El último invento recaudatorio: el peaje urbano
Cada vez es más evidente que el discurso medioambiental se ha convertido en la coartada perfecta para seguir expoliando a los ciudadanos a través de nuevos impuestos, como demuestra la nueva Ley de Movilidad Sostenible, que permite a los ayuntamientos establecer peajes urbanos y bajas tasas de ocupación. Ya entendemos por qué nuestras ciudades están llenas de cámaras y sensores por todas partes, una inversión a recuperar.
Hasta ahora hemos interiorizado, con una mezcla de resignación y obediencia cívica, el sistema de pegatinas medioambientales, esa pequeña insignia en el parabrisas que, como una letra escarlata moderna, determina si eres digno de conducir o si debes quedarte confinado en tu barrio reflexionando sobre tus pecados de combustión interna. Pero no fue suficiente porque si algo ha demostrado la historia es que, para la administración, nunca es suficiente.
Ahora, además de clasificarte, etiquetarte y señalarte, te cobrarán, porque el problema no era sólo la contaminación, sino que no se gravaba suficientemente la conducción y hay que reducir la congestión en la ciudad. Y eso, en un país donde los impuestos sobre carburantes, seguros, mantenimiento, ITV, aparcamiento regulado, matriculación, IVTM, IVA e ITP en la compra del vehículo y tasas de la DGT, parecen insuficientes para la voracidad recaudatoria de la administración. Y así, poco a poco, se consolida la idea de que el ciudadano no es un sujeto de derechos, sino un cajero automático que, por moverse, respirar, trabajar, consumir, es susceptible de ser gravado y, si es necesario, cobrado dos, o tres veces.
Porque si el objetivo fuera verdaderamente medioambiental, cabría esperar inversiones masivas en transporte público eficiente, barato y puntual o en infraestructuras alternativas reales, pero eso requiere planificación, gestión y responsabilidad mientras que cobrar por entrar en una calle, en cambio, sólo requiere una ordenanza y una cuenta corriente.
Lo más admirable del asunto es la naturalidad con la que se presenta, como si fuera lo más lógico del mundo pagar por circular por una vía pública ya financiada con impuestos o como si el espacio urbano fuera ahora un club privado al que se exige acceder previo pago. Quizás el siguiente paso sea poner torniquetes en las aceras o un abono mensual para cruzar, de vez en cuando, determinadas calles emblemáticas.
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