Por la presente, queda prohibido leer
El otro día intenté reponer la muy ajada funda de mi librónico (traduzco: mi libro electrónico) y no encontré una nueva ni en tiendas de barrio, ni en grandes, medianos o pequeños almacenes, ni en «Antigüedades Cuquis Retroclásicas», ni en los chinos que ya no son chinos, ni en «Boomer Vintage Cool», ni en las ofertas de «El Basurero Pulgoso». Mi librónico es mi biblioteca ambulante cuando viajo. Si ustedes usan ese mismo soporte libresco, abandonen toda esperanza de vestirlo pintón y molón. Los acompañará siempre en pelota picada.
[–>[–>[–>En el XX, los invitados miraban y escrutaban la biblioteca del anfitrión literato nada más llegar a la cena. Hoy pasan al baño directamente. Gracias a la labor conjunta y trailorailorera de no pocos inspectores de Secundaria amarrados al BOE; gracias al desaliento y nula pasión de no pocos docentes; gracias a no pocos neopedagogos; gracias a la okupación de las aulas por numerosos profes nada lectores con el culo reposando en un pupitre; gracias a padres ceporros voluntarios; gracias a la propaganda de infames infranovelas anunciadas como el no va más de los prodigios; gracias a vender la literatura en los súpers junto a la fruta y los condones… hemos creado una sociedad analfabeta, para alegría y batir de palmas de los autoritarios iliberales. No busquen responsables concretos. La responsabilidad se jubila también.
[–> [–>[–>Por todo ello, me extrañó muy mucho un iluso manifiesto hace meses alumbrado por profesores de Literatura que reclaman más presencia horaria de tal disciplina en el bachillerato. Como glosa el catedrático Jordi Gracia, «parece que no hayan leído ni medio artículo sobre la revolución que se avecina para arrumbar por fin con la creación, el estilo y las virtudes de un texto literario humano», pues reivindican «algo tan superado y residual como la literatura». Muchos ingenuos habíamos descubierto en ella «una sustancia que no tenía límites ni de lengua ni de época ni de geografía, capaz de sacudir como casi nada es capaz de hacerlo el equilibrio íntimo de mentiras, de autoengaños, de hipocresías, de trolas y de prejuicios anquilosados». Ni la funda librónica queda de todo aquel amor apasionado a las bellas letras.
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Y se pregunta Gracia: «¿Qué pinta la literatura como adicción dura en el repertorio de entretenimientos que hoy ofrece la sociedad moderna?». Y ofrece una solución, casi en forma de orden: «Prohíban cuanto antes que los muchachos lean literatura en los institutos, porque si acaba cayendo en sus manos esa explosión nuclear, solo comparable a la explosión del orgasmo, nadie podrá responder de lo que esté por venir entre ellos y entre ellas, juntos y por separado».
[–>[–>[–>Juan José Millás es de la misma opinión y así lo manifestó, cuando defendía como peligroso revolucionario rojeras no al que chumaba y se empastillaba el finde sino al que leía «Madame Bovary». Y sí, lo sé: hay una o dos docenas de optimistas irredentos –a quienes la Santina bendiga su pertinacia– que sostienen que hoy se lee que te rilas. Me gustaría que tuviesen razón. Pero que enchufen la oreja fuera de sus circulitos cultísimos a ver si oyen algo más que vaciedades banales insípidas manidas y que escuchen a ver si la literatura de enjundia y no la de pintamonas romanticoides y gore ha entrado en las conversaciones o siquiera en las salas de profesores o las reuniones de las AMPA o las tertulias del Mucho Beber.
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Pero quien ya había formulado por escrito esta conclusión (y tantas otras que el tiempo sancionó como en todo acertadas) de estimular curiosidad a base de prohibir fue Juan Benet en su «Literatura y educación». Dijo así: «El día en que la Literatura pase a ser una disciplina clandestina sin duda se acrecentará su interés por ella». Fue hace más de medio siglo (en 1974). Démosle hoy cumplido enterramiento al no leer. Y hasta troquemos el «Nessun dorma» pucciniano por una rotunda advertencia: «¡Prohibido leer! ¡Nadie lea!».
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