Hecho diferencial
Para equiparar el nivel de vida de todos los españoles, los poderes públicos «dispensarán un tratamiento especial a las zonas de montaña». Lo establece el apartado segundo del artículo ciento treinta de la Constitución, del que no estamos sacando el partido que sería deseable en el interminable debate sobre la financiación autonómica. El Principado, la región española más montañosa –con amplias superficies con un desnivel superior al cincuenta por ciento–, no necesita para obtener más ingresos concebir ningún idioma de laboratorio o servirse políticamente de él, ni adulterar su historia para engendrar imaginarios nacionalistas de cartón piedra. Solo con poner sobre el tapete este hecho diferencial ya plasmado en nuestra carta magna debiera bastar para lograr una parte significativa de la tarta presupuestaria.
Por supuesto que contamos con otros elementos que habrían de contribuir a dotarnos de los necesarios recursos. Pero muchos de ellos guardan íntima relación con nuestra singular condición orográfica. Piénsese en la vertiginosa caída demográfica o en el acelerado envejecimiento poblacional, mayor en áreas a las que cuesta llegar por su geografía escarpada. Como es natural, llevar los servicios públicos a esas comarcas tiene un coste significativo, difícil de asumir sin perras suplementarias procedentes de las arcas públicas estatales.
Sepamos utilizar las herramientas legales de las que disponemos: nuestra singularidad montañosa está contemplada en la propia ley de leyes
Además, la protección que este precepto reserva a las zonas de montaña se extiende en su totalidad a los sectores económicos que en ella se desarrollen, alcanzando a buena parte de la Comunidad Autónoma. Así lo prevé, también, la política comunitaria en esta materia, considerando como menos favorecidas a regiones accidentadas como la nuestra, motivo por el que el Tratado de Funcionamiento exige reforzar su cohesión socioeconómica y territorial a través de sus distintos fondos e instrumentos financieros.
Esta previsión constitucional que nos ocupa no es una mera recomendación o consejo de naturaleza política. Es una norma. El propio Tribunal Constitucional recordó, en una de sus más tempranas sentencias de 1982, que constituye un «deber impuesto a los poderes públicos». Su poderosa carga finalista, pues, se dirige a equiparar el nivel de vida de los españoles y a favorecer a determinados sectores a través de técnicas de intervención administrativa que eliminen los desequilibrios estructurales, con especial tratamiento a las zonas de montaña, que es donde se producen con especial intensidad.
En consecuencia, junto con los principios constitucionales de solidaridad interterritorial o de unidad del orden económico, el mandato orientado a dotar de un régimen especial a las regiones montañosas tiene necesariamente que ser esgrimido por aquellas Comunidades, como la nuestra, que cuentan con tantísimos kilómetros cuadrados de suelos escarpados. Con ello sobrarían artificios, aspavientos o palabrería de mayor o menor calibre para exigir una financiación razonable para Asturias.
Aunque el reparto de esos dineros ya sabemos que pasa hoy por maniobras orquestales en la oscuridad orientadas a conseguir propósitos coyunturales que poco tienen que ver con las necesidades objetivas del país, y en las que Asturias tiene escaso pito que tocar por nuestra irrelevancia política, al menos sepamos utilizar las herramientas legales de las que disponemos. Y esta vinculada a nuestra singularidad montañosa no es precisamente insignificante, aparte de estar contemplada en la propia ley de leyes.
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De no surtir efecto su invocación, y condenarnos al furgón de cola en la distribución de los cuartos autonómicos, sabremos entonces que de nada sirven las solemnes proclamaciones constitucionales, por más que sus primeros beneficiarios desaprovechemos lo mucho que nos pueden dar de sí, olvidando su existencia.
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