se examina de cerca, no necesita adornos: hay menos viviendas de las que la sociedad necesita. Y en economía, como en la vida, cuando algo escasea, se encarece; y cuando además es esencial, se convierte en un problema público.
[–> [–>[–>Las causas de esta insuficiencia son múltiples y se han ido acumulando con los años, hasta formar una especie de sedimento que hoy condiciona cualquier debate. Tras la crisis del 2008, la construcción de obra nueva se desplomó y nunca volvió a los niveles necesarios. A esto se suma un parque envejecido, en muchos casos ineficiente; nuevas modalidades de uso —como los alojamientos turísticos— que tensan zonas concretas del territorio; y un proceso de metropolización que vacía unas áreas y sobrecarga otras, obligando a generar infraestructuras residenciales allí donde hace veinte años nadie lo habría previsto.
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A estas realidades se añade una burocracia que retrasa —y, en ocasiones, paraliza— proyectos enteros; una fiscalidad que disuade más que estimula; y una regulación que, en su exceso o en su incertidumbre, acaba retirando viviendas del mercado. A la vez, la demanda crece impulsada por dos motores muy poderosos: el aumento de hogares unipersonales y la inmigración. El resultado es simple de expresar y difícil de soportar: creamos hogares a un ritmo mayor del que construimos viviendas.
[–>[–>[–>Las consecuencias están a la vista. Las sienten los jóvenes que alargan la emancipación hasta edades que sus padres jamás imaginaron. Las sufren las familias de renta media, atrapadas entre alquileres imposibles y compras inalcanzables. Las padecen las empresas que tratan de atraer trabajadores y descubren que no hay dónde alojarlos. El mercado laboral tropieza con su propia geografía; y también las arrastra la economía regional, que ve cómo uno de sus sectores tractores pierde impulso.
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Y hay un fenómeno emocional, casi generacional, que debería preocuparnos especialmente. Hace unas semanas, el Financial Times hablaba del «nihilismo económico» de una parte de la juventud occidental: jóvenes que, al ver la vivienda propia como un sueño remoto, cambian su relación con el trabajo, reducen el esfuerzo o se lanzan a inversiones temerarias, buscando lo que la economía formal no les ofrece. No es frivolidad: es un grito de desánimo. Una sociedad que renuncia a ofrecer horizontes razonables a sus jóvenes no está fallando solo económicamente; está fallando moralmente.
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[–>¿Qué hacer, entonces? Lo primero es asumir que no existen soluciones mágicas, pero sí existen herramientas eficaces si se emplean con lucidez. Las administraciones públicas disponen de una triple caja de herramientas: proveer, es decir, construir, comprar o captar vivienda para quienes la necesitan; subvencionar, apoyando rehabilitaciones y alquileres asequibles; y regular, pero regular bien, con seguridad jurídica y una fiscalidad que acompañe a la política de vivienda en lugar de sabotearla.
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Aun así, ninguna de estas herramientas funcionará si no cumplimos una condición previa que suelo repetir: planificar, hacer cuentas, razonar y cooperar. No hacerlo nos conduce a lo que he llamado, quizá con crudeza, las «colas del hambre del alquiler»: listas de espera, precios disparados, inseguridad constante.
[–>[–>[–>En este punto conviene recordar una evidencia tantas veces olvidada: votos y precios conforman los incentivos de la política y del mercado. Cuando estos dos lenguajes dejan de entenderse entre sí, surgen las disfunciones; y cuando las anomalías se repiten, estalla el problema social, económico y político. El Estado —en todos sus niveles— tiene la obligación de proveer viviendas suficientes; no de administrar la escasez como quien reparte cartillas de racionamiento residencial.
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Pero ninguna administración, por sí sola, podrá resolver este desafío. Y aquí quiero recuperar una idea central de mi intervención en la presentación de Cuadernos de Cámara: la solución exige la participación de todos los agentes. El Estado, el Principado, los ayuntamientos, los promotores, la banca, los profesionales de la arquitectura y la ingeniería, los propietarios particulares, el sector de la construcción —que en Asturias ha demostrado rigor, solvencia y compromiso—, y también la sociedad civil. La vivienda no es un asunto sectorial: es un asunto coral. Si falla una sola voz, desafina la melodía entera.
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Precisamente por eso, hablar de vivienda es hablar del tipo de gobernanza que queremos. Sin cooperación, la burocracia seguirá bloqueando lo urgente; sin seguridad jurídica, los proyectos no llegarán a iniciarse; sin estímulos adecuados, la oferta no se moverá en la dirección que necesitamos; sin planificación, seguiremos apagando incendios mientras el bosque arde.
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Sin embargo, no todo son sombras. Asturias tiene una oportunidad que conviene subrayar. Si logramos garantizar vivienda asequible, digna y bien conectada, podremos atraer población, recuperar a nuestros jóvenes, competir por talento y fortalecer nuestro tejido productivo. La vivienda es —aunque a veces lo olvidemos— la primera política de desarrollo territorial: es imposible pensar en industria, en innovación o en prosperidad sin pensar antes en dónde y cómo vive la gente.
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Hay ejemplos internacionales que nos ofrecen lecciones valiosas. Tokio, la mayor metrópoli del mundo, mantiene precios relativamente asequibles siguiendo un principio tan sencillo como ambicioso: construir siempre un poco más de lo que se necesita. Es una combinación de políticas urbanísticas, demográficas y culturales, pero también de algo muy escaso en nuestro entorno: visión a largo plazo.
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En el fondo, hablar de vivienda es hablar del tipo de sociedad que queremos ser. ¿Aceptamos que un bien esencial se convierta en un privilegio? ¿O apostamos por garantizarlo como un derecho básico, compatible con el crecimiento y con el bienestar?
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Si actuamos juntos —administraciones, empresas, profesionales y ciudadanía— quizá logremos que la frase que hoy suena a esperanza se convierta algún día en realidad: «entre todos la socorrieron… y ella sola se salvó».
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No pedimos la luna; solo pedimos que, entre todos, encendamos las luces de la razón.
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