Regalos por amor y estribor
Mi amigo Jorge, que presume de tacaño, me asegura que jamás va con dádivas a su mujer, sortijas ni otras cursiladas, obsequios sospechosos, indicio de mala conciencia; dice que quienes practican finezas de esa índole pretenden disfrazar sus carencias conyugales, y sostiene que la calidad de los regalos que un cónyuge hace a la pareja son inversamente proporcionales a su fidelidad. Habla de fidelidad, no de amor. El amor ni Dios lo entiende; teorías refinadas apuntan a que hasta en el amor es bueno odiar un poquito.
[–>[–>[–>A lo que voy: allá por los años 90, saqué en Murcia el título de patrón de yate, y navegué en cruceros por el Mediterráneo, con singladuras desde Los Alcázares a Valencia, Cartagena, Ibiza y Argelia; por esos rumbos me percaté de que las distintas embarcaciones a vela, que yo tripulaba como proel, exhibían en la popa nombres de mujer, exactamente el de la esposa del patrón, aunque nunca las conocí; ese nombre era la coartada para estar con ellas sin estarlo. Ya viene de atrás: si uno es religioso bautiza al barco con «Santa María», si monárquico, «Queen Elisabeth»; si cree en el matrimonio como Dios manda pone «Manolita», y cuando compra un modelo de más eslora, «Manolita II»; nunca el nombre de la amante, de haberla.
[–> [–>[–>Hoy las cosas cambiaron; cambiaron para que todo siga igual, como decían Karr y Lampedusa. Ahora la mujer trabaja además fuera de casa, tiene su sueldo, sus aficiones y su independencia, se empoderó a tope, y esta teoría que descubrió mi amigo, acerca de los regalos, funciona en ambas direcciones. De ahí mi preocupación supina cuando esta Nochebuena, que coincidimos en casa para cenar, mi mujer me entregó, de parte del Papá Noel, un ramo hermosísimo de peonías, y lo que es más inquietante, sacó la LPP, la Licencia de Piloto Privado, en La Morgal, y me dijo que había comprado una avioneta.
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«¿Biplaza?», pregunté tímidamente.
[–>[–>[–>«Sí, sólo cabemos el instructor y yo; ¡pero descuida, escribiré tu nombre en el fuselaje!».
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