“Este autobús va a Ucrania, ¡ra-ta-ta-tá!” | Escapadas por Europa | El Viajero
El pasado 6 de mayo, en el andén 23 de la estación de autobuses de Florenc, en Praga (República Checa), una pareja de italianos se acercó al conductor del autocar allí estacionado para preguntarle si su destino era Múnich (Alemania). “No, este autobús va a Ucrania”, respondió el chófer. “¿A dónde?”, insistieron confundidos los italianos. “¡A Ucrania, ra-ta-ta-tá!”, zanjó el conductor simulando con las manos los disparos de una ametralladora.
Allí estaba yo como testigo de la escena, a punto de iniciar la segunda etapa de un periplo del todo desaconsejable salvo por imperiosa necesidad: viajar de Barcelona a Kiev en autocar. 3.300 kilómetros y 20 ciudades en 55 horas.
Una ucraniana del Maresme
El viaje lo realicé entre el pasado 5 y 7 de mayo, pero la idea de llevarlo a cabo fue muy anterior, de diciembre de 2023, cuando conocí a Aliona Soroka.
Desde mi balcón de Kiev veo periódicamente pasar autocares procedentes de todos los rincones de Europa. Vivo en una de las arterias del centro de la ciudad, entre las dos estaciones de autobuses más importantes de la capital ucraniana. Más de seis millones de ucranianos, sobre todo mujeres y niños, se han desplazado fuera del país durante la guerra. Muchos de ellos regresan a sus hogares por unos días, para visitar a sus familias, y el sistema de transporte más económico es el autocar. Una de estas personas es Soroka.
Mi domicilio es en un aparthotel y cada día el personal de la limpieza llama a la puerta por si necesito sus servicios. Soroka volvió aquel diciembre de 2023 a Kiev con sus dos hijas para pasar las vacaciones de Navidad con sus padres y su marido. Al inicio de la guerra, en 2022, se había trasladado al Maresme, en la provincia de Barcelona, y había conseguido un empleo como recepcionista de un hotel. La necesidad de obtener ingresos —de ella también depende parte de la familia en Ucrania— la llevó a hacer unas horas de trabajo en mi aparthotel durante sus vacaciones.
En un castellano impecable, aprendido en tan solo año y medio, esta mujer de 35 años me explicó que vino a Kiev en autobús y que regresaría a Cataluña de la misma manera. La razón era pecuniaria: cargada con maletones, además de dos niñas, es más barato ir por carretera que tomar un avión hasta Polonia —el espacio aéreo ucraniano está cerrado— y luego los trenes hasta Kiev.
El precio de un billete de avión entre Barcelona y Cracovia o Varsovia oscila los 160 euros. Esto es sin facturar equipaje. A ello hay que sumar el desplazamiento desde estas ciudades polacas a Kiev, que en autobuses o trenes supera los 50 euros. Desplazarse en autocar de la capital catalana a la ucraniana cuesta no mucho más de 120 euros, y con el equipaje que necesites incluido.
Desde aquella charla con Soroka me prometí que un día seguiría sus pasos, aprovechando alguno de mis retornos a mi ciudad (Barcelona). Lo consideraba necesario para retratar las penurias de la diáspora ucraniana. Pero personas de esta diáspora que conozco en España me lo desaconsejaban. El mensaje que me transmitían era que tenía que ser idiota para machacarme de esta manera.
Y así dejé correr la idea, hasta este mes de mayo, cuando finalmente compré un billete de la multinacional alemana Flixbus, con sus característicos autocares verdes, vehículos que veo a diario desde mi balcón en Kiev. Me preparé a conciencia: me vestí con ropa de ir por casa —chándal, camiseta y zapatillas—, compré una almohada y uno de estos collarines cervicales para largos viajes. Como avituallamiento metí en una bolsa una botella de agua y otra de limonada, un paquete de tortas de Inés Rosales, manzanas, plátanos y mandarinas, porque no hay viaje que se precie sin el fuerte olor de estos cítricos. Me acompañaba, además, un libro especialmente seleccionado para la ocasión, Los europeos, del historiador británico Orlando Figes. Este trabajo de no ficción se devora como una novela y aborda dos aspectos vinculados a mi odisea en autocar. Los europeos describe, a partir del mundo de la cultura, cómo las redes ferroviarias internacionales que empezaron a construirse a mediados del siglo XIX fueron los pilares sobre las que se construyó una verdadera identidad europea.
Dos siglos más tarde, mi tesis es que, antes que los trenes, son sobre todo las autopistas lo que une a los europeos. Mi autocar era un mosaico de múltiples identidades, de la diversidad de la Unión Europea (UE). Medio centenar de ciudadanos de la UE montados en un vehículo que se cruzaba cada minuto con camiones con matrículas de cada rincón del continente.
El otro aspecto de Los europeos que servía para mis días en el autobús es la relación entre Europa y Rusia; más en concreto, la eterna dicotomía rusa entre abrazar los ideales europeos o encerrarse en su nacionalismo despótico. El desenlace es el mismo, tanto en el siglo XIX, cuando Ucrania formaba parte del imperio ruso, como en el siglo XXI, cuando Moscú quiere recuperar por la fuerza el territorio perdido: la tradición autoritaria se acaba imponiendo.
En 1843, el año en el que empieza la narración de Los europeos, Astolphe de Custine publicó una relación de su experiencia recorriendo el imperio ruso que lo catapultó a la fama como cronista de viajes. El marqués de Custine escribió en el libro reflexiones que parecen vigentes: “Para apreciar la libertad que se disfruta en otros países europeos, sea cual sea la forma de Gobierno que hayan adoptado, uno debe viajar a esa soledad sin reposo, a esa prisión sin ocio que llaman Rusia. Si en alguna ocasión sus hijos están insatisfechos con Francia, prueben mi receta, díganles que vayan a Rusia. Es un viaje útil para cualquier extranjero; cualquiera que haya observado bien a ese país se contentará con vivir en cualquier otro lugar”.
El bielorruso “neutral”
Solo uno de los pasajeros que subió al autocar en Barcelona tenía como destino final Kiev: yo. Los demás fueron apeándose en las paradas que había durante el recorrido. Solo había un ciudadano eslavo entre mis primeros compañeros de viaje iniciales, un bielorruso que bajaría en Praga, donde tomaría un tren a Berlín (Alemania). El primero de los seis conductores que tuvo el viaje, un joven rumano, escuchó que hablaba en ruso y le preguntó si era ruso o ucraniano. “Soy bielorruso, un país neutral”, dijo con una sonrisa forzada.
El bielorruso me esquivó porque me veía conversando con los ucranianos que iban sumándose a la expedición. Cuando el bielorruso hablaba por teléfono, los ucranianos se giraban con cara desaprobación. Porque Bielorrusia no ha tenido nada de neutral, ha sido aliada de Rusia en la invasión de Ucrania.
Lialia fue mi primera compañera ucraniana de asiento. Subió en Annecy (Francia). Tras el puente del 1 de mayo terminó su contrato de temporada en un restaurante de una estación de esquí de los Alpes y se disponía a mudarse a casa de su hija en Leipzig (Alemania). Lialia tiene 50 años y facilidad por llorar. Lloraba cuando me relataba las primeras semanas de guerra en Járkiv, lloraba cuando decía que su hija se quedaría para siempre en Alemania y cuando admitía que ella probablemente tampoco regresaría a Ucrania. Lialia piensa y habla en ruso pero su odio a Rusia y a su gente era incontenible. Los insultaba de múltiples maneras porque “hundieron” a su país. Y por hundir sobre todo se refería a la crisis demográfica que, en su opinión, deja el futuro de Ucrania en el aire más que las bombas.
Lialia hablaba por los codos mientras devorábamos una bolsa gigante de pistachos que compré a la carrera en un colmado indio de Annecy —las paradas del bus no duraban más de cinco minutos—. Los ucranianos son poco locuaces comparado con las sociedades mediterráneas. Pero cuando viajan, se desmelenan. En trenes, autobuses o en marshrutkas, los minibuses que son el transporte más popular de Ucrania y de otros países eslavos, el roce de tantas horas les lleva a contarse sus vidas e intimidades, una suerte de confesión con la seguridad de que no volverán a verse. Lialia me daba cuenta de sus años trabajando en una fábrica textil en Járkiv, de sus barbacoas con unos amigos en la provincia de Kiev o de lo mediocre que es para ella la comida francesa en comparación con la ucraniana. “Es que solo comen queso”, insistía ante mis muestras de escepticismo.
En Basilea (Suiza) terminó nuestro diálogo porque en la frontera con Alemania la policía nos bajó a todos por sorpresa del autocar. Nos pusieron en fila y uno por uno chequeaban los documentos de identidad y el destino final de los pasajeros. Estábamos a cinco grados de temperatura y llovía; éramos 42 personas y el control podía durar medio minuto para cada uno, lo que sumaba cerca de media hora a la intemperie. Estaba en mangas de camiseta pero los agentes alemanes no me dejaban regresar al bus para ponerme la chaqueta. El resultado fue un catarro de campeonato que me dejó noqueado durante más de una semana.
La noche en Alemania y en la República Checa pasó entre un sueño incómodo e intermitente. La mañana llegó cuando nos acercábamos a Praga. Jamás he sufrido peor tráfico como el que nos recibió en la capital checa. Fueron dos horas hasta alcanzar la estación de autobuses, un suplicio agravado por el cansancio y la ansiedad por pisar la calle. En Praga debíamos cambiar de autocar, y lo que debía ser una espera de un par de horas terminaron por ser cinco, porque nuestro nuevo transporte, procedente de Múnich, llegaba con mucho retraso.
Me permití el lujo de pagar una habitación en un hotel frente a la estación para ducharme y echar una cabezada. El personal del establecimiento estaba enteramente formado por mujeres ucranianas —Chequia es el tercer país de Europa con más migración ucraniana después de Alemania y Polonia—. Intenté convencer a la recepcionista de que me hiciera un descuento, al fin y al cabo solo iba a alojarme unas pocas horas. Para ganarme su favor le revelé que estaba viajando de Barcelona a Kiev por carretera. Le dio exactamente lo mismo. “Yo soy de Kiev”, me dijo, “pero me fui de allí hace 10 años y no pienso volver”.
Un futón en una bolsa de Condis
En el andén conocí a Ludmila, la que sería mi nueva compañera de asiento. Ella también se desplazaba a Kiev. Desde la capital ucraniana tomaría un tren a su ciudad, Járkiv. Ludmila, una señora de 68 años, me observaba con desconfianza, hasta que la abordé en su idioma y celebró poder dar rienda suelta a la tradicional verborrea ucraniana de viaje. Junto a ella aguardaba al autocar un joven que no viajaría con nosotros. Su objetivo era entregar un paquete a los conductores, para que se lo llevaran a una amiga que lo recogería en Kiev. Cuando ya estaba en la escalera subiéndome al bus, sin mediar palabra, el joven me dio una bolsa con un futón dentro, un delgado colchón enrollado. “Los conductores no lo quieren, llévalo tú, por favor. Dentro, en un papel, está apuntado el teléfono de mi amiga”.
Me dio las gracias y se cerró la puerta. Me quedé con aquella bolsa en la mano, que era de la cadena de supermercados catalanes Condis. Aquel chico visitaba con frecuencia España, su hermano vive en Málaga, según me contó. Tras un primer momento de sorpresa, contacté con su amiga y me olvidé del tema. Hasta que en un alto en el camino que hizo el autocar para repostar gasolina, los dos conductores, ucranianos, se acercaron a hablar conmigo:
—¿Esta bolsa es tuya?
—No.
—¿Y quién te garantiza que no estás transportando drogas o armas escondidas? Nos ha pasado otras veces. Vamos, que eres tonto, porque en la frontera tendrás que decir que es tuyo y vas directo a la cárcel.
Durante una hora se dedicaron a meterme miedo: que si dentro del colchón había cocaína, que si había minas antipersona o pistolas… Descarté que hubiera armas porque no había espacio para ellas. Además, si hay mercado negro de armamento es de salida de Ucrania. Pero, ¿y si tenían razón y estaba haciendo de mula?
Ludmila y Vera, otra pasajera, me tranquilizaron. Me aseguraron que era habitual que entre ucranianos se pidieran estos favores, que habían presenciado la escena de la entrega del futón y que, si llevaba drogas, declararían ante la policía que el paquete no era mío. Repartí las tortas de Inés Rosales entre Ludmila, Vera y los chóferes para congraciarme con ellos. Los dos hombres agradecieron el gesto pero me dejaron claro que, si pringaba, no moverían un dedo para sacarme del calabozo.
Me recomendaron que abriera el futón, pero si lo desenrollaba para asegurarme de su contenido sería imposible volverlo a enrollar. Opté por no hacerlo, en parte porque pensé que quizá terminar en la cárcel era el colofón perfecto para este reportaje. También la receptora del paquete me había transmitido confianza. Su nombre era Aliona y es arquitecta. Me mandó por teléfono fotografías de su pasaporte, de su trabajo y de ella con su familia.
Crucé los dedos, me tomé un ansiolítico y me puse música de paz y amor en los auriculares hasta llegar a la frontera.
Madrugada en la aduana
De madrugada llegamos a la frontera entre Polonia y Ucrania. Ludmila y Vera me dedicaban miradas cómplices. Los polacos me ignoraron gracias a mi condición de ciudadano de la UE. Los ucranianos nos hicieron bajar del autocar y someternos a un control individual. La agente de la Guardia Estatal de Fronteras que me tocó tenía malas pulgas. Le entregué mi pasaporte y mi acreditación de prensa mientras observaba mis pertenencias. “Y usted, ¿por qué no ha regresado a Ucrania en tren?”, fue lo único que me preguntó. “¿Y por qué no en autobús?”, respondí. Puso cara de pocos amigos, me estampó el sello en el pasaporte y me dejó ir.
Satisfecho porque el viaje no terminaría en un penal, me quedé plácidamente dormido. Ni me enteré de que habíamos parado en Lviv, donde se apeó Vera sin despedirnos. Desperté a primera hora de la mañana, en la terminal de autobuses de Zhitómir. Celebré el reencuentro con Ucrania: las estaciones europeas de buses son frías, desangeladas, mientras que la de Zhitómir es todo lo contrario: una anciana daba de comer a las palomas; un hombre se movía entre los vehículos para intentar cambiar una bolsita que tenía con monedas de euro; soldados se despedían de sus mujeres; las vendedoras ambulantes ofrecían panecillos y frutas a la puerta de las marshrutkas.
Una joven atractiva se plantó en Zhitómir ante nuestros conductores con una caja de cartón. “¿Pueden llevarla a Kiev?”, pidió con una voz dulce y sonrisa infalible. El chófer que más me había incordiado lo aceptó sin dudar. “Cuidado que no haya drogas dentro”, le dije. Nikolai, su compañero, soltó una carcajada. “Nikolai, soy el pasajero más veterano del autocar. Empecé en Barcelona”. Nikolai se encogió de hombros y con una sonrisa me explicó que el año pasado estuvo destinado en la línea entre Málaga y Kiev.
Los soldados que se despedían de sus parejas no eran la única muestra de que estábamos en un país en guerra. La carretera de Zhitómir a Kiev recorre pueblos con edificios destrozados por los combates de 2022, cuando los rusos intentaban conquistar la región. Ludmila me señaló a un equipo de desminado que operaba en un campo a la entrada de un pueblo, limpiando un terreno que algún día volvería a ser cosechado.
A las 15.40 del 7 de mayo alcanzamos la estación central de Kiev. Bajé del bus con el futón en una mano, la mochila y las almohadas en la otra. En el andén me esperaba Aliona con un café y un cruasán. “Aquí tienes la droga”, le dije, socarrón, con un calambre en la pierna y las nalgas anestesiadas tras dos días y medio de autocar. Aliona solo musitó unas pocas palabras, como si estuviera avergonzada. Cuatro días más tarde, el domingo, me escribió de nuevo: “Querido Cristian, es fin de semana y no se escuchan alarmas antiaéreas. Nunca te lo agradecí, ahora duermo mejor. Gracias”.
Un viaje en autobús a Kiev, en detalle
- Día 1: salida desde Barcelona Estació del Nord, 5 de mayo. Salida: 7.30.
-Narbona (Francia).
-Beziers (Francia).
-Montpellier (Francia).
-Valence (Francia).
-Grenoble (Francia).
-Annecy (Francia).
-Ginebra (Suiza).
-Lausanne (Suiza).
-Berna (Suiza).
-Basilea (Suiza).
-Friburgo (Alemania).
-Stuttgart (Alemania).
-Nurenberg (Alemania). - Día 2: estación de Florenc, en Praga (República Checa), 6 de mayo. Salida: 16:00.
-Wroclaw (Polonia).
-Katowice (Polonia).
-Cracovia (Polonia).
-Lviv (Ucrania).
-Zhitómir (Ucrania). - Día 3. Estación central de autobuses de Kiev (Ucrania). Llegada el 7 de mayo, a las 15.40.
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