Guerra de tronos en Manila

Sorprendió incluso en la volátil política filipina. El todopoderoso Rodrigo Duterte fue arrestado esta semana en el aeropuerto de Manila, trasladado a una base militar aledaña y subido a un avión con rumbo a La Haya para responder por sus tropelías durante la guerra contra la droga. Su envío a al Tribuna Penal Internacional Penal (TPI) no respondió al compromiso por los derechos humanos ni la democracia del Gobierno de Ferdinand Marcos Jr, hijo del dictador, sino a la contienda por el poder de las dos dinastías que se lo han repartido durante medio siglo. Son fragorosas en Filipinas, a sangre y fuego, espoleadas por viejas venganzas y traiciones. La actual aboca a un escenario muy delicado de consecuencias imprevisibles por el fervor masivo que aún conserva el expresidente.
Para entender el desenlace es recomendable una presentación. Ferdinand Marcos y su esposa, Imelda, dirigieron durante dos décadas una cleptocracia brutal hasta que una revuelta popular los expulsó en 1986. Huyeron cargando sacos de oro y joyas en el helicóptero y nunca devolvieron lo robado ni se disculparon por masacrar a todo lo que lejanamente pareciera un disidente. Él falleció tres años después en el plácido exilio de Hawai y su familia regresó en 1991. Imelda, epítome de la consorte manirrota, fue recibida como una celebridad y desde la provincia de Ilocos Norte, el feudo del clan, recompuso la vieja red de influencias para reconquistar Manila. La victoria en 2022 de su hijo, sin méritos conocidos y homónimo de su padre, culminó su misión vital de blanquear el legado familiar.
La misma fórmula
Una Duterte, profesora y activista, participó en la revuelta popular que echó a los Marcos. El vacío que estos dejaron en el sur del país aceitó la llegada a la alcaldía de Davao de su lenguaraz y atrabiliario hijo. Rodrigo limpió la ciudad de delincuentes con escuadrones de la muerte y otros métodos poco escrupulosos. En 2016 ganó las presidenciales con la promesa, tercamente cumplida, de replicar la fórmula a escala nacional. Dejó el palacio de Malacañán tras los reglamentarios seis años con un apoyo popular del 70 % y sin disculparse por masacrar a todo lo que lejanamente pareciera un drogadicto o traficante.
A las siguientes elecciones concurrieron su hija, Sara, y el del dictador, Marcos jr, más conocido como Bongbong. Las encuestas sonreían a la primera y su padre le recomendó que optara a presidenta pero esta aceptó finalmente el papel de vicepresidenta de Marcos Jr. El enjuague beneficiaba a todos. Los Marcos añadían los votos sureños de los Duterte a los propios septentrionales. Y Sara, a cambio del favor actual, esperaba el recíproco dentro de seis años para ocupar la presidencia. Doce años, pensó, blindando a su padre de la investigación del TPI. Funcionó: el tícket Marcos-Duterte arrasó.
Muchos intuyeron que las costuras se tensarían pronto, pocos pronosticaron que reventarían tan pronto. Sara recibió el anodino ministerio de Educación cuando la casuística le otorga Interior y el Ejército a la vicepresidencia. Su padre olió la trampa y acusó al presidente de incapaz y heroinómano. Arreciaban ya los guantazos sin mesura cuando Sara tomó el escenario en un sábado de noviembre. “Este país se va al infierno porque la persona que lo lidera no sabe actuar como presidente y es un mentiroso”, dijo. “Todos sois unos hijos de puta, nunca habéis tenido una enemiga como yo”, añadió. Y reveló que había contratado a un sicario en caso de que “algo” le pase. “Le he dicho que no pare hasta matarlos a todos. No es una broma. Y me ha dicho que sí”, finalizó. En el encargo figura Marcos Jr, la primera dama y el presidente de la Cámara de Representantes.
Lo siguiente apunta a una guerra sin prisioneros. Sara abandonó el Gabinete, que no la vicepresidencia, y amenazó con sacar los restos del patriarca de los Marcos del Cementerio de los Héroes y lanzarlos al mar. Estos, con el control de la Cámara Baja del Congreso, la han sometido a un ‘impeachment’ por malversación de fondos públicos e intento de asesinato del presidente. El juicio empezará después de verano y, si es condenada, no podrá presentarse a las presidenciales.
El TPI no cuenta con Estados Unidos, Rusia ni China, carece de policía propia y depende de los estados para sus arrestos. Israel y Rusia se han fumado sus órdenes contra Netanyahu y Putin. Marcos había prometido que sus funcionarios sólo podrían pisar Manila “de turismo” y meses después les envió a Duterte con un lacito. Es una jugada maestra: nunca podría haber sido detenido en su fortaleza de Davao ni juzgado en Filipinas. Los Duterte hablan de traición y apelan al imperio de la ley, los derechos humanos y otros conceptos que despreciaron durante décadas.
El cuadro quedará perfilado tras las elecciones de media legislatura previstas para mayo. Ahí pelearán de nuevo los clanes, una decena de representantes de los Marcos y al menos cinco de los Dutertes. Los primeros pretenden limpiar a los segundos del panorama político porque si sobreviven, por más debilitados que queden, les torpedearán el segundo trienio. Son probables las manifestaciones de sus seguidores durante los procesos, en Manila y La Haya, a los que serán sometidos padre e hija. No hay buenas noticias para Filipinas, basta elegir la menos mala: el hijo de un despiadado dictador o la hija de un acusado por crímenes contra la humanidad.
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