Luminosos tópicos navideños
Todo lo que rodea la Navidad tiene algún anclaje, por liviano que sea, en el ciclo vital anual. Mandan los astros de la bóveda celeste en la vida de los hombres desde siempre. Por eso, desde que el tiempo es humano, se celebran los cambios de la naturaleza y se explican con hermosos mitos o con leyendas. Pasa con el solsticio de invierno; ese «sol quieto» que marca el punto álgido en el que las noches son más largas, pero, a pesar de la quietud, serán principio de la recuperación de la luz y el crecimiento de los días. Todos los pueblos, de un modo u otro lo festejaron y festejan.
[–>[–>[–>El cristianismo le fue poniendo en el correr de los siglos una bella historia al solsticio invernal: la del niño que nace pobre y perseguido, aunque sea «divino», y aun así es adorado tanto por humildes pastores como por reyes. Eso explica, siendo niño, que un día u otro del navideño periodo, haya regalos que traen desde nuestros tradicionales Reyes Magos a los de otras latitudes o costumbres como San Nicolás reconvertido en Santa Claus o Papá Nöel e incluso los personajes locales del resurgir costumbrista popular. Y, como el nacimiento de una vida es motivo de conmemoración, hay reuniones y comidas y bebidas y dulces especiales que no son los de todos los días. La novedad no son los dulces, pues hasta los difuntos tienen los suyos, sino que sean especiales de ese momento del año frío y oscuro, combatido con calorías extra; incluso tiene sentido su contenido tan del Oriente (donde transcurre la acción) con frutos secos y miel. Todo lo que rodea la Navidad parece ir en la línea de repartir lo bueno y olvidar lo malo. De ahí las felicitaciones y las llamadas a la generosidad con los desfavorecidos hoy, de los aguinaldos de antaño con tarjetas ilustradas que repartían desde el cartero mal pagado a los barrenderos, modistillas o serenos. Por supuesto no faltaron los cantos que derivaron en villancicos; tardaron en popularizarse, lo hicieron a medida que se perfilaban «las historias navideñas» si bien algunos se remontan al siglo IV como el «Jesus refulsit omnium» o más tarde los de Juan de la Encina en el siglo XV.
[–> [–>[–>Antes de que la tradición cristiana ideara al niño símbolo de la vida renacida entorno al solsticio de invierno, días arriba o abajo, la Roma imperial ya celebraba a mitad de diciembre las Saturnalias, en honor a Saturno, adusto y taciturno, pero benefactor de la agricultura y las cosechas, en las que, pese al desenfreno y mezcla social festiva, se hacía una invitación a la vida y al renacer, encendiendo lámparas y velas como adelanto. Los pueblos del norte europeo, sumido en la larga noche helada, hacían arder troncos que no debían apagarse en días («el tronco de Yule»). Luego, tras la extensión de las creencias cristianas, los viejos ritos se resignificaron. El «sol invicto» romano se transformó en símbolo de Cristo, mientras que Santa Lucía, la de «mengua la noche y crece el día», ganó la partida en Escandinavia, aunque, con la reforma del calendario gregoriano en 1582, quedará desplazada del solsticio que le dio el refrán.
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Tal vez pues lo que mejor define no solo la Navidad sino la estación invernal, «negra y gélida», es la necesidad de la luz. La luz del sol es vital. Todas las religiones y creencias fundamentan buena parte de sus dogmas en ella, en la energía solar y su representante, la luz. Sobre todo, como conjura de las sombras asociadas al peligro y a la falta de vida; el invierno es la metáfora de la etapa última la vida.
[–>[–>[–>En definitiva, para creer preferimos las luces: «Jesús lo ilumina todo», «Alá es luz de los cielos y la tierra»; la Janucá judía es «la fiesta de las Luminarias»; la Diwali hindú es iluminación con velas, triunfo luminoso; en China la fiesta de los faroles tiene igual intención de brillo. Y así podríamos seguir recorriendo tradiciones. No son equivalentes navideños, no nos confundamos. Cada una de esas fiestas tiene su etapa y su explicación particular, incluso su dependencia astral; unas funcionan con el calendario solar y otras con el lunar; pero Sol y Luna son faros para la humanidad que reniega de la oscuridad. En su presencia o en su ausencia subyace la dicotomía luz-oscuridad, bien- mal, vida- muerte.
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Sin embargo, religiones y creencias que mantienen esas similitudes se han teñido de sombras cuando con insistencia la perversión las ha manipulado. Se usa la religión a veces para proyectar el odio que tan lamentables episodios nos dejan. Pero lo positivo es poner «las cosas claras». Por eso las ciudades compiten en brillo en Navidad y algunas tienen a gala llevarlo siempre. Nueva York se precia de ser la ciudad que está siempre encendida y París de ser la «ciudad de la luz». Llamamos «Siglo de las Luces» en la Historia al periodo en el que la razón se impuso a la pasión, en el que la cabeza ganaba a las vísceras. Hoy parece que volvemos a estar más con las vísceras que con la cabeza. Pero ese es otro tema.
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[–>Ahora es Navidad, tiempo de esperanza. Navidad que se adelanta, luces que pueblan la ciudad y alargan el día, que abren sonrisas, desatan y vacían los bolsillos y llenan el estómago hasta el hartazgo. Algunos, con tristezas acumuladas, reniegan de la Navidad; a otros la pobreza los ahoga. A unos la compañía amable tal vez los alivie; la pobreza de otros quizá se amortigüe estos días de solidaridad convivencial. El lado oscuro mejor dejarlo a un lado. Como en aquel memorable final: «No puedo pensar en eso ahora… Lo pensaré mañana». Se impone la infantil ingenuidad: ¡Qué la Luz ilumine de Paz y Amor la Navidad!
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